54

54


PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 39 Nápoles, 17 de abril

Página 46 de 133

CAPÍTULO 39
Nápoles, 17 de abril

Caminar por la calle, a la luz del sol, entre el bullicio de la gente, y los codazos y los gritos, era un alivio. Después de tres meses de cárcel, Salvatore Pagano, llamado Kociss, solo tenía ganas de correr. ¡Le habían tenido tres meses a la sombra! En aquella prisión inmunda, asquerosa, llena de apestosos asesinos, y el comisario Cinquegrana que lo acosaba a preguntas, que si el televisor, que si el dinero, que si don Luciano, que si patatín, que si patatán. Ahora por fin respiraba, contemplaba el cielo y a las mujeres. Pensaba en todo lo que haría. Tres meses que recuperar. El dinero lo tenía, no se lo habían podido quitar. Ganado legalmente. Con él le alcanzaba para un regalo a Lisetta, un buen regalo, con eso se le entregaba, e incluso en bandeja de plata. Y más teniendo en cuenta que no se la había nombrado al comisario, no. Nada de nombres. Todavía estaba por nacer el policía capaz de dársela con queso a Kociss. Pero en aquella cloaca había sentido miedo. Bastante. Parecía que quisieran saberlo todo de él, como si fuera un pez gordo, como si él supiera cosas. Mudo. No le había dicho nada. Que si llega a enterarse el comisario que aquella tarde en vez de monjas y beneficencia… Oh, Dios, sí, era cierto que había estado entregando regalos a los huerfanitos, pero luego había cogido la bici, que llevaba un tablero delante, y había ido a ver a Lisetta. ¡Menuda hembra!

Se detuvo delante de los escaparates de una tienda de ropa, y vio un vestido rojo muy bonito. Con ese estaría hecha una preciosidad. Se vio reflejado en el cristal; también él necesitaba ropa nueva, no aquellos andrajos… Pero eso vendría después. Antes tenía que arreglar lo más importante, si no, sería un esfuerzo inútil. Pero el pensamiento de Lisetta no le abandonaba un segundo, habría querido parar a alguien por la calle y explicarle cómo era ella, y si el otro se molestaba, zas, soltarle uno de los billetes de don Luciano, tranquilo, amigo, tranquilo, que yo te pago tu tiempo.

Ah, Lisetta. Le gustaba mucho. Si no fuera por su oficio, pero ¿qué le quieres hacer?, nadie es perfecto. Cuando le pedía un favor, con sus ojos verdes y todo aquel pelo, y la boca, y todo lo demás, él no era capaz de negárselo. Como aquella tarde que hacía tanto frío y le pidió que la acompañara a la base americana. Y entonces deja a los huerfanitos, coge la bici y vete a recoger a Lisetta. Y pedalea que pedalea, con todo aquel perfume y su pelo que te golpeaba en la cara, que por poco no se mataron en una curva, y la falda que resbala y la pierna que asoma del tablero. Estaba loco por ella, esa era la verdad. No había nada que hacer. Lisetta era Lisetta.

Cruzó la calle sin mirar y alguien le pitó. Pagano respondió con un insulto en voz alta, liberador, y prosiguió a buen paso.

Aquella tarde había comprendido enseguida adónde estaba yendo. A hacer el amor con ese oficial americano, que bastaba que ella le parpadeara para que soltara los dólares como si fuera millonario. Algo le tocaba también a él, por el viaje y el esfuerzo. Pero el resarcimiento se lo había ganado por su cuenta. Porque después de haber llegado a la base, con esa paliza de viaje y el perfume y las piernas y el pelo, y lo que Lisetta iba a hacer, se había dicho «Kociss, te mereces un premio por el esfuerzo y también por el corazón roto». Y mientras pensaba estas cosas, el premio se le había aparecido delante, como si la Virgen le hubiera leído el pensamiento.

Era un armatoste enorme, ¿le cabría en el tablero? ¿No le acabaría tirando al suelo junto con la bici? ¿Y bastaría la manta para taparlo del todo? ¿Y si se presentaba la policía militar? ¿Le fusilarían? Nada de hacer locuras. Tenía que darse prisa. Podía llegar alguien. Le pondrían el culo como un pandero.

Al final el miedo se lo había quitado un señor vestido de general que estaba pegado en la pared encima de una foto, justo enfrente de él. Sonreía. Y hacía un gesto con el pulgar como diciendo «¡Okey, anda tranquilo!». Tenía razón, tenían que pagárselo. Y lo cogió. Por Lisetta.

El hedor a mierda era siempre el mismo. Pero estaba contento de sentirlo. Las caballerizas de Agnano eran su casa. Oía las voces de los mozos de cuadra que le saludaban, «¡Kociss, has vuelto!», «Chaval, ¿dónde has estado?», «¿Qué has estado haciendo?», pero la verdad es que no las oía. Saludaba, pero la cabeza y las piernas iban directas hacia el fondo de las caballerizas, al almacén de los arreos. Un solo pensamiento: el resarcimiento. Atravesó el edificio, salió por una pequeña puerta trasera y se encontró en una calleja de servicio. La caseta estaba recubierta de plantas trepadoras y la puerta casi no se veía. La encontró cerrada con un candado de acero y le dio un vuelco el corazón. Mentó la madre de un par de santos. Antes solo había un cerrojo herrumbroso. Pensar que alguien le había birlado el resarcimiento le provocó un sudor frío. Comenzó a dar la vuelta en torno a la construcción en busca de una abertura: ¿quién coño había podido entrar allí dentro? ¡No había más que cachivaches y telarañas!

Nada, ni siquiera un ventanuco. No quedaba más remedio que romper el candado. Volvió al almacén, cogió un piolet, un martillo y volvió a la puerta de la caseta. Un vistazo alrededor: nadie. Manos a la obra. Cuatro golpes secos, precisos. Cayó al suelo con un ruido.

Entró, dejando que la luz se filtrara lo suficiente como para reconocer los objetos.

Vio el montón de viejas sillas de montar aún intacto. Se sintió renacer. Deshizo la montaña de cuero. Alguien había desplazado el hule. Pero debajo, gracias a Dios, seguía el televisor. Allí donde lo había dejado.

Bastaba con limpiarlo un poco y quedaría como nuevo.

Podría sacar dinero por él. Dinero de verdad. Que les den por saco a Cinquegrana y al ejército americano.

Transportarlo suponía toda una gesta. Quién sabe dónde habría ido a parar la bici. El único medio a su disposición era una carretilla oxidada que en el pasado había transportado quintales de mierda. Colocó encima el hule y cogió el televisor. ¡Pesaba como un demonio! Parecía el doble de cuando lo había cogido. La cárcel le había debilitado, qué asco. Pero ahora se recuperaba. Tenía que venderlo enseguida, ya las había pasado bastante canutas, era hora de resarcirse. No le quedaba más que un último esfuerzo: los kilómetros que tendría que empujar aquel armatoste de Gigino a Vico Vasto.

Ir a la siguiente página

Report Page