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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 42 Šipan, un minuto más tarde

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CAPÍTULO 42
Šipan, un minuto más tarde

—Por supuesto que estoy contento de verte, Robespierre —comenzó diciendo Vittorio sin sonreír—. Pero hubiera preferido que te hubieses quedado en casa y te ahorraras todo esto.

—¿Qué esto? —insistió Pierre.

Vittorio buscó las palabras. La manera de expresarse y la pronunciación delataban la larga habituación a una lengua extranjera.

—Este asco —dijo por fin—. El peñasco en el que estoy obligado a vivir, este que dispara al primero que llega, el pobre diablo en que me he convertido.

—Pero ¿qué te ha pasado, papá, quieres explicármelo? ¿Por qué no nos has dicho nada durante tanto tiempo?

—¿Y qué podía deciros? —La mirada de Vittorio se hizo más sombría—. El año pasado enterré a la segunda compañera de mi vida, se murió ante mis propios ojos, poquito a poco… ¿Qué más podía decir?

Pierre se levantó, para no responder enseguida.

—Hubieras podido por lo menos mandar un par de líneas —dijo de un tirón—, solo eso, un par de líneas. Tras la muerte de Milena te escribí dos veces: tú nunca me respondiste.

—¿No he hecho ya bastante daño? Me vine a vivir lejos de vosotros, no conseguí volver, escribí dos veces al año, y ¿tenía que preocuparos con mis problemas? Algo sí sabías, ¿no?, la política iba mal, la vida iba mal, la cabeza también iba mal, pero un padre no llora sobre el hombro de un hijo.

—¿Y en cambio debe dejar de dar señales de vida durante más de un año? —preguntó Pierre. Luego se arrepintió. Pero era ya tarde para dar marcha atrás.

—Yo siento como si ya no estuviese vivo, Robespierre. ¿Quieres que te lo cuente todo? Está bien. Estoy como muerto. Por eso creía que era mejor para ti olvidar. La muerte es contagiosa, las cartas de un muerto hacen morir.

Pierre acusó el golpe. Tragó saliva para detener las lágrimas, pero sin demasiado éxito. Vittorio pareció hacer otro tanto, luego siguió hablando. Pierre le escuchó en silencio, sin dejar de caminar, lentamente, en torno a una roca blanca que afloraba de la hierba.

Las cosas se habían puesto feas a comienzos de los años cincuenta con las primeras elecciones de los consejos obreros en las fábricas. Por lo que Pierre podía comprender, se trataba aún de un experimento, pero, en sustancia, el Estado concedía a los trabajadores la posibilidad de tomar en sus manos las riendas de las empresas en las que trabajaban. El padre había sido un entusiasta del proyecto. Decía que la autogestión era el único camino para el verdadero socialismo. Por eso, como miembro del sindicato, habría querido ser incluido en las listas electorales para el consejo obrero de su fábrica.

—Sabían perfectamente que tenía interés en ello, pero jugaron sucio: me ofrecen una promoción, un puesto que no me interesaba, en una oficina de Split. Debía aceptar y renunciar a la elección. Ese fue el principio.

Desde entonces, un sucederse de pequeñas señales. El «camarada italiano» comenzaba a resultar incómodo: sobre sus compatriotas pesaba la acusación de ser espías del Kominform, las relaciones con Italia eran cada vez más tensas debido a Trieste, y una buena dosis de racismo completaba el cuadro. La guerra partisana era un recuerdo desvaído. El «héroe del pueblo» Vittorio Capponi volvía a ser un extranjero, mientras el internacionalismo obrero se iba al garete.

—No, Djilas no me ayudó mucho. ¿Amigos? ¿Te escribí que éramos amigos? Bueno, no propiamente, era para hacerte entender. El hecho es que algunas de las ideas suyas no me desagradaban, sobre todo cuando atacaba a los burócratas del Partido y acusaba al Comité Central de ser poco democrático y muy, ¿cómo se dice?, mafioso, ¿sí? El problema es que él era uno de los cuatro hombres más importantes del país, iba en Mercedes, con su chófer, frecuentaba los salones elegantes, practicaba la caza, asistía a grandes ceremonias. Soñaba con ocuparse solo de teoría y literatura, pero tenía cargos políticos importantes, y en los artículos de prensa era como si echara piedras sobre su propio tejado.

Milena les había dejado en marzo del año anterior. Una muerte lenta, una fea enfermedad. Pierre comprendió que aquello había sido fatal también para su padre. Había creído que podría recuperarse metiéndose de cabeza en la política. Milovan Djilas escribía sus artículos críticos para el periódico del Partido y Vittorio lo había seguido en algunos diarios locales o en lengua italiana. Habían sido días de esperanza y entusiasmo. Luego, fulminante como un rayo, el mazazo. Djilas había sido destituido de todos sus cargos y obligado a la autocrítica. Sus seguidores, en el mejor de los casos, habían tenido que dejar el trabajo y la política. Las más veces habían sido alejados de sus pueblos, de los amigos, de los parientes.

—Lo que no quiere decir que les baste con ello. Nos tienen en la picota. Dicen que en cuanto la prensa occidental deja de interesarse te llevan a los campos de concentración para kominformistas, o bien nos expulsan sin andarse con muchas historias. Por eso dejo que el máuser dé el primer saludo a quien llega por el sendero. Solo espero que vengan. Todos los días. Pero no se puede vivir así. Siempre alerta. Siempre con ansiedad. Pero, como has visto, ya no puedo fiarme de nadie y he tenido que cortar los lazos con los amigos para no crearles problemas.

—También con Darko, ¿verdad? —intervino Pierre dando puntapiés a una piña.

—También con él. Estoy solo. En el pueblo me creen loco. Son lo bastante ignorantes como para no saber cuál es la razón que me ha traído aquí. Compran mi queso, temen a mi máuser y a los perros. Nuestras relaciones consisten en esto. Nada más.

Vittorio se puso en pie. Se llevó una mano a los riñones e hizo ademán de enderezar la espalda.

—La humedad me está matando —comentó resignado.

Luego se metió dos dedos entre los labios y silbó con fuerza. De un matorral salió un perro pastor en el que Pierre no se había fijado. Corrió por la bajada a grandes saltos y se quedó parado frente a Vittorio alargando el morro a las caricias. Su amo le contentó, luego extendió el brazo delante de la mandíbula y dejó que se lo mordiera a modo de juego. Recogió una bolsa de cuero y se la puso en bandolera. Apenas le dio la espalda, el perro volvió a subir en dirección al rebaño, ladrando a las cabras para que se reuniesen.

—¿Cómo se llama? —preguntó Pierre atraído por la habilidad del perro en dirigir el rebaño.

—Radko —respondió el padre mientras daba unas palmadas para hacer retroceder a un carnero rojizo.

Radko pareció entender que se hablaba de él y se puso a olisquear al recién llegado.

—Con los extraños es más sociable que tú —comentó Pierre frente al colear festivo del perro.

—Ya. Pero tendrías que ver cómo se pone si me levantas la voz.

Pierre hizo la prueba. Radko se puso enseguida a gruñir, mostrando los colmillos, inclinado sobre las patas y dispuesto a saltar.

—De acuerdo, de acuerdo, era una broma.

Levantó las manos para demostrar su propia inocencia.

Radko se acercó a su amo, que había echado a andar por el polvoriento sendero, se puso a su lado y solo a ratos se le adelantaba un corto trecho.

Pierre lo miró avanzar, en la luz del mediodía, sobre el telón de fondo de un mar agitado.

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