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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 56 Nápoles, 2 de mayo

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CAPÍTULO 56
Nápoles, 2 de mayo

Llegó zarandeado dentro de una furgoneta anónima, después de un viaje que fue todo menos agradable. Los golpes y sacudidas debían de haberle causado algún desperfecto, pero no podía pretender que aquel zulú tomara las precauciones necesarias. El tipo con las manos grandes y la gorra sobre los ojos se lo cargó sobre un hombro con un medio gemido. La puerta se abrió de par en par enfrente de ellos: pasaban a duras penas.

Un hombretón grueso y sombrío, con un palillo plantado en la boca, indicó el hueco de un aparador en el que solo cabía el modelo básico. Pero ¿con qué coño creían que se las estaban viendo aquellos cavernícolas? Un McGuffin Electric Deluxe no es un simple accesorio, sino parte integrante del equipamiento de una casa moderna: nada menos que veintiocho pulgadas de ancho por veinticuatro de alto, con cinescopio rectangular de diecisiete, disponible en distintos colores para adaptarse mejor al tono de su mobiliario. Por más que Manos Grandes presionara, ayudado por Palillo, no había nada que hacer, claro, y por suerte, diez juramentos más tarde, se dieron cuenta antes de rasguñar la caja de madera de imitación, excelente combinación para un aparador de raíz pero totalmente fuera de lugar sobre formica azul.

Al final, lo acomodaron sobre dos sillas juntas. Palillo retrocedió tres pasos, lo contempló con la cabeza inclinada, ni que hubiera dado el último retoque al Moisés, y se acercó de nuevo para enchufarlo, luego gritó un nombre, algo así como «Concetta», dos, tres veces, hasta que en la habitación apareció una gordota con mandil que prorrumpió en una serie interminable de críticas sobre el tamaño del recién llegado. ¡God, cuánta ignorancia!

Palillo miraba al suelo de reojo, en el desesperado intento de contenerse, un esfuerzo titánico que no dio sus frutos:

—Estate calladita —estalló unos minutos después—. ¡La madre de Dios! ¡Muda!

Tras conseguir que se hiciera el silencio, el hombre se frotó las manos varias veces, como para cargarlas de un poder taumatúrgico. Avanzó ceremonioso, apuntó el índice sobre varios botones, eligió uno. Volvió al lado de la mujer casi corriendo, se cogió la barbilla, ladeó la cabeza, esperó. McGuffin no dio señales de reaccionar. Lo repitió todo desde el principio, frote de manos incluido. Eligió el botón vecino, pero en lugar del televisor, la que se encendió fue la mujer.

—Menudo trasto te han endilgado —graznó la arpía.

Palillo no perdió los ánimos. Intentó todas las soluciones, incluido abofetear al pobre McGuffin como si se tratara de un hijo desobediente. Mientras el marido agitaba el puño delante de la pantalla profiriendo frases amenazantes, la mujer se acercó al preciado aparato, convencida de poder aportar una contribución esencial.

Pero por desgracia no había nada que hacer. Lo habían estropeado, era más que evidente. Sacudido a derecha e izquierda dentro de una furgoneta, sin siquiera una manta encima, por un camino accidentado y lleno de baches, ¿qué esperaban? Era sólido, pero no indestructible. Y el arreglo costaría un ojo de la cara.

La nariz de la bruja rozó la rejilla del altavoz. Había notado algo.

—Claro —declaró radiante—. Esto lo explica todo.

—¿Qué dices? —preguntó Palillo, metido entre el televisor y la pared.

—Mira esto: ¿ves lo que dice aquí? Es americano, ¿ves?

—¿Y qué? ¿Qué significa?

—¿Que qué significa? Está claro, ¿no? Este aparato solo recibe las transmisiones americanas, que todavía no llegan aquí a Italia. ¿No te acuerdas de Maria? Le vendieron ese frigorífico americano que no funcionaba con la corriente eléctrica de aquí. Pues es lo mismo. Estamos en Italia, necesitamos un aparato italiano.

La mirada perpleja de Palillo vino y volvió dos o tres veces del rostro de la mujer a la pantalla inanimada de McGuffin. Leyó y releyó el escrito, desenchufó y enchufó, hizo lo posible para encontrar objeciones, probó los mandos restantes y al final tuvo que rendirse a la idea de que tal vez, aparte de la mula y la mujer, también los televisores es mejor comprarlos en el país.

Marisa era una guapa mujer. Desperdiciada por un tipo como aquel, que no se quitaba el palillo ni para besar. Tenía que haber un buen motivo si le ponía los cuernos al marido con tan sórdido individuo. Cierto que regalos como un McGuffin Electric Deluxe, con un precio de venta al público de doscientas cincuenta mil liras, ya eran una razón suficiente para los más maliciosos. Pero, bien mirado, parecía haber algo más.

Marisa se agachó para arreglar el sofá, y en la pantalla se reflejó el generoso escote. Luego se dio la vuelta y pasó otro tanto con el trasero. Solo tenía los muslos un poco gruesos, pero por lo demás, nada que envidiar al físico deportivo de ciertas americanas. Difícil decir cuántos años tenía, tal vez unos treinta, muy bien llevados.

Cuando el marido volvió, salió corriendo a recibirle a la puerta, para aturdirle a base de mentiras sobre la novedad que esperaba en el salón.

—¿Te acuerdas de aquella rifa del charcutero, la del premio del televisor? ¿Recuerdas que me gritaste porque decías que diez billetes eran dinero tirado? ¡Pues ven a ver lo que me ha tocado, tú que te querías gastar ciento sesenta mil por ese trasto que vimos el otro día!

El marido entró en la sala de estar y se quedó boquiabierto y con los ojos como platos delante de McGuffin. Viéndole así, un alfeñique de mirada alelada, los hombros caídos embutidos en la chaqueta gris y una cartera de piel de imitación colgada de la mano, no era difícil encontrar un motivo añadido para el adulterio de Marisa, ya que Palillo, por tosco que fuese, al menos tenía una pizca de fascinación viril.

—Querida —comentó el pelele mientras se acomodaba las gafas—. Retiro todo lo dicho sobre el dinero desperdiciado. Mientras tú preparas la cena, yo voy a intentar encenderlo.

La mujer estampó un beso traidor en la pálida mejilla y desapareció. El pelele se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta, se arremangó y sintiéndose un pequeño Einstein afrontó el cuerpo a cuerpo con la tecnología.

Diez minutos más tarde, mientras las sepias crepitaban en el vino blanco, Marisa oyó llover los primeros golpes. En el momento de añadir los guisantes, arreciaban ya los juramentos. Giuliano no era un tipo paciente: se ponía nervioso enseguida y luego se volvía intratable, violento y vulgar. Esa era ciertamente la razón más profunda por la que su mujer no lo soportaba y prefería a Ciro, que por lo menos tenía las manos quietas y cuando se cabreaba no tenía la voz chillona de maricón.

Mientras el tomate se sumaba a los otros ingredientes en la cacerola, Marisa oyó que la llamaban con tono rabioso:

—¡Hostia puta, Marisa, has dejado que te jodan también esta vez!

La mujer se sobresaltó. Sepias y compañía inundaron los fogones. ¿Cómo había conseguido descubrirlo? ¿No estaba el sofá bien arreglado? ¿Había huellas comprometedoras? ¿Era posible que el televisor funcionara también como tomavistas? ¿O tal vez Ciro había hablado con personas que no debía, gente que trabajaba en la tele?

—¡Marisa, menudo primer premio! —insistió la voz cada vez más chillona—. ¡Este hijo de puta no funciona ni a la de tres!

—¿Cómo dices? ¿Que no funciona? —La mujer se llevó una mano al pecho, cerró los ojos y soltó un gran suspiro. Menos mal.

Se quedó así un poco, para luego confiarse en voz baja a las sepias, mientras con la cuchara de madera las obligaba a volver a la cacerola.

Vincenzo Donadio bajó la persiana del taller a las siete pasadas. Había perdido más de una hora intentando arreglar un teléfono estropeado y no le había quedado tiempo para meterle mano a aquel paquidermo de televisor. Por otra parte, no es que entendiera mucho de aquellos aparatos. Eran un producto nuevo, complicado, sobre todo para quien, como él, estaba especializado en motos. Pero Vespas y Lambrettas habían salido al mercado hacía poco, no se veían demasiadas por ahí, y si uno quería trabajar tenía que ampliar su campo de actividad: radios, televisores, tocadiscos, a Vincenzo todo le iba bien.

Echó el grueso candado a la anilla de hierro y se alejó silbando «Viale d’autunno».

Ni seis horas más tarde, en la calle oscura y desierta, animada únicamente por las peleas de gatos, una silueta furtiva se agachó sobre aquel mismo candado armado de un mazo de copias de llaves. Probó una decena, con nervios de acero, hasta que dio con la adecuada. Levantó la persiana justo lo necesario para introducirse, mientras al final de la calle asomaban los faros de una camioneta.

McGuffin estaba encima de la mesa de trabajo. Que el robo tuviera lugar aquella noche no era fruto de la casualidad. Su llegada no había pasado inadvertida.

Después de sacar a la calle un buen número de pequeñas radios, el hombre asomó la cabeza por debajo de la persiana, comprobó que todo estuviera tranquilo, intercambió dos palabras con alguien de fuera y, con extrema cautela, alzó la persiana hasta la mitad.

Sacó por el manillar la primera Lambretta. Ayudó a su compinche a cargarla. Volvió adentro a pillar una segunda moto, que cargó también. De haberse escurrido la camiseta habría llenado un vaso. Cuando alargó las manos las tenía húmedas de sudor. Pero no era cuestión de hacerse el remilgado: aquella intervención providencial salvaba a McGuffin de las arbitrarias reparaciones de Donadio, que habrían comprometido para siempre sus delicados mecanismos.

—¡Joder, un televisor americano! —exclamó el conductor apenas lo vio—. Tal vez reciba los programas americanos, ¿verdad, Nené?

—No digas chorradas, Peppino. ¡Trae la manta, anda!

Lo envolvieron perfectamente y para evitarle cualquier trauma lo metieron entre la Lambretta y un mueble radio.

Por fin un tratamiento adecuado. Por fin alguien parecía comprender el gran valor de un McGuffin Electric Deluxe un poco estropeado pero con los acabados en madera de imitación y pantalla de diecisiete pulgadas.

La puerta trasera se cerró. El camión hizo chirriar las ruedas sobre el granito dando un susto de muerte a dos gatos y a continuación se perdió como un soplo en la noche de Nápoles.

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