54

54


Coda » VIII Trieste, Italia, 5 de noviembre

Página 127 de 133

VIII
Trieste, Italia, 5 de noviembre

El arquitecto y poeta Carlo Alberto Rizzi se levantó temprano y se preparó un abundante desayuno. En la mesa de trabajo, hojeó el cuaderno con los apuntes. Esa noche, en el Círculo, quería declamar una poesía sobre la jornada del 4 de noviembre, sobre la conmemoración de los mártires, sobre la medalla de oro ofrecida a la ciudad. Había apuntado alguna impresión y se aprestaba a transmutarla en versos.

Mañana tan tersa que anula las distancias.

Interesante anotación. Podía aprovecharse para hablar de los italianos, distantes pero próximos, de la otra orilla del Adriático. Como si también la atmósfera se hubiera sutilizado, en aquel 4 de noviembre, para acercar a Trieste las tierras irredentas, que aviesos intereses partidistas alejaban de la madre patria.

Apenas un soplo de bóreas hace ondear las banderas, en todos los balcones, en todos los edificios, y de modo especial en dos, enormes, a la entrada de la plaza: el del Gobierno Tricolor y la Alabarda de Trieste.

Celebraciones en tierra y en el mar, en la piazza dell’Unità y en los barcos atracados enfrente, en el dique de San Giusto: el crucero Duca degli Abruzzi , tres cazatorpederos blancos y un velero a la antigua, todo jarcias y pendones, el buque escuela Amerigo Vespucci de la Academia Naval de Livorno.

Soldados y marinos, formados. Una multitud trepidante de una estación de tren a la otra. Esperan al presidente Einaudi y Scelba.

El viento y las banderas produjeron al poeta un estremecimiento de inspiración. Cogió una hoja en blanco, la puso ante sí y la alisó con la mano, como para purificarla. El bolígrafo escribía mal. Le echó el aliento a la punta y prosiguió:

El bóreas que trajo el amado aroma

del mar atestado de navíos

te asaltó, te agitó la cabellera,

Trieste, orgullo de tus hijos.

Bien, este era el viento. ¿Y las banderas? No podía desatenderlas.

Saluda con orgullo a vivos y muertos

la multitud de casas que, ofrecidas

a la mirada en la ladera de las pendientes,

se engalanan de fiesta y de banderas.

Untó una rebanada de pan con mantequilla, le puso mermelada de naranja y tras el primer mordisco volvió a mirar fijamente el cuaderno lleno de migas.

Veintiuna salvas de cañón levantan vuelos de palomas en tierra y de gaviotas en el mar. Llega el cortejo presidencial: diez coches precedidos por los caballos de los coraceros.

El presidente pasa revista a los soldados. Mujeres y niños empujan para tocar, saludar, acariciar los uniformes. Gente subida a los árboles, a las farolas: «¡Italia! ¡Italia!». Por lo menos ciento cincuenta mil personas.

Las autoridades suben al ayuntamiento y a las 11.35 se asoman al balcón. El alcalde recuerda a los hermanos de la costa oriental del Adriático.

Scelba explica por qué el gobierno ha suscrito un acuerdo que no satisface las expectativas del pueblo italiano: Trieste llevaba demasiado tiempo esperando, había que resolver su situación a toda costa. Tranquiliza a los eslovenos que se quedaron en territorio italiano sobre el respeto a los pactos, la voluntad de enterrar el pasado y establecer una colaboración. Si los pactos son respetados, las minorías se convertirán en un motivo de amistad entre los dos países.

«¡Facilitar todo intercambio útil entre los dos países!», «Italia y Yugoslavia deben colaborar en la defensa de la paz y la prosperidad de las dos naciones».

Rizzi recordó los silbidos que se habían alzado de la plaza cuando el primer ministro pronunció aquellas frases, demasiado complacientes con Tito y con un pacto que satisfacía a Yugoslavia con tal de mantenerla alejada de Moscú. Los derechos de los pueblos se veían pisoteados por la política: peor que en Corea y en Vietnam, porque por lo menos allí hablaban todos la misma lengua, tanto en el norte como en el sur. Los regímenes eran distintos, pero no la cultura, las tradiciones, el espíritu. De haber sido por los ingleses, Trieste se habría convertido en otro Berlín, dividida en sectores, desmembrada. Además, en Vietnam se había hablado de referéndum, de unificación: ¿por qué nadie de la zona B pensaba en pedir el parecer de la gente, en contra de Wilson y del principio de auto-determinación?

Aquellos pensamientos sombríos, la imagen de la calva de Scelba en el balcón del ayuntamiento, lo distraían por cierto de los versos. ¿Qué faltaba? Las tierras irredentas, próximas en la distancia. El júbilo y la tristeza. La pluma resbaló sobre la hoja:

Trieste, Italia —la alegría paraliza

el corazón que señala a gentes errantes,

para ellas la patria está ya lejana

y hoy debería ser día de fiesta.

Excelente. Casi se podía terminar así. En el cuaderno ya solo quedaban unas líneas:

Einaudi prende la medalla de oro en la bandera gigantesca que Roma ha regalado a la ciudad. Los altavoces anuncian el motivo de la condecoración.

«Inclinada desde hace siglos a señalar en el nombre de Italia los caminos de unión entre pueblos de estirpes distintas, participaba orgullosamente con sus mejores hijos en la independencia y unidad de la patria, en la larga vigilia confirmaba con el sacrificio de los mártires la voluntad de ser italiana. Esta voluntad era sellada con la sangre y con el heroísmo de los voluntarios en la guerra del 15-18. En condiciones especialmente difíciles, bajo la artillería nazi, demostraba en la lucha partisana cuál era su anhelo de justicia y de libertad, que conquistaba expulsando a viva fuerza al opresor. En las recientes y dramáticas vicisitudes y en la humillación de Italia, contra los tratados que quisieron verla separada de la madre patria, con tenacidad y pasión igual a la esperanza, corroboraba al mundo su inquebrantable derecho a ser italiana. Ejemplo de inestimable fe patriótica, de constancia contra toda adversidad y de heroísmo.»

La jornada había concluido en San Giusto. La basílica estaba de bote en bote, así como también la plaza, pese a que el bóreas comenzara a dejarse sentir. Después del Te Deum de acción de gracias, el obispo había recordado la diócesis desmembrada, las parroquias istrianas transferidas a Lubiana y Parenzo. En la torre, la bandera con la medalla había saludado a la multitud, junto con los repiques de la gran campana.

Rizzi pensó en todo el frío que había cogido. Echó un vistazo fuera por la ventana: el viento no dejaba de soplar, gélido. Tenía que comprarse un abrigo nuevo. Cálido como su vieja trenca gris. Los agentes del GMA se lo habían sustraído sin muchos cumplidos. Una confusión, al parecer. En un café del centro. Pero, entonces, ¿por qué no le habían devuelto ya el suyo? Al contrario, lo habían molido a patadas y mandado a casa.

La pierna le dolía aún.

Ni siquiera la nalga era ya la de antes.

Ir a la siguiente página

Report Page