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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 2 Bolonia, El Séptimo Cielo, 5 de mayo

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CAPÍTULO 2
Bolonia, El Séptimo Cielo, 5 de mayo

La fila de personas que iban al baile comenzaba en piazza VIII Agosto. El Séptimo Cielo debía de estar de bote en bote.

Los mosqueteros no se dejaron impresionar y afrontaron la subida montados en sus bicicletas igual que Coppi en el último trecho del Gavia, con Brando a la cabeza, Palillo y Gigi juntos en pelotón y Pierre el último, en el bólido que le había prestado Bortolotti.

—¿Qué coño te han hecho en Yugoslavia, un lavado de cerebro? ¡No pareces el mismo! —había comentado Brando algunos días después de su regreso.

Mientras pedaleaba, Pierre pensaba que su amigo tenía toda la razón. Había algo extraño: Bolonia no parecía ya la misma. Pero ¿qué podía haber pasado en unas semanas? Nada, el bodrio de vida de siempre: dos porrazos el Primero de Mayo, el piloto de las Mil millas que atropella a un chavalín en via Murri, el buen momento del Bolonia… No, inútil contarse fábulas, era él quien había cambiado. ¿Acaso no lo decía siempre Fanti, que ver lugares nuevos te renueva los ojos?

Pensó en la comida de aquel día, en casa de tía Iolanda, junto con Nicola. Después del asado el hermano se había levantado de la mesa con la excusa de ir a dar un garbeo para digerir. La verdad es que no quería oír el relato del viaje a Yugoslavia. A tía Iolanda se lo había contado todo, hasta la extraña absolución con la que había dejado a su padre. Iolanda era una buena mujer, casi una madre para él. Nunca se había dado cuenta de cuánto se parecía a su hermano Vittorio, los mismos ojos, la misma forma de la barbilla. Solo tenía unos pocos años menos, pero desprendía una sabiduría antigua. No la mentalidad estrecha del lugar, no, como una especie de buen sentido adquirido con los años, el de quien ha visto la guerra, la maldad de los hombres, de quien ha estado enamorado pero no se ha casado nunca. Cuando miraba hacia atrás, a su infancia, Pierre la veía como una roca. La única persona que no les había abandonado nunca, siempre a la altura de las circunstancias, incluso de las más críticas.

En cambio Nicola no le ahorraba ninguna crítica.

Mientras volvían a Bolonia, en la furgoneta, había querido expresar su parecer.

—Benassi no se ha tomado nada bien esta historia de Yugoslavia.

—¿Y qué tiene que ver Benassi?

—Si Benassi me manda a decir algo quiere decir que es el Partido el que lo dice. Y a ellos, que tú hayas ido allí no les ha sentado nada bien.

—Fui a ver a papá. Habría ido también si hubiera estado en Suecia. ¿Es que era mejor Suecia?

—No tienes ningún motivo para hacerte el gracioso, ¿sabes? Todos saben que has hecho maniobras extrañas.

—No había otra manera. Y si tienen algo que decirme, ¿por qué no me lo dicen a la cara, en vez de mandar a Benassi?

—Un cretino es lo que eres. Da gracias de que te digan algo, si no por mal camino irías. Si fueras un poco más por la Sección y un poco menos a bailar, el mecanismo del cerebro te funcionaría mejor, y encima aprenderías algo. Pero no, el señorito toma clases particulares de inglés con el profesor Fanti.

—Tienes razón, debería estudiar ruso, así cuando llegue el Ejército Rojo podré hacer de intérprete.

—Tú chotéate, chotéate. Pero mientras, con las pocas ganas de trabajar que tienes, no haces nada. Además ese Fanti no es ni siquiera camarada. Debe de ser un liberal o algo peor.

—Tal vez. Y yo soy comunista. ¿Y bien? No te olvides de decirle a Benassi que se meta en sus asuntos, que yo nunca le he visto el pelo a la hora de recibir los porrazos de la poli y a mí la última vez tuvieron que darme tres puntos en la cabeza. En esos momentos, quién sabe por qué, soy de nuevo bueno.

La conversación había quedado así en suspenso. Nicola se había limitado a menear la cabeza y a seguir conduciendo.

Ataron las bicis a las farolas, se arreglaron la ropa y entraron.

—¡En Yugoslavia no hay sitios como este! ¿Eh, Pierre?

—No lo sé, yo no los he visto.

—Vete, vete allí —le tomó el pelo Gigi, mientras dejaba el abrigo en la consigna. Luego, en voz baja, añadió—: ¿Has visto a la del guardarropa, qué tetas?

Pierre se retrasó comprando cigarrillos a la muchacha que los vendía, Brando aprovechó la ocasión para quedarse a solas con él:

—¿Has hablado con Angela?

—No, ¿cómo iba a hacerlo?

—Bueno, si no te lo ha dicho nadie te lo diré yo. Mientras tú estabas fuera su hermano tuvo un ataque. De pronto se le cruzaron los cables y la emprendió a puñetazos con un enfermero. Tengo entendido que incluso se hizo daño. Un mal asunto.

Pierre sintió enseguida ganas de irse, ¿qué coño estaba haciendo allí? Él iba a bailar y tal vez Angela tenía necesidad de hablar, de desfogarse. El remordimiento le encogió el corazón, pero Palillo lo había cogido ya por un brazo y lo arrastraba hacia las mesas.

Se sentaron con una jarra de vino. Pierre con la mirada en los zapatos, los otros tres con el ojo puesto en busca de ganado.

Ferruccio había estado mal. Mierda. ¿Y Angela?

—Bueno, ¿y entonces qué? ¡No hemos venido aquí a rezar el rosario! Gigi y yo nos vamos a bailar. ¿Y vosotros?

Pierre hizo un gesto distraído y encendió un cigarrillo.

Los dos se metieron entre el gentío e increparon a Pierre y a Brando a gritos:

—¡Desgraciados!

—Ya sabes lo que pienso de lo tuyo con Angela —comenzó diciendo Brando—. ¡Coño, búscate una novia, mira cuántas chavalas hay aquí!

Pero Pierre tenía la cabeza en otra parte. Le venían a la memoria las palabras de su tía: «Es como si estuvieses aquí por mero azar. Como si te pesase». No conseguía aferrar los pensamientos, la música de la orquesta se los quitaba y se los llevaba.

—Vaya, vaya, no te vuelvas, que la Pelirroja te está mirando.

—¿Quién?

Brando meneó la cabeza:

—Pero cómo, ¡Gilda la Pelirroja! Gilda Stanzani, ¿no la conoces? A esa le va la marcha, todos lo saben. Parece Rita Hayworth, y además se llama Gilda. Un amigo mío se la tiró en el coche. Eso al menos dice él. En cualquier caso, no es virgen. Te está mirando, te digo. ¿Qué más quieres?

Pierre alzó la vista.

En medio de un corrillo de chicas, una tía llamativa le sonreía.

—Rozagante —comentó Pierre sin pensar.

—¿Rozagante? Pero ¿qué coño dices? ¡Dos grandes tetas! ¡Sin duda!

—No me está mirando a mí.

—¿Ah, no? ¡Pero si ya es la tercera vez que se vuelve! Ahora mismo te vas para allí y la sacas a bailar.

—No me apetece.

Brando puso los ojos en blanco.

—Perdona, ¿podrías repetirlo? ¿Acabo de oírle decir al Rey de la Filuzzi que no le apetece bailar? —Le dio una patada por debajo de la mesa—. Tú ahora te vas allí y si te dice que sí, yo voy por una de sus amigas. Y mira que si no lo haces…

Pierre soltó un gran suspiro. Se miró el traje de fiesta, los zapatos relucientes. Pensó en su buen aspecto, en sus veintidós años. Y por fin clavó la mirada en los ojos de la muchacha. Las pelirrojas tienen los ojos de color avellana o verdes. Apostó por el color avellana encendido. Se puso en pie, recibió la palmada de ánimo de Brando y se fue al ataque, una mano en el bolsillo y los andares sueltos.

Mientras se acercaba notó algo especial. No eran las tetas. Era el aire desenvuelto con el que ella permanecía allí, de pie, mirándole hacer el número de Cary Grant. Como si le tomara el pelo después de haberle provocado para disfrutar con la escena.

Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el tipo.

Sonrió.

—Buenas noches, ¿puedo preguntarte por qué desde hace media hora me miras y te ríes?

—Porque eres guapo.

Lo dijo con naturalidad y Pierre arrugó la frente, como si le hubieran dado una mala noticia. No supo qué añadir, instintivamente hubiera vuelto a sentarse, tal vez después de haber mascullado un «Gracias por la información».

Se concentró, se encomendó a san Cary y dijo:

—También tú. ¿Bailamos?

Ella asintió sin añadir nada más y se encontraron en la pista, pegados a causa del gentío.

Avellana encendido. Pierre sintió que el pecho le apretaba contra el estómago y luchó para coordinar los movimientos y conservar la calma.

Era una buena bailarina. Y si la ceñía contra sí no se quejaba.

—Eres Robespierre Capponi, ¿verdad?

—Sí, y tú eres Gilda Stanzani.

—Dicen que eres el mejor bailarín de Bolonia.

—Eso dicen. ¿Y tú vienes a menudo a bailar?

—De vez en cuando. Trabajas en el bar Aurora, en San Donato, ¿verdad?

—¿Qué eres, un agente secreto? ¿De qué sabes todas estas cosas?

Rió, dientes blancos. A Pierre se le encogió el estómago.

—Hace tiempo que no se te ve por el baile.

—He estado fuera, en Yugoslavia. He ido a ver a mi padre.

Se detuvieron para aplaudir a la orquesta que había terminado la canción.

—Tengo sed.

—También yo, vamos al bar.

Consiguieron meterse entre la gente que se apiñaba contra la barra y pidieron.

—¿Y cómo es Yugoslavia?

—Como Italia. Incluso hablan italiano.

—¿Y por qué has vuelto?

Pierre sonrió incómodo.

—¿Y por qué iba a quedarme?

Gilda la Pelirroja echó una mirada alrededor:

—¿Te sientes muy a gusto aquí?

—¿Por qué lo dices, quieres irte?

—Tendría que encontrar un hombre rico que me llevara a ver mundo. Me gustaría. Hay muchos lugares para ver. En cambio me dedico a vender entradas en el hipódromo. Y con mi sueldo no me alcanza para mucho.

Pierre pensó en sus cuatro chavos, en la deuda con Fanti y con Ettore. El estómago se le encogió de nuevo. Dijo:

—Hay que tener los pies en el suelo.

—A propósito de pies. ¿Me llevas a casa? Vivo en Mazzini. Normalmente vengo con mi compañera de habitación, que tiene bici, pero se ha ido a ver a su familia a Molinella.

No era difícil comprender adónde quería llegar. A Pierre nunca le había ocurrido tan deprisa. Por lo demás, una que anda por su cuenta, con una amiga… Brando tenía razón, era realmente una tía «fácil». Como caída del cielo para él. De golpe le volvió a la memoria Angela, Ferruccio que había perdido los estribos y quién sabe cómo se sentía ella. No consiguió beber un sorbo más, le pareció encogerse dentro del traje.

—Lo siento, de veras. Pero también yo voy andando.

La sonrisita amarga de Gilda dio a entender muchas cosas:

—Otra vez será, entonces.

—Sí, por supuesto.

En aquel momento, entre todo aquel trasiego apareció Gigi y cogió a Pierre por la chaqueta:

—¡Pierre, el frullone! ¡El frullone! ¡Vamos!

Mientras era arrastrado hacia la pista oyó a Gilda que le llamaba.

—¡Pierre! —Tenía una expresión astuta—. Cuidado, no sea que por tener los pies demasiado en el suelo acabes también dándote un batacazo.

Medio atontado se encontró bailando, tratando de seguir el ritmo acelerado de la orquesta. Tenía que hacer un esfuerzo, se sentía en todo momento retrasado, pero trató de hacerlo lo mejor posible. A medida que el volumen de la música subía se animó, se dejó llevar, los pies se movían rapidísimos, ¡sí, joder, aún era el mejor! Se dejó llevar por el ritmo, más suelto que nunca, rápido y coordinado, ligero como una pluma, la gente aplaudía…

Sucedió en una fracción de segundo. Alguien debía de haber derramado algo en la pista. El pie en el que se apoyaba se escurrió, él trató instintivamente de mantener el equilibrio con un golpe de riñones, dio un giro hacia delante, pero no consiguió detenerse.

Cuando levantó la cara del suelo vio algunas gotas de sangre en las baldosas. La nariz le dolía una barbaridad.

Gigi y Palillo le ayudaron a incorporarse, la orquesta había dejado de tocar, el acordeonista se asomaba desde el escenario, preocupado:

—Oh, chaval, ¿cómo estás?

—No es nada, solo me he pegado un batacazo —dijo Pierre taponándose la nariz.

Miró a su alrededor, todos lo observaban. Aquello no había pasado nunca. En los ojos de los demás podía leer una extraña ansiedad. Se sentían desilusionados y traicionados: el soberano había caído del trono sin que nadie lo empujara.

—¡Limpiad bien esa pista! —gruñó Gigi mientras empujaba a Pierre hacia los lavabos.

Pidió a los amigos que le dejaran entrar solo y ellos, cual fieles vasallos, bajaron los ojos con pudor haciéndose a un lado. Se pusieron delante de la puerta, como un piquete.

Se lavó la cara con agua helada y se quedó mirándose en el espejo, la boca y la barbilla estriadas de sangre.

¿Qué coño le estaba pasando? ¿Era un castigo por haber dejado sola a Angela? ¿Por no haber acompañado a Gilda?

Mientras se secaba con el pañuelo murmuró para sí:

—A Cary Grant no le hubiera pasado.

Luego percibió una presencia a sus espaldas, alzó la mirada hacia el espejo y le vio salir de uno de los retretes. Iba elegante y acicalado, con su traje nuevo.

—Parece que el rey ha perdido el lustre.

La voz de Ettore era dulce y cómplice.

Se lavó las manos, se las secó con esmero, se alisó los bigotes finos y se ajustó el cuello.

—Has vuelto antes de lo previsto. ¿Algún problema?

—Se me terminó el dinero. He vuelto en barco.

Ettore asintió.

—Tú y yo tenemos un acuerdo. Espero que no lo hayas olvidado.

Pierre se apoyó en el lavabo.

—Lo sé. No te preocupes.

—Bien. Entonces uno de estos días pásate por el almacén y hablaremos.

Estaba ya en la puerta, cuando se volvió para añadir:

—Ah, Pierre, un consejo: deja estar a la Pelirroja, que esa trae problemas. Más de uno se ha roto la crisma. Que te vaya bien.

Salió cerrando la puerta.

Pierre se quedó mirando fijamente el suelo y pensando en lo complicada que puede volverse la vida de un día para otro.

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