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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 22 Bolonia, 2 de junio

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CAPÍTULO 22
Bolonia, 2 de junio

Negro.

Oscuro.

Un rincón oscuro. En el que desaparecer.

Concentrarse solo en los pasos, un pie delante del otro. Nada más.

No es posible sobrevivir al dolor. Es injusto. Quedarse para sufrir.

Quedarse.

El remolino engulle gestos, pensamientos, respiraciones.

Respirar. Casi imposible.

Pensar. Pensar que Fefe ya no está. No puedes creerlo. La vida no es posible. Ni siquiera resulta concebible.

Negro. Oscuro. Un pie delante del otro.

El perro muerde por dentro, muerde el corazón, un trozo cada vez. Luego te deja recuperar el aliento, para que puedas caminar.

Imaginar los últimos instantes. Cuando rompió la ventana.

Pensar en el terror de los truenos, el frío intenso debe de haberlo atenazado.

Pensar en el momento de antes. Pensar en lo que pensaba. Antes del vacío, antes del adoquinado. Terror. Al salir de allí, Fefe, tenías que evadirte, afuera, donde el techo no pudiera hundirse sobre tu cabeza, como ese día de hace muchos años, abrazado al cadáver de nuestra madre, debajo de los escombros, durante horas.

El perro muerde más a fondo. Tienes que pararte. Agitar los brazos. Esperar a que pase, que suelte la presa. Otro pedazo.

Negro. El infierno es un rincón oscuro del corazón.

No hay nada más. Ya nada sirve.

Tienes los bolsillos llenos de sus cosas. Cosas inútiles. Baratijas. Reliquias. No debes perder nada, ni el más pequeño trozo de tela, ni un pañuelo o cepillo. Debes guardarlo todo.

Debes guardarlo a él. Guardar lo que ha dejado. Lo que queda.

Muerto. Está muerto. Ya no está.

Las rodillas quieren ceder. Pero tú no caerás. Nadie debe tocarte. No quieres a nadie. Las manos que tocan tu cuerpo, que te lo restituyen y te dicen que estás viva. Recuerdan que debes comer, beber, lavarte. Todavía. También ahora. También mañana. No. No puedes creértelo. No puedes vivir con un agujero en lugar de corazón y el estómago más pequeño que un puño.

Negro. Apagadlo todo. Apagad el día. Apagad los cirios de la iglesia. Apagad los ojos. Dejadme la oscuridad.

Yo estoy aquí y camino. Pero no soy yo.

Ya no estoy viva. No estaré.

Fefe, anda, levántate. No te quedes ahí tumbado. Levántate, te lo ruego. Levántate y vámonos.

¿Qué decirle? ¿Qué hacer? No puedes abrazarla, no puedes estrecharla. No puedes hacer lo que te saldría espontáneamente. No podrías siquiera mirarla, pero eso a quién le importa, la miras igualmente. Buscas sus ojos, unos ojos negros que te abrasan por dentro desde que los viste por primera vez y que ahora desaparecen detrás de unas lentes oscuras. Angela, estoy aquí, ¿me ves? Soy yo, Pierre. Angela, mírame. Deja que te abrace, que te acune, que te acaricie. Aunque ya no me quieras, aunque haya acabado, un abrazo es un abrazo. Y un abrazo no se le niega a nadie. No se lo niega uno a sí mismo. Permítetelo, por favor. Aunque sea por última vez, sigo siendo yo, soy Pierre. Nos hemos querido, quizá nos queramos aún.

Pero tú no estás aquí, estás en otra parte, tú también estás muerta.

Detesto los funerales. No habría que ir nunca a ellos. No habría que entrar nunca en una capilla ardiente, verlo ahí, dentro de una caja. ¿Es esta la última imagen que quieres llevarte? No es justo. No deberías venir, Angela.

Ahí le tienes, a tu marido, el gran Odoacre Montroni. Incorruptible, intachable. Pésames, procesión de formas negras con las cabezas gachas. Sufre en silencio, sufrimiento circunspecto, grave, de hombre a carta cabal. Está la fila para estrecharle la mano, como si fuera él quien ha perdido a un hermano y no tú. Tú eres una mujer, puedes sufrir y abandonarte al dolor. A ti hay que dejarte estar, basta con el abrazo de Teresa, que rechazas sin rencor, nadie debe tocarte.

Él ha reparado en que te estoy mirando, sin duda, pero me importa un bledo. Angela, yo quiero que te vuelvas, que leas en mis ojos, que leas en ellos las ganas que tengo de estar a tu lado.

Él ve cómo te miro.

Él siente que estoy pataleando.

Él me crucifica con la mirada.

Él me lo está diciendo: no te acerques. No lo hagas. No puedes hacerlo.

Él me odia.

Él ha comprendido.

Él sabe.

—Señora… Señora Montroni…

Angela volvió apenas la cabeza. Era Marco, el enfermero, el amigo de Fefe. Destrozado, con los ojos enrojecidos y la cara marcada, parecía haber envejecido más de diez años. Se aguantaba algo dentro, se veía, doblado bajo un peso que no sabía dónde descargar.

Angela no dijo nada.

—Señora, debo decírselo… —Marco tragó aire y sollozos—. Tal vez no tiene nada que ver, pero soy incapaz de no decírselo, no quisiera darle otro disgusto, pero si me lo guardo no voy a ser capaz de seguir adelante.

Ella esperó a que cobrase fuerzas para hablar. Le parecía imposible que pudiera escuchar a una persona, asumir en el cerebro una información cualquiera, que no fuera la ausencia de Fefe para el resto de la vida. Marco mantuvo la mirada baja y habló:

—Hará cosa de un mes se cometió un error, un error terrible. Ese medicamento nuevo que tomaba Ferruccio no puede ser interrumpido de buenas a primeras. El doctor debe ir disminuyendo la dosis poquito a poco, pues de lo contrario el paciente puede tener lapsus. Es por eso por lo que Ferruccio tuvo esa recaída y su marido tuvo que volver deprisa y corriendo de Roma. Fue un error. —Se pasó las manos por la cara, como si se sintiera culpable—. Lo siento, yo no estaba, estaba de permiso. De haber estado allí, tal vez… —No consiguió terminar la frase, los sollozos le ahogaron.

Angela oyó a su propia voz murmurar:

—Entonces, era cierto, Fefe decía la verdad. Le habían suspendido la cura.

—Sí, me lo dijo Sante, que oyó a Dall’Oglio mandar suspender la medicación. No sé por qué, quizá esto no tiene nada que ver, quiero decir, ha pasado el tiempo, luego había retomado la cura. Pero debía decírselo, no podía…

Angela le tocó el rostro:

—¿Qué importancia puede tener ahora, Marco? Tú no tienes nada que ver. Tú le querías.

Consiguió abrazarlo, como si fuera él quien tuviera que ser consolado.

Se alejó, dejándolo allí, de pie, un pecio encallado entre las tumbas.

Mientras se alejaba de la Cartuja, a lo largo de via Andrea Costa, Pierre no conseguía quitarse de la cabeza la mirada de Montroni. Daba miedo. Era gélida, sí, le hacía pensar en el hielo, en un cubito que te resbala a lo largo del espinazo. Nunca nadie lo había mirado así. ¡Mierda! El muy cabrón sabía. Sabía lo de Angela y él, se lo había leído en los ojos. Pero ¿cómo carajo había hecho para descubrirles? Y sin embargo estaba seguro, hubiera puesto la mano en el fuego. Aquella no era la mirada de alguien que se preguntaba por qué él estaba mirando a su mujer. Era la mirada de uno que sabía el porqué.

A tomar por saco Montroni. ¡Su cuñado estaba muerto y el cabrón se preocupaba por los cuernos!

Pobre Fefe. Y pobre Angela. El mundo se le venía encima. El hermano suicidado y el marido que tal vez había descubierto su traición. Estaba en la mierda. Estaba acabada. Y él no podía hacer nada.

Apretó los puños sobre el manillar, rabia y tensión le hincharon los músculos, derrapó, volvió a retomar el control, un coche hizo sonar la bocina, ¡borracho!

Pedaleó más fuerte, con la cabeza inclinada, como Coppi, quería cansarse, llegar a casa rendido y echarse en la cama para dormirse. Dormir, era lo único. No ser consciente, no pensar nada. No quería nada más. Sus problemas hacían reír comparados con los de Angela. Pero también él estaba descarrilando. En una recta, instintivamente probó los frenos. Como preparándose para detenerse justo al borde del precipicio.

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