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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 36 Bolonia, 22 de junio

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CAPÍTULO 36
Bolonia, 22 de junio

I regret to be a bad student —comentó Pierre después del enésimo error.

Fanti sonrió, tomó un sorbo de té y corrigió el enésimo error más uno:

—¿No sería mejor decir: I regret I’m a bad student?

Pierre escondió la cara entre las manos.

—Una simple cuestión de coherencia, profesor: no soy siquiera capaz de acertar la frase en la que digo que soy un pésimo alumno.

—Exacto. Así como yo sería un pésimo profesor si no comprendiera que hoy no es tu día.

—Por desgracia no es una cuestión de días, profesor…

Con el acostumbrado savoir faire, Fanti evitaba preguntas directas. Se limitaba a poner el té, a olerlo, a sorberlo con la mirada perdida. Conseguía que te sintieras cómodo con los gestos más sencillos y banales, nunca fuera de tono. Si querías hablar, estaba dispuesto a escucharte. Si querías un consejo, no se echaba atrás. Siempre que el silencio fuera domesticado por los músicos de jazz y no hubiera que limpiar el palomar y atender a las palomas.

El té wulong, con su gusto a avellana, refrescaba el paladar. La orquesta de swing refrescaba los oídos. Los pensamientos de Pierre se secaban. Su padre, Ettore, Montroni, Angela. No había hablado con nadie, ni siquiera con los mosqueteros, que ahora ya habían renunciado a arrastrarle al baile. Le parecía que nadie podía comprender una situación tan intrincada, a lo sumo la habrían aderezado con un comentario de café y adiós muy buenas. No podían ayudarle en absoluto. No le gustaba ir contando por ahí sus cosas, eso era todo. Angela decía que era puro orgullo. Pierre lo llamaba dignidad. Bien, de acuerdo, un poco de orgullo sí, pero no solo. Es que noventa veces de cada cien te conocías ya las reacciones de todos: uno te compadecía y te hacía lamentar el no haberte quedado callado; otro sugería distracciones, mujeres, vino, cachondeo, sin comprender que, cuando estás predispuesto para ello, o estás ya mejor o estás para el arrastre, y que es la vía intermedia la que te hace estar mal. Otro te salía contándote sus problemas, y uno no tenía precisamente la cabeza para escuchar, pero los peores de todos decían que aquello no era nada, o bien te trataban de bobo si sus consejos no te parecían geniales.

Dicho esto, era conveniente quitarse la preocupación de encima si se presentaba la ocasión con la persona adecuada. Lo difícil era saber por dónde empezar.

—Mi padre quiere volver a Italia —dijo al fin vuelto hacia la tacita—. Y me ha pedido que me ocupe de la cuestión, pero a mí no me parece muy buena idea. ¿Qué puedo hacer por él? Hace dos meses que me pasa una tras otra. Si pudiera, también yo cambiaría con gusto de aires.

Se detuvo un instante, echó una ojeada a las flores de la terraza. Le hacía falta un nuevo punto de partida.

Volvió a empezar con el asunto de Angela. Explicó lo de Fefe y Montroni, sin omitir nada, como delante del espejo. Como si Fanti se hubiese esfumado, entre las notas de Woody Herman y los vapores de la tetera.

—Y no acaba en absoluto aquí la cosa, lo peor está aún por llegar: para pagar a los que me llevaron a Yugoslavia, me había comprometido a dejarles utilizar la bodega del bar como depósito para el tabaco americano, ¿comprende? En fin, sí, de contrabando. El marido de Angela se enteró, porque no me perdía de vista, y quería que me pillara la policía. Solo que ella lo oyó, mientras él hablaba de ello por teléfono, y vino a decírmelo. Apenas me dio tiempo de arreglarlo todo. Luego Angela me pidió un gran favor, y tal como estaban las cosas no podía negarme. Quería que fuera a escondidas a la clínica de Montroni, para ver si en un determinado archivo había por casualidad la firma donde se decía que Ferruccio debía dejar de tomar ese famoso medicamento. Lo hice y la firma estaba allí. Ahora ella discutirá de malos modos con su marido y él la tomará conmigo, por celos, y parece que está enterado también de lo de Yugoslavia y quién sabe con qué otras cosas me puede salir, pues es un pez gordo del Partido y por más que cuente embustes, la gente lo creerá.

A pesar de todo, la expresión de Fanti delataba un cierto asombro. Un poco por lo oído y un poco porque no estaba seguro de haberlo comprendido todo. Se quedó con la barbilla apoyada en una mano, casi inmóvil, hasta que estuvo seguro de que Pierre no tenía más que añadir.

—Así pues, tu padre ha decidido volver en el peor momento.

—Eso diría yo. Y sin embargo tiempo ha tenido para decidirse.

—Ya, pero antes era distinto.

—También para mí, profesor, se lo aseguro. Además, mi padre no es tonto: si me pide de buenas a primeras que piense en su vuelta, quiere decir que las cosas se han puesto mal para él. También él sabe que tengo poco que ofrecerle.

—Antes has dicho que también tú cambiarías con gusto de aires.

Una vez más, Fanti evitaba preguntas directas. Más bien te volvía a plantear lo que ya habías dicho, te lo hacía explicar y analizar más a fondo.

—Sí, profesor, si pudiera, me iría fuera de Italia. ¿No dijo usted que los viajes suponen cambios? Cuando estás en un callejón sin salida, echas siempre de menos no poder volar.

—¿Por qué no puedes?

—¿Y cómo lo hago, profesor? Usted es alguien que ha viajado, siempre por ahí, usted encuentra natural que uno coja y se vaya. Pero yo tengo mil dificultades: no sé adónde ir, no tengo dinero para irme y mi único pasaporte es falso. Por si fuera poco tengo un padre al que ayudar, también él sin un chavo, con una causa pendiente en Italia y la policía política de Tito pisándole los talones. ¿Qué más quiere?

—Diría que cambiar de país podría ser la solución para los dos.

Pierre asintió resignado. Aquella solución se le había pasado ya por la cabeza, pero finalmente parecía traer más problemas que los que solucionaba. Podía pedirle a Ettore que le aceptara en plantilla de forma estable, el tiempo necesario para ganarse a dos emigrados clandestinos. Pero ¿cuánto podría durar la historia? ¿Cuánto tardaría Montroni en caerle encima con una acusación más grave? ¿Cómo podrían vivir una vez llegados al extranjero?

La explosión de los trombones ahogó las palabras de Fanti.

—¿Cómo dice, profesor?

—Decía, por si puede serte de utilidad, que en Inglaterra están los parientes de mi mujer. Son gente amable, te ayudarían con mucho gusto durante los primeros meses. —Sonrió—. Podría servirte para mejorar la pronunciación, ¿no?

—Bueno, no sabría…

—Piénsalo. Sin cumplidos, de verdad. Es gente acomodada, tienen una casa grande y están acostumbrados a recibir huéspedes.

—¿De veras? Gracias, profesor. Gracias de verdad. Lo pensaré.

Pierre hubiera querido añadir algo más sensato, pero no era fácil. No había palabras para corresponder a horas y horas de lecciones gratuitas, litros de té para aclarar las ideas, kilos de galletas de uva pasa, pilas de libros recomendados y prestados, Stan Kenton y Dizzy Gillespie, el viaje de la primera paloma hacia Yugoslavia, treinta mil liras nunca devueltas, largas charlas sobre política, consejos dados sin abrumarle, Kurosawa, las frases adecuadas para hablar con Cary Grant.

Y ahora Inglaterra. Los parientes de la mujer. La hospitalidad.

No era la solución a todos los problemas, pero sí lo suficiente para abrir una puerta a la esperanza.

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