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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 39 Génova, 27 de junio

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CAPÍTULO 39
Génova, 27 de junio

—¿Estás seguro de que es la dirección exacta?

—Pues sí, ya he venido antes.

El dédalo de callejones y naves discurría siempre igual fuera de la ventanilla.

—¿Cuándo se acaba este puerto?

—Nunca. Por eso es un buen sitio para el contrabando. ¡¿Cuándo va a encontrar la poli la mercancía en este laberinto?!

Aparcaron el camión. Ettore y Pierre bajaron delante de los imponentes costados de los barcos, en los que ondeaban gallardetes de medio mundo.

Pierre se encaminó detrás de su compadre con la mirada alta. Las grúas trabajaban a ritmo incesante, los descargadores se lanzaban sacos de medio quintal como si fueran balones de fútbol. Ettore le dio un codazo y tensó los bíceps, riéndose burlonamente entre dientes.

—¿Cómo has dicho que se llama el barco?

Querida. Viene de Venezuela.

—¿Cómo es la bandera de Venezuela?

—Y yo qué coño sé.

—¿Es de fiar ese Paolino?

—A ojos cerrados. Fue partisano, de los duros. Durante la guerra los SS le torturaron, le rompieron todos los dientes y él no soltó prenda.

Las letras negras campeaban sobre el costado gris: Querida, y debajo, en más pequeño, Caracas.

—Ahí está.

Ettore se acercó a un grupo de descargadores, intercambió algunas palabras con ellos, le indicaron la pasarela.

Un hombre enorme la ocupaba de lado a lado. Llevaba un jersey a rayas de manga corta y una gorra de marinero. Sus brazos azuleaban de tatuajes: sirenas y dragones se perseguían a lo largo de los músculos. Una colilla medio apagada pendía de sus labios, como parte indisoluble de la cara tostada por el sol. Imposible decir cuántos años tenía.

Torció la boca en lo que debía de ser una sonrisa: los nazis no habían dejado gran cosa allí dentro.

—Hola, Ettore. Hace ya tiempo…

—Hará dos años.

—¿Quién es el muchacho?

—Uno de los míos.

Paolino indicó uno de los almacenes.

—Acabamos de descargar los barriles.

—Bien —dijo Ettore encendiéndose un pitillo—. Dime una cosa, ¿cómo es Venezuela?

—Calurosa.

Cuando hubieron terminado de cargar los bidones de gasolina en el camión, Paolino quiso invitarles a tomar algo.

—¿Viajas mucho? —preguntó Pierre cuando hubo probado el vino.

—Siempre.

—Debe de ser interesante dar vueltas por el mundo.

El otro le miró como se mira a una mierda en la acera.

—Los puertos son todos iguales. Las mismas putas. Las mismas jetas patibularias —selló la frase con un escupitajo negruzco sobre el suelo de la tasca.

Ninguno de los parroquianos se escandalizó.

Pierre se encogió de hombros, pero no desistió.

—¿Y si uno quisiera encontrar un puesto en uno de estos barcos?

El marinero sonrió:

—¿Para ir adónde?

—Irse. No importa dónde.

La sonrisa se ensanchó.

—De vez en cuando pasa que sacas a alguien que tiene problemas con la justicia. Pero tienen que ser camaradas y tener dinero para pagar. Los contactos existen. En Sudamérica conozco a un montón de gente.

—¿Cuándo te vuelves a ir? —preguntó Ettore tratando de cortar la conversación.

—Joder, bajaremos hasta Nápoles, a la vuelta haremos escala en Civitavecchia y en Livorno. Luego volveremos arriba. Dentro de dos semanas saldremos hacia Sudamérica. Y nos quedaremos allí por un tiempo.

—El carburante se vende bien. Puedo colocar todo el que quieras.

—Lo tengo en mente.

—Ahora es mejor que movamos el culo. Hemos de estar en Bolonia esta noche. Adiós, Paolino.

—Adiós, viejo, nos vemos la próxima.

—Bueno, ¿qué?, ¿se te ha comido la lengua el gato? —preguntó Ettore mientras salían de la ciudad.

—¿Cómo…?

—¿Es que piensas en tu chavala o te estás durmiendo? ¡Ojo a la calle!

El puerto se ofrecía en toda su amplitud ante ellos. A aquella distancia los barcos se asemejaban a juguetes, pero a Pierre le parecía recordar aún todos los nombres.

Albatros, Marseille. Fathers Blessing, Monrovia. Saint George, Plymouth. Catarina, Buenos Aires. El Loro, La Habana. Querida, Caracas.

—Necesito dinero, Ettore. Quiero decir, aparte del que aún te debo.

El amigo le lanzó una extraña mirada.

—¿Para ir a Sudamérica?

—Si tienes algún buen trabajo, tenme en cuenta. El riesgo no me asusta.

Ettore rió sarcástico.

—También para ti se presentará una buena oportunidad.

El arco del golfo de Génova se extendía hacia el mar. Los barcos eran flechas apuntadas en mil direcciones.

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