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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 43 Bolonia, 30 de junio, poco después del eclipse

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CAPÍTULO 43
Bolonia, 30 de junio, poco después del eclipse

La Cartuja estaba semidesierta. No era día para visitar muertos. En verano la gente pensaba en la vida, además casi todos estaban en la plaza o en las colinas contemplando el eclipse.

Los cementerios no le producían tristeza. Cuando iba a ellos se ponía siempre a leer los nombres en las lápidas, con las fechas, la foto, las frases en latín, y a preguntarse qué tipo de vida se escondía detrás de cada una de las tumbas. Imaginaba existencias truncadas en un suspiro, o bien consumidas largamente, hasta la última gota. Pensaba en los parientes y amigos que habían dejado aquellas personas.

Había llegado anticipadamente y mató el tiempo haciendo lo mismo. Dando vueltas por ahí, con las flores en la mano. Cuando comenzó a latirle el corazón con fuerza supo que había llegado. Alzó la mirada y la vio.

No fue a su encuentro, tomó la senda y llegó a la tumba, donde se quedó esperándola.

También Angela había traído flores. Unos lirios blancos.

Pierre pensó que aquella mujer tenía más clase que muchas hijas de burgueses. Era algo innato, tal vez. O simplemente era gusto, cuidado de los detalles, saber estar en el mundo con gracia.

En la foto Fefe aparecía sonriente.

Tenía que decírselo. Tenía que decirle muchas cosas y no sabía por cuál empezar.

Ella le miró. Tenía las facciones más distendidas y una extraña luz en los ojos.

Pierre se sintió casi asustado.

Ella puso las flores en el jarrón.

—Quería decirte que he decidido irme.

La frase le impresionó como un puñetazo.

Le salió solo un murmullo:

—¿Adónde?

—Todavía no lo sé. Tengo un poco de dinero ahorrado. Pero aquí no puedo quedarme.

Tenía que pedírselo, ahora o nunca.

—Ven conmigo. También yo quiero irme. Ya no aguanto más todo esto.

Angela le obsequió con el esbozo de una sonrisa, la primera al cabo de semanas.

—No, Pierre. Me voy sola.

Las palabras le quedaron atrapadas en la boca.

Pierre percibió un mal profundo dentro de ella, algo que la marcaría para siempre, una barrera de odio y de dolor levantada contra el mundo.

Ella desvió la mirada hacia la tumba.

—Es la única manera de dar un sentido a lo que ha ocurrido. Para que Fefe no haya muerto en vano. Él quería que yo fuese libre.

—Quería que fueses feliz, Angela.

—Cuando comprendió que no podía serlo, decidió liberarme. Nos dio una lección, Pierre, nos la dio a todos. Él era demasiado débil para rebelarse. Y yo ahora estoy demasiado triste. No he podido elegir en toda mi vida. Alguien o algo ha elegido siempre por mí. La necesidad, la mala fortuna. Ahora estoy sola. Quiero volver a empezar desde cero, pero en otro lugar. Aquí hay recuerdos desagradables.

A Pierre le entraron ganas de llorar, pero se contuvo.

—¿También yo soy un recuerdo desagradable?

De nuevo esa media sonrisa.

—No. Pero también tú deberías decidir por ti mismo. No puedes seguir en la cuerda floja. Lo que tienes no te basta y lo que quieres yo no puedo dártelo.

—Yo te quiero a ti.

—No es cierto. Ninguno de nosotros dos sabe lo que quiere. Lo único que sabemos es que aquí no tenemos futuro. Por eso hemos de irnos, cada uno por su lado.

Angela le parecía gigantesca, como si siempre la hubiera infravalorado, como si ahora la persona a la que había querido fuera otra, mil veces más dura y fuerte que él. El dolor la había afectado profundamente, la había vuelto de hierro.

Ella le acarició una mejilla con la mano.

—Te quiero, Pierre. Pero no puedes compartir mi dolor. Nadie puede hacerlo.

Pierre volvió a oír el golpe de aquella puerta que se cerraba, dejándole en la oscuridad.

No se le ocurrían frases brillantes que pronunciar. No contaba la expresión de la cara o la mirada adecuada. Se quedó allí, inmóvil, mientras ella le decía adiós.

—¿Puedo pedirte al menos un último abrazo?

Ella meneó la cabeza.

—No. Mejor que no.

—Un abrazo no se le niega a nadie.

Lo miró como se mira a un niño. Se detuvo en la camiseta ajustada y los pantalones ceñidos.

—Pareces un boxeador a punto de soltar un puñetazo.

Lo dijo con ternura. Lo quería. De verdad.

—Adiós, Pierre.

Echó a andar por la pequeña alameda.

Pierre se tragó el nudo en la garganta. ¿Era así como terminaba todo? ¿Era así como la dejaba irse?

Ninguna lágrima. Ninguna voz rota. Estar a la altura de las circunstancias.

Apretó los dientes, la alcanzó y le puso en la mano una hojita.

Angela le miró perpleja.

—Es la dirección de una familia inglesa. Me la ha dado Fanti, de él me fío: es una buena persona. Fanti les escribirá, te ayudarán. Ve con ellos, Angela.

Por un instante vio brillar en los ojos la misma luz que le había hecho enamorarse.

Comprendió que le bastaría. Para toda la vida, si era necesario.

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