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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 44 Bolonia, 1 de julio

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CAPÍTULO 44
Bolonia, 1 de julio

Diez horas conduciendo, tres cafés, dos pastillas de simpatina.

Al amanecer en el extrarradio de Siena. Florencia, otra pastilla, Bolonia.

Aparcar el coche. Dar instrucciones a Cabezademierda. Separarse.

Mañana de sondeos.

Los bares, las plazas principales, las paradas de los taxis. Los taxistas saben todo de todos. Dan vueltas, oyen, ven. Se sienten a sus anchas en el mercado negro. Transportes al por menor y contactos.

El sol de las ocho calienta la plaza. Una paloma picotea una corteza de pan. Se forman corrillos al pie de una especie de castillo.

Son ganaderos. Son campesinos. Discuten la compra de vacas, quintales de remolachas, patatas y becerros. Pero ¿dónde carajo has ido a parar? ¿A la Edad Media?

Hazles cualquier pregunta. Un tal Ettore, cierto camión. Recibe miradas perdidas. El retrato robot corre como un eco. Uno que se dedica a los transportes entre Nápoles y aquí. Recibe comentarios indescifrables y menear de cabezas. Último encuadre: el palurdo en primer plano tiene los bigotes de morsa más increíbles que se hayan visto nunca.

Señala hacia un bar del otro lado de la calle.

—¡Stiiiv!

Corre a tu encuentro gesticulando y gritando. Clavas en él los ojos y hundes el índice entre nariz y barbilla. ¿Cuándo coño aprenderá a estarse callado?

Llega a tu lado. Le golpeas el hombro, lo arrastras hasta la pared.

—¿Qué coño gritas?

—Lo he encontrado, Stiv, ¿estás contento? Tiene una nave justo detrás del nuevo hospital, desde aquí es todo recto.

El nuevo hospital es una enorme obra polvorienta. El hombre detiene la excavadora e indica, pasados los andamios, la zona de las naves.

Almacenes de ladrillos, cocheras de los ferrocarriles, vertederos de chatarra. Echas el freno de mano, bajas, preguntas. Sales, vuelves a subir, pones de nuevo la marcha.

El sueño lo asalta. La simpatina lo rechaza. Diana al cuarto intento. Un tipo con aire de estúpido.

—Ettore no está, ha salido para el reparto.

—No importa: tal vez usted pueda ayudarme. Ando buscando un televisor. El señor Cammarota, de Frosinone, me ha dicho que deberían…

El estúpido le interrumpe:

—¿Un televisor? Sí, sí, espere, me parece recordar. ¿Un bonito televisor grande?

—Bonito y grande, sí.

—Entonces es él. Lo entregamos en un bar de San Donato.

Bar Aurora. Ya estamos.

Empujas la puerta, un vistazo al local. Los viejos alzan la cabeza de las cartas. Ningún televisor, pero hay otra sala al fondo y se oye el entrechocar de las bolas de un billar. Una esperanza.

—¿Qué desea?

—Solo información: busco un televisor, grande, de marca americana, me han dicho que tenían uno.

—Lo teníamos.

Shit! Armas fuera. Toni, prepara el cañón: estos nos la pagarán aunque no la tengamos.

—Lo tenían. ¿Y luego qué?

Uno de los viejos se vuelve en la silla.

—Además era una porquería, no había forma de que funcionara. Así que le dijimos al que nos lo vendió que nos lo cambiara y han pasado ya diez días sin que a ese majadero se le haya visto más el pelo.

—¿Se refiere a Ettore?

—No, qué va. Se llama Gas, es decir, Castelvetri. Gaggia, tú que tienes memoria, ¿cómo se llama de nombre?

—Adelmo.

—¿Adelmo Castelvetri? ¿Saben también dónde vive? Puedo pagar una buena suma por ese televisor.

—Me parece que está en via Mondo, ¿verdad, Gaggia?

El cigarrillo número cincuenta desde el comienzo del viaje termina en la boca sin que se dé ni cuenta. La voz del viejo:

—Cuando lo encuentre, ¿le importaría darle un par de pescozones de nuestra parte?

El portalón está abierto.

—Ya estamos, ¿eh, Stiv? ¿Estás contento?

No te quedan ya fuerzas para cabrearte.

—Mira los timbres, vamos.

Primer piso: Galassi… Mazzanti… Zaccheroni… Segundo piso: Alvisi… Monari…

Castelvetri.

—¿Quién es?

—Un paquete del bar Aurora.

Abre. Cabeza rapada reluciente. Reflejo condicionado: un pie contra la puerta.

—Nos han dicho que quiere vender un televisor.

—¿Un televisor? —El tipo palidece desde el mentón a la nuca—. Pues les han informado mal, no tengo ningún televisor. Hasta la vista.

Empuja la puerta sin conseguir cerrarla. Un golpe de antebrazo la abre de nuevo.

En el instante en que lo aferras por el cuello, la voz del muchacho:

—¡Stiv, mira, el televisor!

Está en el suelo, debajo del colgador. Una telaraña de grietas cubre la pantalla. Está reventado.

Te quedas ciego. Cerebro FUERA DE SERVICIO. Solo ves una mancha luminosa. Gritas como un animal herido. Sueltas el golpe justo en la nuca. Cae al suelo. Le das la vuelta con un puntapié, le caes a plomo sobre el pecho. Ruido de costillas rotas.

—¿Dónde está? ¡Dime dónde está!

Lo abofeteas. Una que va y otra que viene. Se lametea un diente que ha saltado y trata de hablar.

—¿Queeé?

La mano debajo de la mandíbula, como si fuera una botella de champán que haya que descorchar. Un brindis por Steve Cemento.

—Lo que había en el televisor, asshole. Sácalo. Enseguida. Salvatore, registra esta casa de arriba abajo.

Pánico a nivel estelar.

—Estaba vacío, lo juro.

—Imbécil, capullo. Tenías demasiada prisa por cerrar la puerta.

—Lo juro.

Cuidado. Si ahora te dejas llevar, te lo cargas. Nada de errores inútiles. Control. Estilo cementero.

Te hurgas en un bolsillo. Chascas la navaja. Se la pasas por debajo de la nariz.

—¿Dónde?

El vómito le impide hablar. Es probable que también se haya cagado.

—En la cama, dentro de la almohada. No me mates, te lo ruego.

Corres a la habitación. Revientas la almohada.

Rien ne va plus.

Quince.

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