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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 48 Bolonia, 2 de julio

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CAPÍTULO 48
Bolonia, 2 de julio

El tranvía iba medio vacío. Pierre fue a sentarse al fondo y abrió la ventanilla.

Bastante dinero, había dicho Ettore. ¿Cuánto?

Un viaje arriesgado. ¿Adónde? ¿De qué se trataba?

Pierre se había saltado las preguntas para acudir a la llamada, pero antes de subir al camión pediría alguna respuesta.

Riesgo quería decir mercancía que quema en las manos o probabilidades muy altas de control, como por ejemplo el paso de la aduana.

Bastante dinero quería decir lo suficiente para saldar la deuda con un buen superávit. ¿Cien mil? Era el triple de su sueldo mensual.

Hipótesis sin sentido. Lo mejor era esperar.

Desocupado, el cerebro se volvió a encontrar con un nuevo inquilino.

Quién sabe si Angela había ya hablado con Montroni. Quién sabe qué se habrían dicho. Pierre se la imaginaba fría, resuelta, tal como la había visto después de la muerte de Fefe. ¿Qué le contaría del expediente clínico? ¿Sospecharía Montroni de él? ¿Se vengaría? Sin duda. La partida de Angela era una patada en el culo a sus incertidumbres. El enemigo no le daría ya tregua. El enemigo era muy poderoso. El viaje a Génova había caído que ni pintado. El dinero de Ettore, más aún. Las primeras cosas oportunas en el momento oportuno que le pasaban desde comienzo de año. Quizá era una buena señal. Un cambio de tendencia. Mejor no hacerse ilusiones.

Angela. Es extraño pensar de una persona tan próxima que podrías no volver a ver más. Sientes abrirse un vacío, pero no en el futuro, que casi siempre lo está. Es el pasado el que parece hundirse, pasar una vez por todas, convertirse en fotografía.

Incluso antes de verla en la Cartuja, Pierre sabía que Angela quería partir. Le había cedido el contacto de Fanti en Inglaterra.

Lo había hecho porque ella lo necesitaba más. Aunque fuerte, no dejaba de ser una mujer sola, adúltera, sin trabajo, sin un lugar adonde ir.

Pero lo había hecho también por sí mismo. Para dejar que un hilo finísimo les siguiera atando, el único que ella no cortaría al momento. Si decidía ir a Londres, él sabría dónde encontrarla. Fanti le daría noticias suyas. Podría escribirle.

Un brusco frenazo interrumpió sus pensamientos.Tenía que bajar.

Encontró a Ettore que llevaba dos bidones de carburante hacia el camión.

—Aquí me tienes.

—Perfecto. Ayúdame a acabar de cargarlo y nos vamos.

Pierre cogió uno de los bidones y el gran embudo.

—¿Adónde hay que ir?

—A Francia. Cerca de la frontera.

Hipótesis confirmada.

—¿Y cuánto nos pagan?

—No he hecho aún las cuentas. Pero para ti son más o menos ochenta mil.

—Bien. ¿Echo una mano para cargar?

—No, tranquilo, no hay que cargar nada.

—¿Nada? ¿Y qué transportamos, entonces?

Ettore señaló a un tipo robusto que se estaba acercando.

—A él.

Pierre miró mejor. Tenía un aire familiar.

¿Dónde lo había visto?

¡El cretino de la paloma!

Zollo se plantó delante de los ojos incrédulos de Pierre.

La mente del americano se vio asaltada por la imagen del muchacho doblado en dos por el vómito, en el barco de vuelta de Yugoslavia. La jaulita con el ave entre las piernas. El embudo de la mente se obturó de pensamientos.

A Zollo no le gustaban las coincidencias.

No formuló ninguna hipótesis. No quería hacerlo.

Frunció apenas el entrecejo. Dio un paso adelante.

Dijo:

—Cary Grant no ha estado en Yugoslavia en su vida. Y tú no has hablado nunca con él. Me lo dijo él en persona. Eres un capullo.

Se dirigió al camión.

Ettore estaba terminando de comprobar los neumáticos.

—Hemos de hacer un largo viaje, es mejor que sepamos nuestros nombres.

El americano asintió:

—Zollo.

—Bergamini.

Se estrecharon la mano.

—¿Ese de ahí viene con nosotros? —preguntó Zollo señalando a Pierre.

—Sí. Es mi ayudante.

—¿Es de fiar?

Ettore señaló el almacén, donde Pagano trataba de atrapar la pistola del aire que había accionado inadvertidamente, como si luchase con una serpiente.

—¿Y el tuyo? —replicó Ettore.

Ninguno de ellos añadió nada más.

Los dos pasajeros subieron atrás, a la caja, donde habían preparado unos asientos rudimentarios con sacos y mantas.

Ettore se puso al volante, Pierre en el asiento de al lado.

Cuando el morro del camión asomó por el callejón, Pierre sintió que un estremecimiento le recorría el espinazo. No habría sabido decir por qué, pero tuvo el instinto de volverse hacia atrás y lanzar un vistazo al almacén.

—Pero ¿tú conoces a ese? —preguntó Ettore.

—Le vi en el barco de vuelta de Yugoslavia. Era uno que daba órdenes.

—¿Y qué transportaba?

—No lo sé. Pasajeros a bordo no vi.

—¿Y qué pinta Cary Grant?

—Es una historia demasiado larga, y empiezo a pensar que fue un sueño.

Todas las veces que subía al camión al lado de Ettore, Pierre veía, como desde lo alto de una torre, los senderos tortuosos que le habían llevado allí, cada vez más lejos de la vida «normal», de aquello que la gente respetable considera lícito. Un emigrante clandestino, sin documentos, en el barco de un contrabandista, luego la bodega del bar transformada en depósito de tabaco americano, luego Génova, el robo en el archivo de Villa Azzurra y ahora este otro viaje que el mismo Ettore calificaba de «arriesgado». Por encima de todo, pertinaz como una artrosis, la cartera vacía. El James Bond de los pobres.

—Quisiera hacerte una pregunta: ¿cómo es que terminaste dedicándote a este oficio? —preguntó Pierre mientras el camión bajaba dando tumbos por el Pontelungo, extremo occidental de la ciudad.

—Era justo el camino intermedio entre atracar bancos y trabajar en una fábrica —respondió Ettore mirando al frente.

Permaneció en silencio hasta Borgo Panigale, se agenció un cigarrillo y retomó el hilo.

—En realidad, también intenté dedicarme a otro oficio, pero no iba conmigo. Aprendí a conducir el camión con los soldados, y después de la guerra me puse a hacer eso. Todo bien, salvo que el patrón pagaba poco, y yo para sacarme dos cuartos me ponía de acuerdo con las empresas y empleaba el camión para mis negocios. Un día el patrón me pilló y me echó. Entonces decidí: voy a trabajar por mi cuenta. Tenía algún dinero ahorrado, y un poco más que me prestaron, total que me compré una camioneta.

—¿Y trabajabas solo?

—Sí, sobre todo para cooperativas. Ese fue el problema. En el cuarenta y nueve me echaron del Partido y las cooperativas me dieron la espalda. Entonces apareció Bianco, un viejo compañero de la brigada: si quieres, yo te doy un trabajo.

—¿Y cómo es que ellos estaban metidos en el contrabando?

Ettore sonrió:

—También yo les hice la misma pregunta. Bianco me dijo: «Ettore, escúchame: Italia es una bota, nosotros hemos tratado de lustrarla, pero el sitio de una bota es siempre el barro. Antes, por lo menos, las cosas estaban claras: todos sabíamos que si no tenías el carnet del Partido Fascista no podías trabajar y recibías incluso palos. Ahora se comportan de forma más sucia, porque tenemos la democracia. La ley no es igual para todos. Si tienes amigos, si haces favores por ahí, puedes dedicarte a tus trapicheos, te haces rico y nadie viene a decirte nada. De lo contrario, ¡qué va! Esto no se puede hacer, esto otro tampoco. Y mientras tanto los verdaderos delincuentes hacen millones. Entonces, yo te digo que mi guerra, ahora que no se puede ejecutar a nadie, es darles por saco a todos esos delincuentes, a sus amigos y a quien les defiende, y hacer dinero ante sus narices».

—No andaba muy equivocado —comentó Pierre divertido.

—En efecto, me convenció.

A Pierre le hubiera gustado saber algo de la expulsión de Ettore del Partido, pero pensó que ya había hecho bastantes preguntas. Quedaba mucho viaje por delante. Podía guardarse algo para después.

—Stiv, pero ¿ahora yo qué hago?

La voz de Pagano le llegó desde otra dimensión, por encima del ruido del motor.

No era un viaje cómodo, la caja estaba sucia y los sacos sobre los que estaban sentados eran duros.

—¿Has oído, Stiv? Ahora yo… —subrayó la idea señalándose con el índice el pecho—, ¿qué hago?

El muchacho tenía una cara extraña, parecía resignado a una idea nefasta.

—Stiv, pienso que quieres matarme igual que se mata a los perros sarnosos. Y como seguro que no me lo vas a decir, esperas a que me eche a dormir o que me vuelva del otro lado, así: «Cabezademierda, pásame esa manta», me doy la vuelta, y tú, pfff, con tu pistola que no hace ruido. Luego me tiras a la cuneta apenas el camión disminuya la marcha.

Zollo no dijo nada, encendió un pitillo sin mirarle.

—Bueno, en definitiva, Stiv, lo que quería decirte es que lo comprendo. Es decir, no es que me guste la idea de morir, más bien me asquea y estoy muerto de miedo, pero sé que no puedes dejarme andar por ahí. Porque he comprendido cómo están las cosas. Tú no puedes en absoluto dar marcha atrás. Has dejado plantado a don Luciano —Pagano se santiguó como si hubiera mentado al mismísimo diablo— y ese te hace matar por una simple bofetada, así que imagínate por la droga. Nos despelleja vivos a los dos y con las pieles se limpia los zapatos. Y de mí no te puedes fiar, porque soy un desgraciado y un inconsciente. —Se encogió de hombros, bajando la cabeza—. Sabes, Stiv, yo me he divertido buscando el televisor. Hemos ido por ahí, hemos visto un montón de sitios, hemos corrido con el coche, yo mismo lo he conducido cuando tú estabas en la cárcel, hemos ido al extranjero, al casino, le gané todo ese dinero al chino y luego hice una película, una película americana, que cuando la vean en el cine de mi barrio se van a quedar sin habla y a agachar la cabeza delante de Kociss. —Sonríe—. Total, sé que aunque viviera noventa años, Salvatore Pagano no podría hacer más que esto. Era lo único que quería decirte, y te lo digo porque me lo he estado pensando mucho. Que aunque decidas pegarme un tiro, yo no tengo nada contra ti. Yo vendí el televisor y te he metido en este lío.

Guardó silencio, como si esperase una respuesta.

Luego, en voz baja, agregó:

—Entonces, Stiv, ¿qué piensas hacer? ¿Me pegarás un tiro?

—Escúchame bien —dijo Zollo masajeándose las sienes—, ya no quiero oír ni el vuelo de una mosca, ¿entendido? Tengo que pensar. Si sigues hablando no lo consigo. Cuando estemos del otro lado de la frontera recibirás tu parte y te irás a hacer puñetas donde te parezca. Basta con que estés lejos de mí, okay?

Pagano desorbitó los ojos, mientras una curva lo tumbaba hacia atrás:

—Gracias, Stiv, sabía que eras un amigo. Yo no creía de veras que quisieras matarme, lo decía solo por decir, porque, total, sí, pongamos, quiero decir: pongamos que hubieras querido matarme, yo lo habría comprendido, no digo que te perdonara, pero…

Zollo sacó la S&W y le apuntó debajo de la nariz:

—Si no te callas, acabaré cambiando de idea.

Pagano pidió excusas, se cruzó de brazos y se quedó callado.

Zollo sintió que le ardía el estómago: café, simpatina y cigarrillos no era el desayuno de los campeones.

Piensa, Steve, piensa.

El muchacho no era un problema. Lo único que tenía que hacer era quitárselo de encima para que pudiera concluir el intercambio. Luego le daría su dinero y adiós muy buenas.

El problema era otro. Toni había dado garantías para todos y de Toni podía uno fiarse. Pero los imprevistos podían ser muchos. A esas alturas Luciano habría descubierto el pastel. No podía dar aquel salto en la oscuridad a solas, necesitaba una cobertura. Alguien que le cubriera las espaldas el tiempo necesario para coger el dinero y pirárselas. Sospel era un pueblo de cuatro casas, él debía llegar a una ciudad, con una estación de tren o de autobuses y desde allí irse a París. Y de París a Sudáfrica.

¿Qué le había dicho en una ocasión el viejo Sam Giampa, mientras rompía los brazos a los esquiroles de los docks? «La profesionalidad, Steve, es dar el máximo incluso en las peores condiciones.»

Le hacía falta un medio de transporte y un compadre determinado. Lanzó un vistazo en dirección al habitáculo: quizá el destino le había puesto en sus manos a la persona adecuada.

Última carrera, Steve, la recta final. Últimos detalles de un plan improvisado que está llegando milagrosamente a buen fin.

Unas pocas horas más y todo habría terminado. Steve Cemento se desvanecería para siempre.

Ánimo, Steve, ya casi estás.

Llamó tres veces al tabique del fondo y oyó que el vehículo ralentizaba. Zollo hizo una seña a Pierre para que se metiera detrás, en la caja. El muchacho bajó. No consiguió aguantarse.

—Sir… Quería decirle… Es muy dueño de no creerme, pero yo a Cary Grant lo conocí de verdad.

En Yugoslavia.

Zollo lo miró de arriba abajo.

—Cuando termine esta historia, me explicas qué hacías en el barco con esa paloma.

Fue a sentarse al lado de Ettore.

Cuando el camión volvió a arrancar, los dos se quedaron en silencio, uno concentrado en la carretera, el otro en la noche que les rodeaba.

Zollo no era capaz de orientarse, no conocía aquellas carreteras. Parecían avanzar en medio de la nada, Ettore corría en la oscuridad estival como si tuviera un radar en el cerebro. Pero allí fuera no había nada, campos tal vez, casas. Muy raramente se cruzaban con los faros de un coche. Por lo demás, podían ser perfectamente los últimos cuatro hombres que habían quedado sobre la faz de la tierra.

—¿Entonces? —preguntó Ettore mientras se encendía un pitillo.

Zollo hizo lo propio, ya no los contaba.

—Tengo un problema.

Ettore asintió:

—Lo sé. Estás solo.

Zollo notó como una punzada en la base del cráneo, el piloto que se encendía cuando los presentimientos sobre una persona se revelaban certeros.

Hizo el ofrecimiento:

—Si me cubres las espaldas hay un montón de dinero también para ti.

—¿Qué vamos a hacer?

—Un intercambio.

—¿De qué?

Tenía que decírselo: alguien que arriesga la vida quiere saber por qué lo hace.

—Droga por dinero.

Ettore no se inmutó, los ojos clavados en la carretera.

—¿Cuánto?

—Lo suficiente para cambiar de oficio y trasladarse a un lugar cálido.

De nuevo silencio.

—¿Quién te está esperando?

—Los compradores. No deberían andarse con bromas. Pero nunca se sabe. Otra gente podría andar tras mis pasos.

Ettore asintió, había comprendido que con todas aquellas prisas el amigo americano le había dado por saco a alguien. Alguien que debía de tener un cabreo del demonio.

—La droga no es tuya, ¿verdad?

Zollo no respondió, no era necesario hacerlo.

—¿Por qué hemos de fiarnos el uno del otro? —preguntó Ettore.

Zollo escrutó de nuevo la nada de la llanura padana más allá de la ventanilla. No había muchos argumentos a los que echar mano.

—¿A cuántas personas te has cargado? —preguntó a quemarropa.

—No lo sé. En la guerra no las cuentas.

—Entonces estamos empatados. Y nos la jugamos a la par.

Ettore pensó que era una buena respuesta. Ambos sabían que los escrúpulos se habían quedado en tierra, apenas había salido el camión. Sabían que eran tipos peligrosos. Única garantía: la determinación.

—De acuerdo.

Zollo abrió el maletín y sacó otros fajos de francos.

—Un segundo anticipo.

Ettore le lanzó apenas una mirada:

—Mételo de nuevo dentro. Las cuentas se hacen al final.

Zollo sintió de nuevo la punzada en la base del cráneo.

Indicó la caja:

—¿Y los muchachos?

Ettore asintió:

—Se quedan en el camión. Recibirán su parte. Pero si debo cubrirte quiero el campo libre. Tengo un par de viejas Luger que les resultarán muy oportunas.

El camión volvió a arrancar de golpe. Los ojos no estaban habituados aún a la oscuridad. Perdió el equilibrio y fue a caer entre los brazos del napolitano.

Una voz preguntó:

—Pero ¿qué haces, me metes mano?

Pierre se dejó caer de lado, sonrió y tendió una mano en la oscuridad:

—Me llamo Robespierre Capponi, disculpa.

—Yo soy Salvatore Pagano, y mi apodo es Kociss, como el futbolista y el jefe indio. ¿Me podrías repetir el tuyo, que no he comprendido nada?

—Robespierre. Es un nombre francés. Robespierre era un revolucionario francés. Aunque todos me conocen como Pierre.

Kociss seguía sin comprender. ¿Robequé? En cualquier caso, bastaba el sobrenombre: Pier. Oh, Dios, ¿no sería acaso de la acera de enfrente? Ya se sabe que los nombres franceses… Cerca de su casa vivía uno gomoso, uno que enseñaba el oficio a los travestis jovencillos y todos le llamaban Yac, por más que su nombre fuera Antonio. En resumen, con todos los nombres que había, ¿qué necesidad había de elegir uno francés? Pero tal vez el tipo no era marica. Quizá solo era francés.

—¿Naciste en Francia?

—No. Cerca de Bolonia. No he estado nunca en Francia.

—¿De veras? ¿No has estado nunca en Francia? Ah, lástima que nos quedemos poco, Pier. Porque Francia es un gran país. Hay unas tías buenas como no puedes hacerte idea. Hablo por propia experiencia: yo en Francia estuve hace un mes, para rodar una película.

—¿Una película? —Quién sabe lo que entendía ese por «película».

—Te parece extraño, ¿eh? Ahora porque estamos en la oscuridad, pero estoy seguro de que si me miraras mejor a la luz, me reconocerías. Seguro que me has visto, tengo una cara que se queda grabada. Por eso me llaman los directores.

—¿Y qué películas has hecho en Francia? —La pregunta dejaba traslucir una punta de guasa.

Kociss se agarró el flequillo en una mano:

—Maldita sea, nunca me acuerdo del nombre, es un nombre americano y no consigo retenerlo en la cabeza. Pero puedo decirte cómo se llamaba uno de los actores, el mejor de todos: uno que antes de nombrarlo hay que lavarse la boca con jabón, espera, espera, ¿Gary Grent?

Cary Grant —corrigió Pierre, convencido de que el napolitano le estaba tomando el pelo. Tenía que haberse puesto de acuerdo con ese otro, mister Roca, que había preguntado a Grant en persona si por casualidad había estado alguna vez en Yugoslavia. Era probable que en la parada siguiente Ettore le contase que Cary Grant hacía de enlace entre la Estrella Roja y el Mando Aliado. Eso era lo que más le fastidiaba. Haber conocido a un mito y no poder contarlo. Como la historia del náufrago y de Marilyn Monroe en la isla desierta. Ella se enamora perdidamente. Al quinto día de sexo desenfrenado él va y le dice: «Marilyn, si de verdad me quieres, disfrázate de hombre y encontrémonos en el otro extremo de la isla». Ella piensa que se trata de un juego erótico. En cambio, apenas se encuentran de nuevo él le guiña un ojo, le suelta un codazo en las costillas y dice: «¡Oh, Gianni, no sabes qué me ha pasado! Increíble: hace cuatro días que me estoy tirando a Marilyn Monroe».

—No me crees, ¿verdad? —La voz de Kociss era de desconsuelo—. Ah, lo sé: conoces a uno en la caja de un camión y va y te suelta que ha hecho una peli con Cary Grant y Winston Churchill. Pero ¿tú a quién quieres tomarle el pelo? Te comprendo, pero cuando se estrene la película, fíjate bien en la escena de la pelea en medio de las flores. En el de la camisa marrón.

—Mira, yo te creo —le interrumpió Pierre—. Te creo porque también yo conocí a Cary Grant, y cuando he tratado de contarlo, se me han reído en las narices.

Hubo un instante de silencio.

—¡Ah, pero entonces tú también has hecho una película con Cary Grant!

—No, le conocí en Yugoslavia. Unas personas le estaban disparando y mi padre y yo le salvamos la vida.

—Ah. Comprendo.

Pero ¿le tomaba por un imbécil? ¿Era una forma de decir que no le creía una palabra? O bien como cuando uno cuenta una cosa y va el otro y suelta una más gorda todavía. Como el tipo con tres huevos que en el tranvía se acerca y dice: «¿Sabes que entre los dos tenemos cinco huevos?». Y el otro le responde: «Oh, pobrecito, ¿tú solo tienes uno?».

Kociss enlazó las manos detrás de la cabeza y se abandonó sobre los sacos.

Pierre hizo más o menos lo mismo, acunado por las sacudidas y por el motor. Un instante antes de dormirse, consiguió captar el comienzo de un largo monólogo.

—Oye, cumpa’, yo de todas formas a Cary Grant lo he conocido de veras, ¿eh? Y tampoco te estaba tomando el pelo con lo de la película, he exagerado en lo de actor, pues a fin de cuentas aún estoy empezando, fue una casualidad, hice de extra, pero me dijeron todos que muy bien, incluso me pagaron, y estoy seguro de que algún director italiano… Oh, Pier, pero ¿me estás escuchando?

En la guerra no los cuentas.

Cierto que alguno los contaba, hacía muescas en la culata del fusil.

En los enfrentamientos en medio de los bosques era difícil comprender quién mataba a quién.

También en Porta Lame había sido difícil. Había niebla. Había gases lacrimógenos. Ettore estaba seguro de haber matado por lo menos a quince, disparando con la Thompson y lanzando dos granadas.

Eran muchos, en Bolonia. Más de cien partisanos, entre la base en ruinas del Ospedale Maggiore y la del palacete de via del Macello. Al amanecer del 7 de noviembre los alemanes habían rodeado el palacete y capturado a algunos centinelas. La batalla había comenzado a las siete. Los alemanes, con el apoyo de las brigadas negras, disponían de fusiles, ametralladoras, antiaéreas y dos cañones. Disparaban también desde los tejados de los edificios vecinos. En el bando contrario, solo armas automáticas, fusiles y granadas. Al cabo de cinco o seis horas de ataque, con el palacete prácticamente arrasado, los partisanos habían logrado desplazarse y parapetarse en otro edificio.

Los alemanes habían hecho intervenir a un tanque, lo habían hecho entrar en el patio y gritaban: «¡Rendíos!». Se había encontrado una escapatoria a lo Houdini (el mago, no el verdulero de la Cirenaica): tras echar abajo un muro, habían escapado a la parte del canal, lanzando gases lacrimógenos para cubrir la retirada y dividiéndose en pequeños grupos. Incluso, habían conseguido evacuar a los heridos. A media tarde habían llegado los refuerzos, el destacamento gappista del pueblo de Medicina. Alemanes y fascistas, cogidos por sorpresa, habían escapado dejando detrás de ellos doscientos dieciséis muertos, bastantes heridos y los vehículos cargados de munición.

Los partisanos habían tenido únicamente doce bajas.

Nunca había hecho un trabajo así. Pero la apuesta valía la pena. Había dinero de por medio. Y estaba también la sensación del estremecimiento en el espinazo. Desde hacía demasiados años no arriesgaba el pellejo. Su vida se había vuelto chata. Ninguna gran alegría, ningún gran dolor, ninguna gran rabia. Muchas mujeres, pero ninguna relación importante. Aventuras de una noche. Horas y horas pasadas con Palmo, un deficiente mental.

De haber muerto en Porta Lame, o arriba en la montaña, a estas horas mi cara estaría en el monumento a los caídos de la piazza del Nettuno. Con mis amigos, para siempre. Con los caídos del grupo Valanga, con Dubat, que se suicidó en una cueva para no dejar que lo cogieran los alemanes, con Carioca, Ettore Bruni, Edoardo, Ribino, Aldo, Ferro, Silenzio, Renato. Con Stelio, torturado durante treinta y seis horas en via Siepelunga, igual que Irma Bandiera, que Sante Vincenzi la noche antes de la Liberación. Stelio desfigurado, desgarrado, colgado en via Venezian. «Se ha hecho justicia», tituló Il Carlino.

En cambio, si muero esta noche, ¿qué se recordará de mí? Que era un contrabandista, un malhechor. Me han expulsado de todo, no tengo derecho a ser recordado como partisano.

Quién sabe lo que escribirá Il Carlino, si muero esta noche.

Hubiera tenido que morir en Porta Lame. En cambio aquí me tienes, encargado de proteger a uno que transporta droga. Un tipo que da miedo. Quién sabe si es amigo de ese famoso Steve Cemento, ese que mencionan para asustar a los golfillos.

Me parece que, en ese ambiente, nadie es amigo de nadie.

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