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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 49 Sospel, 3 de julio

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CAPÍTULO 49
Sospel, 3 de julio

Las 2.40 de la madrugada. Sospel. Cuatro casas clavadas. Aire cortante. Alrededor: bosques y montañas.

Adelante despacio. Los faros descubren un cartel: RELAIS L’ETAPE, 500 M. La carretera blanca sube entre los castaños.

Zollo hace una seña a Ettore. Hemos llegado.

El camión aparca en el cruce. Ettore coge el arsenal y salta a tierra. La Thompson, las granadas y la pistola de bengalas. Como en Porta Lame.

Recapitula los papeles:

—Así pues, los muchachos de guardia en el camión. Yo voy a prepararme. Tú te presentas a las tres en punto.

Zollo asiente. Rien ne va plus. Llama con los nudillos en la caja:

—¡Hala!, bajad un momento.

Aparecen al cabo de algunos minutos. Tienen la cara restregada de quien acaba de despertarse. Es preciso reactivarlos. Dos pastillas de simpatina para su migraña y dos para el sueño de ellos. Ettore prefiere la dialéctica.

—Chavales, escuchadme bien. Si hacemos las cosas como es debido, en menos de una hora nos iremos de aquí contentos. Para hacer las cosas bien hay que estar despiertos. Cada uno de vosotros tendrá una pistola, con ocho balas. Usadla solo en caso necesario. Vuestra tarea es proteger el camión. Si el camión sufre algún daño, no podremos largarnos. ¿Está todo claro?

Zollo mira al excombatiente. Sabe cómo hacerlo. Pierre hizo voltear la pistola entre las manos como si fuera el cagallón de un marciano. Ettore le dio algunas instrucciones de cómo usarla, luego se metió en el bosque.

El pueblecito parecía encerrado en una bola de cristal y silencio. De un momento a otro, una mano gigante podría invertirla y hacer caer nieve de mentira. Pierre apoyó la espalda contra la caja. Documentos falsos, emigrante clandestino, depósito de mercancía ilegal, contrabandista. Que la usase o no, la pistola aquella era como la guinda del postre.

El americano hizo una seña para que los tres volvieran a subir a la cabina. Pierre apretó el volante y puso la marcha.

Kociss parecía hipnotizado. Ojos abiertos de par en par y la mirada fija. Por el movimiento de los labios uno habría dicho que rezaba.

Mister Roca callaba. De vez en cuando giraba el cuello y se colocaba bien la pistola en los pantalones.

Irá todo sobre ruedas, Steve, ánimo.

Precaución no quiere decir paranoia. La época de las estupideces se acabó. Comienza la era del diamante.

Toni te ha dado garantías. Moby Dick es un hijo de puta legal.

Que el coche se estropeara ha evitado la última estupidez. Presentarse a la cita solo, con doce kilos de heroína y el Rey de Agnano guardándote las espaldas. Guión de Steve «Del cojón» Zollo.

El Relais l’Etape no servía soupe de pistou desde hacía por lo menos diez años. El cartel que ponderaba calidad y precio estaba totalmente desconchado. El camión dio la vuelta al edificio. Zollo atisbó por la cristalera: ni una mesa, ni una silla. Vacío.

El aparcamiento estaba mal iluminado. Viejos faroles colgados de un hilo. Un destello de faros saludó la entrada del camión.

—Para aquí.

Pierre aparcó a la derecha, al lado de un murete.

Zollo cogió el maletín y saltó abajo. El cañón de la pistola le helaba la ingle hasta las pelotas. En contra de toda buena costumbre, llevaba la camisa por fuera como un estúpido hawaiano. Precisamente para cubrir el armamento.

Dio dos pasos por el polvo, metió la mano debajo de la camisa, apoyó el maletín entre las piernas.

Ánimo. Procurad no ponerme nervioso. Procurad comportaros como es debido.

Moby Dick llevaba como siempre traje blanco. Los dos guardaespaldas iban de negro de la cabeza a los pies. Parecían teclas de piano.

Zollo se adelantó. Moby Dick sujetaba en la mano un maletín.

Los disparos partieron del techo del restaurante.

El ballenato y los dos escualos cayeron casi en el mismo instante. A Zollo no le dio tiempo de echarse al suelo. La bala le hirió en el brazo derecho. Sintió quebrarse el hueso. Se desplomó. Se arrastró por el polvo mientras otros dos disparos daban en el terreno. Alcanzó el coche de los franceses. Se deslizó detrás. El brazo le estaba diciendo adiós. Se metió el maletín debajo de la barriga y cogió la pistola con la izquierda.

Disparan desde lo alto. Desde el techo.

Como los alemanes y las Brigadas Negras.

Como en Porta Lame.

Abrir una brecha. Evacuar a los heridos. Para hacerlo: eliminar a los francotiradores. Para eliminar a los francotiradores: verles. Para verles: iluminarles. Pistolas de bengalas. Dotación de soldado fronterizo, para casos de emergencia. Usarla. Stoomppf! fiiiiiiiiiiiii

La bengala desciende e ilumina dos rostros estupefactos: alemanes apostados sobre el tejado en declive, caen unas tejas, cae un casco, uno de los dos está atado a la chimenea con un improvisado correaje. El otro se alza en pie, tropieza y resbala hacia el borde, grita, deslumbrado, levanta los brazos para cubrirse el rostro. El primero trata de volver a subir hacia la chimenea, patina, caen otras tejas. Lo encañono y la Thompson dispara. Tocado. Se precipita al suelo descompuesto, los disparos desvían la caída. Crash. Ruido de huesos que se rompen. Disparo otra vez. Tocado. Cabeza que explota. Cuerpo muerto se queda colgado de la cuerda. Echarse al suelo.

Otros disparos, desde detrás del murete que delimita el aparcamiento. Al fondo, invisibles a no ser por los destellos de la metralleta. Brigadas Negras. Tres, tal vez cuatro. Los torturadores de Irma Bandiera, Stenio Polischi y otros muchos patriotas. Traidores y asesinos, deben morir.

El compañero herido está vivo, responde al fuego. Pero ahora la tienen tomada conmigo. Agujeros en una de las puertas del camión. Se requiere una acción osada. Y valor.

Nos criticaban porque siempre atacábamos. Lobo era así, se atrevía, alzaba el nivel del desafío contra los alemanes, hacía incursiones que a otros les parecían puras fanfarronadas.

También yo he de atreverme o no saldremos de esta. Defender a los compañeros. Vengar a los caídos. A mí mismo. Dar un sentido a todo esto.

Si es necesario, morir.

Stiv sigue vivo. Le he visto disparar.

¡Qué hago ahora, Virgen santa, qué miedo!

Todos disparan.

Pero ¿es esto también una película?

Nos darán una paliza de muerte. Son esos canallas de don Luciano. ¡Virgen santa, Stiv, dispara, dispara!

Ahora disparan contra el boloñés. Está armando un cacao nunca visto.

No puedo creer lo que estoy viendo.

¿Y qué hago yo con esta pistola? ¿Disparo? Desde aquí no se ve un carajo. Son todos como demonios negros.

¿Se la llevo a Stiv? ¿Y cómo?

¡Bastardos asesinos, cobardes, Stiv, vámonos de aquí! Comienzo a arrastrarme.

El boloñés es un demonio desatado. Mátalos. Mátalos a todos.

Pierre se había tumbado sobre los asientos y de vez en cuando atisbaba por encima del salpicadero.

No se puede estar a la altura de cualquier situación.

El parabrisas había estallado. Uno de los añicos le había rozado una pierna.

Una vez más le disparaban sin que supiera quién coño eran.

No conseguía respirar bien. Tragaba bocanadas de aire irregulares. Garganta ácida. Las tripas revueltas. Intestino bajo presión. Le parecía estar sudando mierda.

Alzó la cabeza.

Atisbó más allá del cristal roto.

Vio a Ettore salir al descubierto.

Oyó los tiros.

Sintió que el miedo le disolvía las tripas.

—¡Estrella Roja triunfadora!

Mayor Mario, mírame ahora. ¡Sugano, si estuvieras aquí para verme! El grito y el impulso les cogen por sorpresa más que la bengala. Se preguntan qué coño estoy haciendo. Un par de segundos. Los dos segundos que necesito.

¡Fueralaespoletadelagranadaunodostreslanzometiroalsuelo-booooom!

Fragmentos de ladrillo, sangre, unas gafas me caen sobre la mano.

Ahora disparan desde otro punto, a la derecha. Ruedo hacia delante. La brigada negra sale al descubierto, ¡bang!, cae. Le ha disparado el compañero herido, o tal vez uno de los chavales.

Bisbisear excitado, pasos a la carrera en la oscuridad. Tengo que ser el primero en actuar. Estrella Roja triunfadora. Quito la espoleta, me pongo de rodillas, ¡unodoslanzobooooom! Los oigo gritar…

Ettore fue alcanzado por una ráfaga en la espalda. Zollo lo vio desplomarse y permaneció inclinado, en espera de que los bastardos salieran al descubierto.

Ettore tenía dos cojones así de grandes, pensó Zollo. Él había golpeado y matado, pero no había hecho la guerra. Las influencias de los Anastasia lo habían mantenido al margen. Ettore en cambio sí que había estado, lo había dicho él. Dos huevos así de grandes. Entre los mafiosos no había visto a nadie como él.

Le había salvado la vida, con aquella ocurrencia de la bengala.

Debía cargarse a esos bastardos.

No solo para salvar el pellejo.

Pierre volvió a levantar la cabeza después de las dos explosiones. Tenía los oídos ensordecidos. Los músculos de la espalda le dolían a causa de la tensión. Reparó en que tenía los puños y los dientes apretados.

Miró a la explanada que tenía delante. Ettore ya no estaba.

Agachó la cabeza, tomó aliento, volvió a mirar.

Ettore estaba en el suelo. Inmóvil. La sangre empastaba el polvo a su alrededor.

Pierre sintió apergaminársele la piel. Se dejó estremecer por los escalofríos, incapaz de dominarlos. Los dientes le castañeteaban.

Vio a dos hombres salir por una cristalera hecha añicos a espaldas de Ettore.

Uno de ellos alargó la mano y le disparó en la cabeza. El otro se encaminó circunspecto hacia el coche de los franceses.

Pierre apretó la pistola. Se bajó, tomó aliento, trató de apuntar.

Temblaba. Jadeaba. Nunca había disparado.

No daría en el blanco ni a un tercio de la distancia.

No con una pistola.

Dejó la Luger, se deslizó en el sitio del conductor, puso el camión en marcha.

No se puede estar siempre mirando.

Se agachó hacia un lado con la mejilla contra el volante y apretó el acelerador.

El camión se precipitó hacia delante en medio de una polvareda. Derrapó a derecha. Derrapó a izquierda.

Pierre sintió el impacto contra el guardabarros, una mole oscura fue proyectada más allá del morro del camión. Pierre oyó estallar por lo menos cuatro disparos. Prosiguió la carrera y fue a detenerse al lado del coche de los franceses.

Pagano oyó partir al camión.

Aprovechó la confusión y el polvo y se decidió.

En su mano la pistola no servía para nada.

En la mano de Stiv era otra cosa. A Stiv podían habérsele acabado las balas. Hacía un rato que no le oía disparar.

Tal vez estaba muerto. Pero no, no quería ni pensarlo siquiera.

Derribó un bidón, saltó fuera y corrió, con la espalda casi paralela al terreno.

Perdió el equilibrio. Hizo los últimos cinco metros rodando.

Stiv no estaba muerto. Ni de coña. Era Cemento.

—Toma, Stiv.

El chaval. La Luger.

Coges la pistola.

Un instante después el muy cabrón no dispara ya. El último.

El camión se clava allí de costado. El otro chaval te ofrece la mano:

—¡Ánimo, subid, vamos!

Zollo no dijo nada. Zollo se quedó a la espera. Zollo escuchó el silencio.

¿Era de veras el último cabrón?

—Ayúdame a levantarme, Salvatore.

Zollo se agarró a la puerta.

—Ve a recuperar el maletín del francés. Rápido.

El muchacho salió disparado. El otro ayudó a Zollo a subir.

—Maniobra y dirígete despacio hacia la salida.

Por el espejo retrovisor Zollo controló la recuperación del botín.

Pagano levantó el maletín. Persiguió al camión. Lo lanzó dentro, a la caja.

Zollo abrió de par en par la puerta y sacó una mano.

Pagano la aferró.

Dos disparos. El muchacho la soltó y rodó por tierra.

Zollo estuvo a punto de arrancar la palanca del freno de mano. El camión derrapó.

Zollo bajó. Llegó hasta el cuerpo del muchacho. Los proyectiles le habían perforado los pulmones.

Se inclinó sobre él.

—Stiv… —La sangre le subió a la garganta, trató de escupirla con un gorgoteo, la mano agarrada a la solapa de la chaqueta de Zollo—. Stiv… ¿Me hubieras llevado contigo?

Zollo apretó aquella mano, hasta que sintió que el apretón desaparecía y los ojos de Pagano se volvían vidriosos.

La voz de Pierre le llegó desde el camión:

—¿Está muerto?

—Sí.

Pierre soltó el freno de mano y puso la marcha.

—¡Larguémonos! ¡Vamos, larguémonos! ¡Que se nos cargan también a nosotros!

Zollo miró fijamente el cadáver del muchacho. Alzó la vista, lentamente. Vio la sombra que le esperaba en el fondo de la explanada.

El último cabrón. Vic Trimane.

Un test de confianza también para él. «Mata a Steve Cemento, Vic. Mata a tu amigo.»

Nadie escapa a Lucky Luciano. Uno no se libra de los anillos de la víbora.

Oyó de nuevo a Pierre que le llamaba:

—¡Sube! ¡Vámonos!

Zollo se levantó y se puso a caminar con calma, un paso tras otro, hacia la sombra que avanzaba. No había ya ninguna prisa.

Vio a Vic levantar la pistola.

Zollo apuntó y vació el cargador sin detenerse.

El tercer disparo dio en el blanco: vio los sesos de Vic saltar por los aires. Adiós, goombah.

Cayó de rodillas.

La sangre le empapaba la camisa. ¿Cuántos le habían dado? ¿Dos, tres? Vic era un buen tirador. Se quedó mirando fijamente las últimas estrellas que se apagaban, allá en lo alto.

Pierre se había agachado de nuevo sobre el asiento. Asomó la cabeza por la puerta.

Mister Roca estaba en el suelo, inmóvil, acribillado.

El napolitano estaba en el suelo, boca abajo en un charco de sangre.

Ettore estaba en el suelo, la cabeza aplastada contra el polvo.

Otros cuerpos yacían por tierra. Muertos.

Él estaba vivo.

Entró en la carretera a toda velocidad.

Nada de retiro, Steve. Nada de diamantes. Nada de Sudáfrica. Lástima, casi lo consigues. Lo siento, en serio, después de todo ese camino. Inútil tratar de alzar la cabeza, eres como de madera. El proyectil debe de haber alcanzado la espina dorsal. La pierna, una mano, los músculos de la cara. Cemento.

El triple salto mortal de Stefano Zollo se ha detenido a las dos volteretas. Era un bonito salto.

No se puede ser cemento toda la vida.

Última vuelta de ruleta. Última mirada a la mujer que habrías amado.

¿Cómo es, Steve? Guapísima, sin duda. De verdad, no sabe lo que se ha perdido.

Qué gran final. ¿Piensas en ello, Steve? Ciudad del Cabo, sol, verdes prados, y un Manhattan siempre delante. ¿Saben hacer el Manhattan en Ciudad del Cabo? Lo has intentado, compadre. No te guardes rencor, la cosa ha ido como ha ido.

Ahí tienes, la bolita se ha parado.

Quince, Impar, Negro.

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