54

54


PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 2 Bolonia, Zona S. Donato, 4 de enero

Página 9 de 133

CAPÍTULO 2
Bolonia, Zona S. Donato, 4 de enero

Un frío así solo lo recuerdan los más viejos, cosa de mucho antes de la guerra, cuando muchos de nosotros apenas habíamos nacido. En todos los bares de Bolonia no se habla más que del termómetro. Largas discusiones, por no decir disputas, sobre el invierno más frío del siglo, como si hablar de eso en torno a la estufa mantuviera alejados los escalofríos y la gripe.

En el bar Aurora, hasta hace unos días, la mayoría de nosotros sostenía que, pese a todo, los primeros días de febrero del 32 habían sido los más fríos que recordara memoria humana. Pero ayer Il Carlino traía la noticia de que en Bolonia no se veían trece grados bajo cero desde hacía setenta años. En un primer momento, no faltó quien lo negara, porque Il Carlino, ya se sabe, cuando no tiene noticias se las inventa, además en L’Unità no decían nada parecido, y en la sala de billar alguien gritó que no le vinieran con que en el 32 se le había muerto la cerda de frío, y eso quería decir que por lo menos hacía quince bajo cero.

Al final la cuestión la resolvió Garibaldi, que es uno de los más viejos y con sus setenta y cinco años no está aún chocho.

—Trece grados, me acuerdo perfectamente, yo tendría unos siete años. Se decía «un frío mortal», debido a la Muerte que figura en el naipe número trece del tarot, el tragg. Y si a Bortolotti se le murió la cerda en el treinta y dos, es porque él antes de la guerra estaba en Vergato, y allí todo el mundo sabe que hace más frío que en la ciudad.

La cuestión del frío, pues, ha quedado sentenciada, y por eso desde hace un par de días las charlas se concentran en la nieve, porque es un tema que permite juzgar el trabajo de los paleadores, y por consiguiente la administración municipal. Y en esto lo mismo da ser o no comunista, las calles dan pena, así que cada cual da su opinión procurando no echarle la culpa al alcalde Dozza, porque nadie quiere tampoco darles la razón a los reaccionarios de Il Carlino, que todos los días sacan la foto de alguna calle con unos titulares escandalizados.

—Os lo digo yo, que aún tengo buena memoria —dice la Gaggia mientras ordena las quince cartas—. El invierno del veintisiete fue mucho peor, las arcadas parecían verdaderas galerías, la nieve se amontonaba a un lado y llegaba casi hasta las bóvedas.

Garibaldi menea la cabeza, cierra las cartas y se echa al coleto la última gota de grappa. Luego alza la mirada y la copa vacía hacia Capponi, que está al otro lado de la barra, demasiado ocupado en discutir con su hermano para prestarles atención.

—Deja estar la memoria —dice enardecido Botón—. En el veintisiete había todavía quien paleaba la nieve. ¡Intenta quitar tú toda la de via Saragozza, y verás que solo con esa consigues llenar también el otro lado del pórtico de San Luca!

Descarga un golpe con la mano sobre la mesa enfrente de Walterún, que no se decide a tirar carta:

—Vamos, chaval, que en esta mano les damos un tute.

Y en efecto, apenas el pugliés arroja sobre la mesa las dos cartas, la Gaggia, que hace pareja con Botón, enseña cuatro reinas y acusa veintiocho tantos.

—¡Hay que tener valor! —dice Botón mientras corta las cartas en una partida en la que se juegan dinero—. Dime tú qué tiene que ver el alcalde con la nieve de la calle. No, explícamelo a ver si lo entiendo, ¿acaso es él quien elige a los que tienen que palear?

La Gaggia hace ademán de decir algo, pero Botón está lanzado.

—No, porque aquí parece que sea solo gente del Partido. Cuando todo el mundo sabe que quienes van a palear son simples vagabundos, gentuza que no quiere dar golpe. —Se concentra en la jugada, luego continúa—: ¿Qué es lo que hacen? ¿Hay alguien en este mundo que haga bien su trabajo? No, la gente honesta estamos casi todos jubilados, cinco mil liras al mes y gracias, y esa gente cobra medio millón por estarse de brazos cruzados. —Sube el tono, la voz le tiembla, abre desorbitadamente sus ojos claros—. Ay, Dios, suerte tienen de que seamos viejos, que si yo tuviera un botón —y, como siempre, empieza a dar con el dedo en la mesa—, lo apretaba y lanzaba una bomba atómica que los mandaba a todos al otro barrio, a lo mejor se la cargaba algún inocente, pero yo lo apretaría igual, te lo aseguro. —Está casi gritando, lanza sobre la mesa el rey de copas y Garibaldi se lo lleva con una sota.

Botón es uno de los mejores del bar jugando al tarocchino.[3] Todos sabemos que es casi imposible que falle, la única esperanza es que se ponga nervioso, porque si sale con el cuento de la bomba atómica y del botón es fácil que se le vaya la mano. Y ese cuento lo suelta por lo menos una vez al día, a propósito de cualquier cosa, dando con el dedo en la mesa y amenazando con una seta atómica que acabara con todas las injusticias. Por eso Gualandi Rino es para todos Botón.

Acerca de la nieve, el único que no expresa su parecer es Walterún. En parte porque necesita concentrarse en el juego, en el que no es lo que se dice un as, pero sobre todo porque vivió diecisiete años en Manfredonia, cerca de Bari, y luego treinta en Milán como obrero y aquí solo lleva doce años. Por ello lo que pueda pensar, por decir algo, sobre cuánta nieve había en la piazza del Duomo en el 28, nos interesa solo como una mera curiosidad.

De todas formas hablar del tiempo, ya sea del que hizo en el pasado, ya sea de la temperatura, no lo hacen más que los viejos, que en el bar Aurora están como en una segunda casa: tarocchino y palique. Los que todavía trabajan, en cambio, están en la salita del billar, hablando de deportes y de mujeres. Pero lo importante no es de qué se discute, o quién lo hace, sino respetar siempre la Regla: no se habla en voz baja, quien tenga que cuchichear en un rincón mejor que vaya a confesarse al cura, aquí no venga que no interesa a nadie. Aquí hablan tres, cuatro, a veces todo el bar, porque hay cuestiones como el ciclismo o la política que caldean los ánimos y hacen alzar la voz. Y las veces que alguien se enfada y está un tiempo sin venir son raras, las recordamos todas, y aún más raro es que alguno un poco trompa levante la mano, suelte algún empujón o alguna torta y los más sobrios tengan que intervenir. Por ejemplo aquel día del 48 en que Stalin echó a Tito del Kominform y nos quedamos todos aquí hablando con la persiana medio bajada, hasta que se hizo de día.

En cambio, los más jóvenes no hablan nunca de nada. Fingen dejarse caer por aquí como por casualidad, de paso, y por eso no se quitan nunca el abrigo, aunque no tengan ningún sitio adonde ir.

Bueno, algunos sí, los filuzzi,[4] por ejemplo, que llegan como si acabaran de salir de una película americana, con gabardina y fumándose un pitillo sin utilizar las manos, y parece que vayan a pedir un whisky, y en cambio siempre es un Fernet o un Sambuca.

Ellos sí se van luego a un baile, y algunos tienen incluso sus propios números, que harían morirse de vergüenza al mismísimo Fredaster.

Nos gusta que se pasen por aquí a echarse una copita, antes de ir a bailar, porque nos sentimos todos un poco como esos hombrecillos con la toalla al hombro que dan masajes a los boxeadores antes del combate. Porque Robespierre Capponi, para todos Pierre, es el mejor bailarín de la Sección, del barrio, y acaso también de toda Bolonia. Y Nicola le echa broncas cuando por la mañana se le pegan las sábanas por haber vuelto tarde a casa, aunque también él sabe lo orgullosos que estamos nosotros de tener al rey de los filuzzi sirviéndonos de beber en nuestro bar.

A Nicola Capponi, para nosotros siempre y solo Capponi, con esa voz cavernosa que tiene, más vale no buscarle las pulgas. Cuando llega la hora del cierre, refunfuña alguna cosa, saca el serrín y empieza a levantar las sillas. Y entonces también los que se han quedado hasta tarde se ponen en pie y se marchan para casa, aunque casi con disgusto, y todos pensamos que, si no fuera porque hay que cerrar, nos quedaríamos allí para siempre.

Ir a la siguiente página

Report Page