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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 38 Gramovac (Split), 17 de abril

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Gramovac (Split), 17 de abril

Gramovac. Pueblo en miniatura sobre las colinas al abrigo de Split, a ocho kilómetros de la capital, la carretera que Vittorio Capponi recorría todas las mañanas en bicicleta. Pierre la había hecho a pie, empleando una hora y media, a través de pastos, viñedos y olivos retorcidos.

Tal como el padre se la había descrito. Casas pobres pero dignas, una veintena como máximo, con tejado rojo de tejas y postigos verde oliva en las ventanas. La iglesia, minúscula, de piedra clara, con una simple espadaña de la que pendían dos campanas en el remate de la fachada. En la otra punta de la explanada, única señal de vida, dos viejos sentados junto a la puerta. Voces distraídas corren por la calle. El local parece una casa importante, cruce entre bar y tienda de pueblo. Encima de la puerta, un letrero rojo.

Pierre se habría acuclillado con gusto debajo de la encina que daba sombra a la plaza y habría dormido muchas horas seguidas, después de la noche en blanco, extenuado por el viaje, el estómago revuelto aún por el mar y las curvas. Pero la tensión no le daba tregua.

Entretanto, los viejos observaban. Un hombre salió a la puerta, ajustándose la gorra. Con la música adecuada y un par de revólveres, hubiera parecido una escena de

Solo ante el peligro.[21] Pero el mediodía había pasado hacía rato, y la única razón por la que Pierre dudaba era el idioma, aunque el profesor Fanti le había asegurado que en Split todos comprendían el italiano, y sin embargo se le hacía extraño dirigirse a aquellas personas como si fueran simples paseantes de su ciudad. No es que tuvieran nada extraño: camisa, pantalones, zapatos, todo normal, quizá de un corte que en Bolonia hubiera provocado alguna que otra sonrisa. Y sin embargo el cielo parecía de un azul distinto, y era como si el aire trajera quién sabe qué olores.

—Hola, amigos —dijo por fin, tras haber cruzado la plazoleta—. Estoy buscando a Vittorio Capponi.

En el rostro atezado del hombre, las arrugas se hicieron más profundas. Cejas, cabeza, hombros y brazos: todo el cuerpo comunicaba que no, que aquel nombre no le decía nada.

—¿Cómo dice? —preguntó uno de los viejos.

Pierre sonrió, Fanti no se había equivocado.

—Busco a Vittorio Capponi, ¿dónde está?

—¿Cappone? No sé, no conocer.

¿No conocer? ¿Un pueblo de veinte casas y no se conocen todos? El viejo sabía italiano, pero debía de estar un poco chocho. O tal vez venía de una aldea vecina donde ni siquiera hubiera bar, iba allí a charlar un rato y no había visto nunca a Vittorio Capponi, pues su padre trabajaba en Split, y ¿para qué coño iba a ir al bar? Pierre rebuscó en la chaqueta y sacó una notita con la dirección.

—¿Dónde?

Where? ¿Dónde? —preguntó golpeando la mano sobre la hoja y alargándosela al hombre de la gorra. Este hizo seña de que le siguiera y se puso a caminar bajo el sol. Un rebaño de ovejas, un torrente blanco y rápido, cortó la calle principal azuzado por los gritos de dos chavales mugrientos y tomó por una callejuela lateral. El hombre de la gorra se detuvo en el cruce siguiente y señaló una casa a mitad del callejón. Pierre le dio las gracias con la voz y con los ojos, el otro masculló algo, hundió las manos en los bolsillos y volvió en dirección a la tienda.

En la casa no había nadie. Era normal: a esa hora estaban todos en el trabajo. Un mal menor, esperaría, tenía necesidad de sentarse, de una vez por todas, en el suelo o sobre una piedra, quieto e inmóvil nada más.

Apoyó la espalda contra la pared, con las rodillas entre los brazos. Al cabo de unos pocos minutos la barbilla rebotó varias veces sobre el pecho, ojos cerrados y mente en blanco.

No había comido desde la noche anterior. Los contrabandistas eslavos le habían cambiado un poco de dinero, pero Pierre había pensado solo en la manera más rápida de llegar hasta allí, a pie, luego un par de coches de línea, a continuación de nuevo a pie. Le quedaba aún algún dinero, unas dos o tres mil liras y el estómago reclamaba, no distraído ya por el vómito, las náuseas y la tensión. Seguro que en la tienda vendían algo comestible, pero ahora que estaba allí, delante de la casa de su padre, prefería no alejarse y esperar.

Al poco rato le vería aparecer por el cruce montado en la bici.

Pasó una hora, quizá más. Una puesta de sol densa de nubes y neblina. La sombra al fondo del callejón podía ser cualquiera. No iba en bici, pero era un detalle desdeñable. Pierre se puso en pie de un salto, más por incapacidad de contenerse que para dejarse ver. El hombre llevaba en bandolera un abultado morral y en la mano un mazo de llaves. Miró de pasada al forastero, pasó de largo y se detuvo en la puerta siguiente.

—Perdone. —Pierre se acercó dos pasos—. Perdone. ¿Habla italiano? Busco a Vittorio Capponi, vive aquí, ¿le conoce?

—¿Capponi? No, yo no sé, perdone —respondió el otro con extraña incomodidad—, yo poco que estoy aquí, conocer poco.

Pierre señaló la casa con ambas manos:

—Esta es la casa de Vittorio Capponi.

—No, perdone, no sé. —El hombre del morral empujó la puerta y entró.

A Pierre no le dio tiempo de alargar el pie y la puerta se cerró. Llamó dos, tres veces:

—Eh, disculpe, un segundo tan solo.

A la tenue luz de la única farola, tres rostros se asomaron a otras tantas ventanas. Uno se retiró apenas Pierre alzó la mirada. Los otros se quedaron allí.

—Disculpen, ¿saben dónde está Vittorio Capponi?

Where is Vittorio Capponi? ¿Vive aquí?

Las cabezas se menearon al unísono, como muñecos de un reloj animado. Acto seguido se escondió la segunda. Pierre se dirigió a la única que había quedado, una mujer.

—Vittorio…

No le dio tiempo de terminar la frase cuando la mujer meneaba de nuevo la cabeza.

Pierre sintió que la rabia le crecía dentro, se volvió de golpe, descargó un puñetazo contra la puerta. Blasfemó. Volvió a sentarse, desconsolado, pero no conseguía quedarse quieto, se puso a dar vueltas como una bestia enjaulada. Los nudillos le sangraban. Cada minuto pesaba toneladas.

Llegó la oscuridad, el frío y otra sombra. También esta echó una ojeada de pasada y se alejó callejón adelante.

Pierre la alcanzó y le tocó un hombro. La mujer se volvió atemorizada.

—Perdone, señora, busco a Vittorio Capponi, ¿vive aquí?

—Aquí no —respondió la mujer—. Ido.

—¿Ido? ¿Adónde?

La mujer siguió caminando a paso ligero.

—Dónde no sé. Ido.

—¿Y cuándo? ¿Cuándo se ha ido? —Pierre se dio cuenta de que la tenía cogida del brazo y la soltó.

—Hará dos, tres meses.

—¿Por qué, qué pasó?

La mujer se detuvo y cruzó las manos sobre el pecho.

—Perdone, esto yo no lo sé.

Luego reanudó su marcha y Pierre renunció a seguirla.

Volvió hacia la casa, mientras una oleada de pensamientos barría su mente.

Ido.

Pierre se impuso poner orden en sus ideas, relacionar las informaciones, pensar en lo que convenía hacer. Se acuclilló de nuevo, para calmarse, pero no resistió largo rato. Nuevamente en pie, adelante y atrás de la puerta, los huesos gélidos y la cabeza en llamas. Una carta que es devuelta al remitente, la partida del pueblo, el silencio elocuente de los vecinos. Ido desde hacía dos meses. Enero: la expulsión de Djilas de la Liga de los comunistas yugoslavos. Las cosas encajaban. Pero Vittorio Capponi no daba señales de vida desde mucho antes, desde marzo del año anterior, y también entonces, solo dos líneas sobre la muerte de Milena, luego ya nada. ¿Qué había pasado? La única manera de saberlo: quedarse en Gramovac, preguntar sin descanso, recoger una pieza aquí y otra allá, recomponer el mosaico, encontrar una fisura en la reticencia a fuerza de hacer preguntas, de suplicar, incluso de amenazar. Podía tratar de entrar en aquella casa, forzar la puerta, o una ventana, buscar algo que lo ayudase a comprender, una dirección garabateada en alguna parte, un indicio cualquiera. Pero debía estar en guardia. Si su padre tenía problemas con la policía, se requería mucho tiento. No podía exagerar, montar una escena de padre y señor mío, quedarse sentado a la puerta demasiado tiempo o atemorizar a alguien. Llamar la atención era un gran riesgo para un italiano con pasaporte y visado falsos.

Por aquella tarde ya se había hecho notar bastante. Intentar entrar en la casa no era la mejor idea. Por las ventanas atisbaban demasiadas miradas. Le parecía sentirlas. Decidió instalarse allí y tratar de dormir, la última vez había sido treinta y seis horas antes y el cansancio no ayudaba. Se sentó, estiró las piernas sobre el adoquinado, la maleta metida entre la espalda y la pared. Hizo esfuerzos por respirar cada vez más hondo.

—¿Qué hay?

Los ojos enseguida abiertos, y también la boca, fue despertado por una mano que le tiraba de la chaqueta.

—Soy amigo de Vittorio Capponi. ¿Tú quién eres? —susurró la figura de cabellos blancos.

Pierre se pasó varias veces las manos por la cara, como para lavársela con un agua imaginaria.

—Soy hijo suyo —dijo por fin.

—¿Hijo suyo? ¿De veras? ¿Eres Nicola?

—No, soy Robespierre.

—Ah, Robespierre, claro. Bien, Robespierre. Es un placer conocerte. Ven, ven.

Casi lo arrastró, bajo el abrigo, hacia la hoja de luz que cortaba el adoquinado algunos metros más adelante.

—Entra, rápido. Esta es mi casa. Entra, vamos.

Le ofreció una silla y le hizo sentarse. Una bombilla iluminaba débilmente la mesa. La habitación era pequeña, estaba en penumbra: un aparador, un lavabo, la bombona de gas, la cama.

—Ten. Tómatelo. —El hombre dejó en la mesa un vaso y lo empujó hacia Pierre—. Bebe, sienta bien, contra el frío.

Era un aguardiente fuerte y tirando a amargo. Pierre se lo ventiló de un trago y el vaso fue llenado de nuevo. El hombre era mayor que su padre, debía de haber pasado de los sesenta. Cuando se volvió para servirle el aguardiente, Pierre vio que tenía media cara desfigurada por una quemadura.

—Recuerdo de guerra —dijo acariciándose las cicatrices con los dedos—. Un feo recuerdo. Yo soy Darko, conocer tu padre bien, nosotros grandes amigos, mira.

Abrió un cajón de detrás de él y después de haber rebuscado un poco, sacó una foto. El que no tenía cicatriz, abrazado a Darko delante del cadáver de un ciervo, era su padre.

—¿Sabrías decirme por qué se ha ido? —preguntó Pierre para hacerse aún más grande el nudo de la garganta.

—Tener que irse. Problema de idea políticas, ¿comprendes?

—Sí, sí, comprendo, pero ¿dónde está ahora? ¿Cómo puedo encontrarle?

—Tranquilo, Robespierre, yo explicar todo. Él ahora en Šipan, cerca de Dubrovnik, doscientos kilómetros de aquí.

—¿Y cómo puedo llegar hasta allí? ¿Hay algún autobús, algún ferry?

Darko llenó un tercer vaso, luego se volvió de nuevo y sobre la mesa apareció un pedazo de queso, medio pan y aceitunas negras.

Uzmi jedi, moj sine.[22] ¡Come!

Pierre no se hizo de rogar, alargó las manos sobre el pan y repitió la pregunta:

—¿Cómo me las arreglo para ir a Šipan?

—Espera, Robespierre, deja pensar. —Sorbió el aguardiente con calma, como si sacara inspiración de él—. Escucha. Esta noche tú puedes dormir aquí, ¿está bien? Mañana por la mañana, muy temprano, yo debe ir a Split, Spalato, con mi carro. Si nos andamos con mucho cuidado, puedo llevarte. En el mercado de Split pedimos a un amigo con camión que va hacia Dubrovnik, esto mucho mejor que un autobús. Luego de Dubrovnik pides a alguien, a algún pescador, llevar a ti a Šipan, pues no hay barco, ¿comprendes?

—Comprendo —dijo Pierre y el estómago se rebeló solo de pensar en otra travesía—. Gracias, Darko. No sé cómo agradecértelo. Todos los demás, aquí, tenían miedo a hablar. Tú no. ¿Cómo es eso?

—Si uno me buscaba a mí, Vittorio hacía lo mismo. Te he visto preguntar y he comprendido que eras amigo. Luego cuando has dicho el hijo, entonces debía ayudarte.

Pierre le hincó los dientes al queso y cogió algunas aceitunas. Se preguntó si Šipan sería la meta o solo otra etapa del viaje. Devoró todo hasta la última migaja y luego preguntó de nuevo:

—¿Qué más puedes decirme de mi padre? No tengo noticias de él desde hace muchos meses. Hace un año que no escribe, y la última carta me fue devuelta.

Darko se levantó de nuevo, desapareció por la puerta de atrás y volvió a aparecer un instante después con una cajita de madera entre las manos. La abrió sobre la mesa y sacó algunos recortes de prensa, que iba colocando poco a poco en forma de abanico delante de Pierre. El último se lo dio en la mano. Estaba escrito en italiano.

Firmado por Vittorio Capponi.

—Artículo de tu padre para el periódico italiano de Zadar. Estos dos también de tu padre, para otro periódico, en lengua eslava. Y estos otros son de Milovan Djilas para el

Borba, periódico del Partido. ¿Sabes quién es Milovan Djilas?

Pierre alzó los ojos del artículo:

—Sé que es un disidente, que ha sido expulsado por Tito.

—Exacto —prosiguió Darko—. En octubre del año pasado comienza a escribir estos artículos. En diciembre es elegido presidente de Skupština. Quince días después, inician un proceso contra él. No expulsado, eso a Stalin y Tito no gusta, pero obligado a autocrítica.

—¿Y mi padre?

—Tu padre escrito que Djilas dice muchas cosas verdaderas. Otras no, pero muchas acertadas. Entonces hacia finales de enero vienen y se lo llevan a Split. Ningún proceso para él: dicen que expulsado, se acabó su trabajo, no debe ya expresar sus ideas, mejor que se vaya, lejos, donde nadie conozca. Tratan mejor a Djilas que a otros menos importantes. Djilas demasiado famoso, hay que estar atentos. Por suerte él hecho autocrítica si no para sus compañeros mucho peor.

Pierre volvió a leer algunas líneas. Una traducción al italiano del artículo de Djilas «Nuevos contenidos», con el añadido de un breve comentario. Llegó al final, mientras Darko ponía sobre la mesa otro trozo de queso y otro pan.

—¿Qué pasó después? —preguntó Pierre una vez terminada la lectura.

—¿Después? Tu padre se quedó solo, la gente no saludaba ya. Nada de trabajo, en Split nadie le quería. Tenía miedo de que le lleven a Goli Otok, el campo de prisioneros para amigos de Stalin. Un día dijo conmigo que quería morir. Luego, en cambio, se fue. Pesca, cuida ovejas y con pensión de partisano puede vivir. Pero no sé mucho, él telefoneado una vez, luego no más.

Darko inclinó la cabeza y se pasó el dorso de la mano por un ojo.

—Él era mi único amigo —dijo con un jadeo. Intentó continuar, pero le salió únicamente—: Perdona.

Luego recogió los artículos, cerró deprisa la cajita y desapareció de nuevo por la puerta de atrás.

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