54

54


PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 41 Šipanaka Luka, Šipan, 19 de abril

Página 49 de 136

C

A

P

Í

T

U

L

O

4

1

Šipanaka Luka, Šipan, 19 de abril

El vendedor de quesos había sonreído. Detrás de él, el del tenderete del pescado había subrayado la idea cortando el aire con el canto de la mano: «

Ah, talijanski drug!».[27] La verdulera se había llevado un dedo a la sien con una extraña expresión. Por último, un cliente había dicho que sí con la cabeza, había pagado deprisa y se lo había llevado fuera para señalar un callejón empedrado que subía hacia la iglesia y la colina que dominaba la bahía. Había movido la mano arriba y abajo varias veces, como si estuviera acariciando la cima del monte. Pierre dedujo que «el italiano» vivía en la vertiente opuesta. Con gesto análogo, el dedo brincando un obstáculo, se aseguró de haber comprendido bien. El tipo asintió y repitió las indicaciones desde el principio.

Después de la primera curva, el callejón era ya un sendero. Subía empinado entre las últimas casas de piedra clara, pasaba los muros de piedra de unos huertecillos y se perdía en el verde oscuro de las retamas.

Pierre empezó a sudar. La maleta no era el equipaje más fácil de cargar hasta allá arriba. Se la cambió de mano sin pararse y se secó la frente con el puño de la camisa. La noche pasada en el muelle había dejado un recuerdo pegajoso en todo su cuerpo. Por lo que había dormido, habría podido ponerse en marcha apenas llegar, pero el pueblo desierto le había obligado a posponerlo.

Tenía la mente despejada. Los ojos miraban en torno sin disfrutar de la vista del mar. Buscaban una casa en medio de aquellos cactus como de Far West y de matas de lentisco. No distinguía los sonidos, en los oídos un único bordoneo, acorde disonante de pájaros, cigarras y viento. Cambió nuevamente de mano. Respiró hondo. No sentía los olores. Solo el peso de la maleta en los dedos, sudor a mares tras las orejas y dolor de pies triturados por el cuero.

El sendero llegó a lo alto. Pierre vio el verdor de la vegetación descender ininterrumpidamente hacia el mar. Vio las ruinas de una construcción que había sido una iglesia. Vio zonas más peladas salpicadas de cabras blancas. Vio un claro entre los matorrales y quejíos y una casa de piedra a un lado del claro.

Cambió de mano y se lanzó ladera abajo.

No oyó que alguien gritaba:

Stoj! [28]

Escuchó una detonación repentina, como un disparo. Una nube de polvo se levantó delante de él.

Stoj!

Pierre clavó la mirada en las ruinas, en el rebaño, en la casa. No vio a nadie. Se quedó un instante inmóvil. Luego soltó la maleta, dio unos pasos, agitó los brazos sobre la cabeza y gritó:

—¡No disparen, no disparen!

Se levantó una pizca de polvo a la derecha de su pierna y de un matorral saltaron unas astillas de corteza.

—¡Me llamo Robespierre Capponi, soy el hijo de Vittorio Capponi, no disparen! ¡Busco a Vittorio Capponi!

Cogió la maleta y siguió bajando. Nadie disparó.

La voz le llegó por la espalda un minuto más tarde, junto con el cañón del máuser que había saludado su llegada.

—Manos arriba. No te vuelvas.

Pierre cumplió la orden sin un respiro.

Una mano le quitó la maleta. Oyó abrirse un cierre, el cañón del máuser siempre en su sitio.

—¿Qué haces aquí? —dijo de nuevo la voz.

—Busco a Vittorio Capponi —silabeó Pierre—. Soy su hijo.

—No te hagas el listo, mi hijo está en Italia, dime qué haces tú aquí.

El cañón del fusil en la espalda subrayó la importancia de la respuesta.

Pierre no se había imaginado así el encuentro entre Telémaco y Ulises.

—Soy yo, papá —dijo al fin con tono desesperado—, soy Robespierre, de veras. —Hizo ademán de volverse, pero el máuser respondió que no era el momento—. He venido a buscarte, no sabía dónde habías terminado, estaba preocupado por ti, de veras, si no me crees pregúntame algo que sepamos solo tú y yo, lo que quieras.

—No me gustan los juegos. Quién sabe cuántas cosas has aprendido sobre mí. ¿Verdad?

—No, vamos, papá, te lo ruego… Escucha…

—Está bien —dijo Vittorio interrumpiéndole—, nuestra canción. La que cantaba para hacerte dormir.

Pierre desentonaba como pocos. Fanti decía que no tenía oído, pero era solo cuestión de adiestramiento. Angela se tapaba los oídos todas las veces.

Comenzó a cantar. Una canción sencilla, de niños, con la letra en dialecto.

Después de las primeras dos estrofas, comprendió que podía darse la vuelta.

Vittorio Capponi sostenía el fusil con las dos manos. Clavó los ojos en los de Pierre y no dio un solo paso. La barba gris destacaba en el atezado rostro. El pelo largo le caía sobre los hombros. Tenía la mirada dura y los ojos brillantes. Parecía un ermitaño, el rey pastor de alguna perdida tribu de los Balcanes.

Pierre dejó de cantar.

No se los había imaginado así a Ulises y a Telémaco.

Abrió los brazos, se arrojó sobre su padre y lo estrechó en un abrazo de nueve años.

Vittorio Capponi quitó la mano del cañón del máuser, la levantó sobre el hombro del hijo, y se quedó así, sin saber dónde ponerla.

* * * * *

—… luego un pescador me ha traído hasta aquí, he dormido debajo de la marquesina del mercado y apenas despierto he preguntado si sabían dónde vivías.

Pierre había descrito todo el viaje en pocos minutos. Los recuerdos corrían raudos como en una película, de Ravena a Šipan, los tratos con Ettore, la carta a Nicola, el encuentro con Darko. Todo.

El padre había escuchado sin interrumpirle, mientras masticaba hinojo silvestre y miraba las cabras. En una mano sostenía aún el máuser, con la otra se alisaba la barba.

Se habían sentado allí, no muy lejos del sendero, al pie del tronco retorcido de un pino. Olía a resina y a hierba seca. Pierre esperaba ser recibido en casa. Una mesa, una silla, algo para comer, pero después de los escopetazos, no le asombraba ya nada. Saber estar con los demás es también cuestión de adiestramiento. Sin duda las visitas no debían de menudear por allí. Vittorio Capponi vivía en Šipan desde hacía casi tres meses. Debía de haber perdido un poco el don de gentes.

Pierre trató de llenar el silencio y encauzar los pensamientos.

—Lo decidí de repente. Sí, en conclusión, hacía mucho que pensaba hacerlo, pero siempre se presentaban problemas. Me parecían insuperables, y tal vez no los habría superado nunca, de no haber sido por esa carta que no acababa de llegar, y la última que te envié, a la vieja dirección, me fue devuelta.

Pierre miró de nuevo a su padre, como si esperase respuesta a una pregunta latente. La sentía ahí, en la garganta, una conciencia recién adquirida, contenida hasta entonces por el entusiasmo de la búsqueda.

¿Por qué no escribiste más, papá? ¿Por qué no tengo noticias tuyas desde hace más de un año? ¿Por qué?

Los pensamientos atravesaban el cerebro más rápidos que el paso de los segundos. Volvió a ver los ojos de su padre, tal como los había visto la última vez, en la bodega de Italo, a la débil luz de la vela. Orgullosos, resueltos, dispuestos a todo. Vueltos más oscuros por la sombra de la gorra. Capaces de decir «Adiós» y quedarse dentro de ti para siempre.

Volvió a ver a Nicola, también sus ojos estaban cambiados. Ahora, las pocas veces que hablaba del padre, no había manera de comprender qué luz adquirían. Apartaba la mirada y la clavaba en el suelo, ligeramente de soslayo.

Alargó una mano sobre el hombro del padre y eligió la más fácil entre mil preguntas:

—¿Qué te pasa, papá, no estás bien? ¿No te alegra verme? ¿Qué pasa, ha sucedido algo?

Vittorio Capponi movió la cabeza, respiró hondo y por último miró a Pierre directamente a los ojos.

Nueve años después, en una isla perdida de Dalmacia, reencontraba aquellos ojos.

Colmados de exilio y resignación.

Ir a la siguiente página

Report Page