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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 50 Puerto de Bar, Montenegro, 28 de abril

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Puerto de Bar, Montenegro, 28 de abril

Una mezcla de pescado, nafta y sudor. El olor de los puertos. Había crecido en ellos desde que pudo caminar por los

docks, para gorrear algunos céntimos a los estibadores y oír contar a los marineros sus fantásticas trolas. Olor a hombres torvos y fanfarrones, pesqueros, moluscos pegados a los pilones del embarcadero. El mismo olor que cuando fue a joder por primera vez, la puta más joven que podía permitirse. Y el olor de nuevo mientras les trababa los pies a aquellos desgraciados, sordo a las súplicas y a las promesas de todas las riquezas del mundo.

Descendió del barco con una sensación de náusea. No era mareo, era asco por los infinitos trabajos de mierda que había hecho en la vida. Para acabar descubriendo que lo que mejor le salía era saldar las cuentas pendientes de otros a cambio de una buena paga, un traje limpio y una corbata a juego. Le bastó con darse una vuelta por las refinerías de droga sicilianas para que el rencor le revolviera el estómago: ahora le tocaba un pequeño puerto miserable, frecuentado por la peor hez que el ojete del culo del mundo podía cagar en la tierra. Otro trabajo para Steve Cemento.

Solo una cosa le mantenía lúcido: la determinación. La última carga y estaba hecho. Toni el Lionés lo esperaba en Cannes para colocar

su droga.

Mientras se encaminaba hacia las tres figuras que había al final del muelle, volvió a pensar en las palabras de Luciano: «Te lo ruego, Steve, todo como las otras veces. Y si tratan de regatear el precio, mándales a tomar por saco a ellos y a sus madres.

And take care, okay?».

Las tres caras eran una colección completa de lo que un arma blanca puede producir en un rostro humano. Solo los bigotes caídos disimulaban en parte el desaguisado. Llevaban chaquetones apestosos y gorras de marinero de lana pútrida. Desprendían

aquelolor.

Se detuvo delante de ellos y devolvió las miradas sin pestañear.

—Bulatovic.

El de en medio hizo seña de que lo siguiera. Zollo echó a caminar tras ellos.

Lo escoltaron hasta el interior de una tasca de la que llegaban música y carcajadas. En el local se apiñaban una treintena de hombres, en el rincón del fondo un viejo aporreaba el acordeón. Algunos clientes eran militares, luengas barbas y uniformes desabrochados por el calor. El humo de tabaco y narguilé creaba una niebla espesa, más allá de la cual Zollo entrevió al que debía de ser su hombre. En los viajes anteriores había tenido que vérselas con intermediarios, pero esta vez la partida de heroína era muy grande: el jefe en persona se había molestado en recibirle.

Mijaíl Mehmet Bulatovic estaba sentado a una de las viejas mesas negruzcas. Dos energúmenos estaban de pie a sus espaldas. En comparación con ellos, los tres tipos de antes parecían

buenos chicos.

Bulatovic llevaba un traje pasado de moda por lo menos hacía veinte años e iba mal afeitado, como si la piel coriácea hubiera presentado una denodada resistencia a la hoja. El tipo de sujeto que Zollo detestaba profundamente. Un patán megalómano que se creía el zar de todas las Rusias solo porque tenía en el bolsillo a algún oficial y mercadeaba con droga a la cabeza de una banda de degolladores. Ninguna regla.

Personajes así hacían girar la rueda del narcotráfico mundial. Decenas, quizá centenares de pequeños césares de provincia a la caza de dinero y de gloria. Se aguantó las ganas de escupir al suelo.

Bulatovic hizo ademán de sentarse frente a él. Ojos de asesino, grises e inexpresivos. Zollo había visto muchos como esos. Chocó una mano áspera y tomó asiento. Le ofrecieron aguardiente del que apenas tomó un sorbo.

Uno de los tipos del puerto dijo:

—Mijaíl no habla taliano, dice que es lengua de fascistas. Yo sí, yo hecho guerra contra talianos. Tú hablas y yo traduce.

—Quisiera saber dónde retirar la mercancía y hacer el pago.

La traducción fue rápida.

Bulatovic dijo pocas palabras.

—Dice pasado mañana en Dubrovnik. En el puerto. Tú compruebas la mercancía, luego pagas.

Zollo asintió.

—Dice también que tú mucho peligro aquí. Mijaíl tiene muchos enemigos, gente que quiere meter las manos en sus negocios. ¿Comprendes? Él debe mantener todos a raya. Gasta dinero para pagar soldados, y para defender tu vida. Si él no controla todo, sus enemigos te matan para arruinar sus negocios.

La acostumbrada historia de mierda. El rey pastor se había adelantado solo para tocar la fibra sensible.

Zollo se levantó.

—Dile que el precio sigue siendo el mismo que las otras veces. De mi pellejo ya me encargo yo.

Okay?

El tipo tradujo y Bulatovic se quedó mirándole durante algunos segundos, como si estuviera sopesando algo.

Zollo se sintió un chaqueta azul que defiende su cabellera de los indios.

Se dio media vuelta, aunque la idea de dar la espalda a aquella gente lo entusiasmaba poco. Antes de salir escupió al suelo.

Mientras caminaba hacia el barco se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que salieran del bar y lo siguieran. La puerta de la tasca golpeó a sus espaldas.

Ahí estaban.

Se detuvo y encendió un cigarrillo con toda calma.

Eran los dos guardaespaldas.

Les observó acercarse, fumando.

Empuñaban sendas Luger del 45. Buena chatarra para hacer virutas.

Las demostraciones de fuerza no le gustaban. Eran solo gestos retóricos para demostrar quién tenía más cojones. Pero aquella gente era así, hablaba un lenguaje antiguo.

Se sacó la Smith & Wesson con silenciador y disparó a ambos en la rótula izquierda sin darles tiempo a apuntar.

El resto lo hizo a puntapiés y con la navaja que llevaba en el bolsillo.

Cuando regresó a la tasca tenía la chaqueta arrugada y una mancha de sangre en la manga. Bulatovic y el intérprete se quedaron petrificados en la mesa, del mismo color, como si formaran parte de un grupo escultórico de madera.

Zollo se acercó, la misma expresión que cuando había salido.

El traficante oyó un pluf en el vaso que tenía delante.

Mientras el aguardiente se teñía de rojo entrevió dos orejas flotando.

Zollo murmuró:

—Ahora ya sabes quién de nosotros dos es el peor.

Se volvió hacia el intérprete:

—Nos veremos en Dubrovnik.

Esta vez salió guardándose las espaldas.

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