54

54


SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 7 Bolonia, bar Aurora, 8 de mayo

Página 74 de 136

C

A

P

Í

T

U

L

O

7

Bolonia, bar Aurora, 8 de mayo

Que quede claro: nosotros los del bar Aurora no somos de esos carrozas pegados a la falda de sus madres que siempre miran el plato de los demás porque en los suyos no quedan ya más que los huesos. De acuerdo, nada de polvazos, pero, aun así, sin duda sigue habiendo cosas que contar. Esta época es un asco con todos esos

experimentos nucleares, y el Bolonia también es un asco porque Viani practica el

catenaccio incluso con el Legnano, como un asco es esta Italia en la que mandan los curas.

Sucede, además, que todos tenemos algún amigo con problemas y cuando esto ocurre lo normal es que se hable de ello, cayendo incluso en el chismorreo, aunque se suele procurar echarle una mano. Si este amigo, además, es el que lleva la voz cantante en las veladas o pone cara de pocos amigos todos acabamos igual, y entonces sus problemas se vuelven un asunto de todos, que conviene resolver juntos.

A quien no frecuenta un bar quizá le resulte imposible comprender esto en toda su amplitud, pero no hay nada peor que un jefe de mala leche. Ya no puedes bromear sobre nada, no hay manera de beber de fiado, hay que evitar toda una serie de conversaciones y hasta el

espresso parece hecho con sucedáneo.

En resumen, hará ya casi un mes que Capponi parece un moscón en una botella, siempre rezongando, y desde que ha vuelto su hermano está aún peor, pues los dos casi no se hablan, nada más que para decirse pásame esto o lo otro. Lo malo, además, es que de este problema no puede hablarse así como así, como si no pasara nada, ya que conviene que nadie te oiga, y como estás en su bar la cosa se vuelve complicada. La única manera es ponerse todos alrededor de una mesa, con

L’Unità en medio, fingiendo que se está leyendo y comentando. De vez en cuando Botón lee un titular en voz alta y si Capponi se acerca, Garibaldi se pone a hablar de Indochina.

—Oh, escuchad esto: «En Dien Bien Phu ondea la bandera del Vietnam libre. El último ataque duró pocas horas…».

El periscopio Walterún emerge sobre el mar de cabezas blancas y peladas. Nadie a la vista. La Gaggia es el primero en disparar:

—Para mí es culpa de Pierre. ¡Hace lo que le da la gana, como si estuviera solo en el mundo!

—¿Y qué pasa? —le replica al punto Botón—. ¿No ha hecho lo mismo tu hijo? Porque si iba a casa de su madre a decirle: me voy a pegar unos tiros a esos nazis en el Cansiglio, ella lo encadenaba a la cama, ¿o no?

—Perdonad, eh —tercia Garibaldi—, pero ¿qué nos importa a nosotros de quién sea la culpa? A mí me han tocado las pelotas los dos: ahora mismo los llamamos y les cantamos las cuarenta, que se diga de una vez lo que pasa, que se manden a cagar si quieren, pero que acaben de una vez con este mal rollo.

—«Solemnes exequias a los restos de los treinta y seis trabajadores sacados de la mina de Montecatini. Cincuenta mil italianos en los funerales de las víctimas de Ribolla…»

—Además, en mi opinión Pierre no ha contado todo como realmente fue. ¿Acaso piensa que no se ve que no las tiene todas consigo? Si su padre estuviera tan bien como él dice no pondría esa cara.

Botón se lame un dedo y vuelve la página:

—¡Anda, anda, qué tendrá que ver el padre! Es simplemente una cuestión entre hermanos, nosotros no podemos hacer nada, ya verás como antes o después se les pasa.

—¡Y que se les pasa! Se ve que no conoces a Nicola Capponi, el Erizo.

—¡Pues precisamente! ¡No se le puede buscar tres pies al gato!

Garibaldi le sujeta la mano a Botón y alarga la cabeza para leer.

—«Asti, Siete. Falleció en el día de hoy, hacia las cuatro de la tarde, en su casa de via Cavour veinte, de nuestra ciudad, el popularísimo ex campeón de ciclismo Giovanni Gerbi, conocido por todos los aficionados como el Diablo Rojo.»

—¿Ah, sí? ¿De veras? Pero ¿cuántos años tenía?

—No era muy viejo. ¿Cuándo debió de dejar de correr, en el diez? Yo me acuerdo perfectamente de él.

—Anda, déjate de historias, a propósito de ciclismo: «Giro de Italia, crónicas en directo de las llegadas de etapa, en las ciudades desde las que sea posible el enlace de televisión».

El anuncio arranca más suspiros y mugidos que los abusos de Montecatini. El hecho es que en el bar Franco, aquí al lado, han comprado hace poco un televisor, y hasta anteayer todo el barrio se reía de ellos porque la televisión será lo que se dice un milagro, pero la verdad es que nunca hay nada que ver, y los del bar Franco presumían de ir a la moda, de esos que tiran los cuartos para hacer ver que son más guapos que los demás. Luego pasó que a Bortolotti, el día de la carrera Milán-Sanremo, no se le vio escuchando la radio con nosotros, y al día siguiente vino a contar que en pantalla la llegada a la meta es algo emocionante. Y también nos informó de que en junio comienza la Copa del Mundo y dan los partidos por televisión, y Franco le dijo que solo en ese mes cuenta con recuperar los gastos ocasionados por la compra del aparato cobrando diez liras de más por el café y cincuenta por las bebidas alcohólicas.

Nicola, detrás de la barra, masculla algo, lo que ha bastado para dar a entender que él no quiere ni oír hablar de esta historia. Por lo demás, tal como está, ya podrías decirle que el Ejército Rojo está atrincherado en Budrio que él ni pestañearía.

—¿Y si hiciéramos una colecta? —propone Walterún de improviso.

—¿Una colecta?

—Sí, un poco cada uno, pues si esperamos a que nos toque la lotería tenemos radio para rato. En cambio, si nos ponemos todos de acuerdo podemos ahorrar las ciento cincuenta mil, ¿o me equivoco?

—Ah, pues quizá —comienza diciendo Botón por lo bajo—. Una bonita estrategia comunista, Walterún, el problema es que hace falta el dinero para la antena y para el abono y en total la cosa sube a trescientas mil.

—¿Sabes qué te digo? Que nada de colectas: el verdadero comunismo consiste en hacerle soltar la pasta al dueño. Que el televisor lo pague Benassi. ¿No es él quien saca beneficio, al fin y al cabo?

—«¿Ha estallado ya la cuarta bomba H en Bikini?» Gaggia, esto te interesa a ti: «Piero Piccioni y Montagna pronto serán interrogados por Sepe. Hoy tiene lugar en Ginebra la Conferencia sobre Indochina».

Tan pronto como Capponi se aleja, la unidad del grupo se rompe. Hay quien se alinea contra la propiedad privada, quien quiere organizar una lotería, quien invoca la huelga del

amaro hasta que Benassi ceda y quien propone preguntarle a Gas si tiene algún modelo entre manos.

—¿Qué? —se calienta Garibaldi—. ¡No, no y no! Si queréis que ese os dé el camelo, podéis olvidaros de mi dinero.

—Pero vamos, Garibaldi, ¿crees tú que nos va a vender un petardo a nosotros? Perdona, pero ¿acaso no sabemos dónde vive?

—Es una cuestión de principios, yo…

Pierre roza la espalda de Botón con una bandeja en la mano y una cara larga que mete miedo.

—¡Joder, también Pierre, vaya cara que pone!

Mientras Pierre está en la otra sala, Bortolotti deja las bolas y se une a nuestra mesa.

—¿Habéis visto cómo está Pierre? Me han dicho que el otro día, en El Séptimo Cielo, la cosa no le fue como de costumbre.

—¡Ah, ya, se ve que en Yugoslavia se le ha olvidado el

frullone! Entonces no es nada grave, llámale, que trataremos de ponerle de buen humor.

—Déjalo correr, Walterún, me parece que hoy es el día de San Gruñón, no hay nada que hacer.

Bortolotti tiene razón, es mejor dejar a esos dos que con su pan se lo coman, y pensar más bien en esto del televisor, que la Copa del Mundo está a la vuelta de la esquina y aunque Italia no vaya a hacer gran cosa, de momento les metieron tres a uno a los franceses, y juega además Cappello, que es uno de los nuestros, uno del Bolonia, como en los tiempos de Schiavio. En fin, que seguro que vale la pena, además hay que procurar que también los dos malhumorados hermanos, con la sorpresa del televisor, se dejen arrastrar por la euforia.

O al menos eso esperamos.

Ir a la siguiente página

Report Page