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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 9 Nápoles, 9 de mayo

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Nápoles, 9 de mayo

—Don Vincenzo, debe contarnos usted todo con pelos y señales, ¿entendido? Esto es importante, don Vincenzo, ha habido errores que no tendrían que haberse producido.

Vincenzo Donadio, con las manos apoyadas en el mostrador, escuchaba con mirada inquisitiva la voz apenada de Salvatore Pagano. De inquietar a los ciento y pico kilos en poco más de un metro setenta de don Vincenzo, sin embargo, ya se encargaba el hombre grueso que estaba al lado del muchacho, mudo, con el nudo de la corbata sobresaliendo y las manos juntas a la altura de las pelotas.

—Joven, ¿sabe la cantidad de cosas que no tendrían que haber pasado nunca, empezando por que llegara aquí la guerra? ¡Para qué contar! ¿Y sabe por qué? Porque aquí, en esta tierra maldita y olvidada, siempre pasa lo que no tendría que pasar, ¡para qué contar! Es inútil bajar por la mañana, abrir la tienda, trabajar duro, sudar todo el santo día, pues a la gente se la trae floja, dicho sea con respeto, solo los perdularios se toman la molestia de hacer algo, para irse luego detrás del culo de algún pendón, dicho sea con respeto.

—Don Vincenzo, el televisor…

—¿Y qué estoy diciendo? ¡No tiene idea de la quina que me he tenido que tragar! ¡Puro veneno! Ni siquiera era para mí, ese condenado chisme que pesaba más que un demonio, no podéis haceros idea, era un regalo que quería hacerle a un amigo de mi sobrina, ¿sabe?, pues dicen que darán los partidos de fútbol, pero como el aparato no funcionaba me había propuesto echarle un vistazo, abrirlo, para ver si podía arreglarlo, si no para qué demonios iba a regalárselo a ese amigo. ¡Por eso lo puse encima del mostrador, sí, aquí al lado precisamente, el muy condenado pesaba un quintal, no puede hacerse idea!

—Hummm… ¿Y lo arregló usted? —El mudo había hablado.

Pregunta estúpida para don Vincenzo, pero el tono y el físico del autor exigían el máximo respeto.

—Por supuesto que no, por supuesto que no, señor. Lo había puesto aquí encima porque era sábado por la noche, para dedicarme

sin falta a él el domingo, día de descanso. Y el domingo por la mañana temprano vienen a llamarme, don Vincenzo, corra, han robado en la tienda, el cierre está roto, y yo salgo corriendo, corriendo como pueden hacerlo estas piernas con lo que tienen que cargar, claro está, pero ¡el aparato se lo habían llevado ya, esos hijos de su madre! Quizá hubiera tenido que poner un cartel encima que dijera «Averiado», ¡quién sabe!

—Don Vincenzo, pero ¿no tiene usted idea de quién puede haber sido? ¡Qué sé yo, alguien que le tenga antipatía, no sé, algún cabrito muerto de hambre, haga un esfuerzo de memoria, don Vincenzo, por favor!

Salvatore Pagano exhortaba. Salvatore Pagano pedía.

Salvatore Pagano imploraba.

—Pero… ¿qué quiere que os diga? Vincenzo Donadio no tiene enemigos, ni grandes ni pequeños. Muestras respeto, recibes respeto. No te entrometas. No metas de por medio a los guardias. Estos son los mandamientos de Vincenzo Donadio. Dicho esto, ¡esos ladronzuelos y estafadores son como las langostas del Evangelio!

Solo en esta calle hay cuatro o cinco: Cabecilla, el Coreano, Peppino Huevos Escalfados…

Salvatore Pagano sonrió esperanzado.

A eso del atardecer, Donadio, sentado a la mesa, se secaba el sudor con un gran pañuelo azul doblado en la palma de la mano. De vez en cuando resoplaba, luego se mandaba al coleto otro trago de Gragnano. Cierto que no podía dejar de pensar que aquel toro con chaqueta cruzada al que el muchacho llamaba Mistestív era todo un demonio, pero en cualquier caso no servía de nada. Lo cual venía a demostrar que él tenía razón. Eso sí, en menos de medio día habían ido saliendo como champiñones todos los rateros de la calle, en un barrio puesto patas arriba. Ver a ese canalla ignorante de Peppino Huevos Escalfados llorar, pedir perdón y jurar por su madre, que le había repudiado desde hacía tiempo, había sido una satisfacción. Pero del aparato nada. Peppino había delatado a otro ratero socio suyo, Nené, e incluso a un tercero que no se sabía qué pintaba. Mistestív el americano los había aterrorizado, pero nada. Ellos se lo habían quitado ya de encima por unos pocos miles de liras, muertos de miedo, en una estación de servicio por la zona de San Giovanni, en Teduccio. Estaría en Latina, Formia, Frosinone, quizá incluso en Roma o más lejos. Los camioneros iban a aquella parte, o más arriba. Nada. Adiós aparato. No valía la pena jugarse el tipo. Las cosas eran como eran y punto. Además, pensaba don Vincenzo, si lo encontraban, ¿qué podía pasar? No, porque él lo había comprado de segunda mano… pero dejémoslo estar. Otro poco de Gragnano. Aún le parecía oír la voz de Mistestív antes de irse con ese lujoso cochazo americano, que le decía al muchacho:

—¡Sube, Cabezademierda!

Había que dedicarse a lo suyo.

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