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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 11 Roma, 9 de mayo

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Roma, 9 de mayo

El televisor no funcionaba ni a golpes, pero eso a él ahora le importaba un comino.

Ahora. Al comienzo se había puesto de los nervios. Había telefoneado enseguida a Frosinone, porque o le devolvían el dinero, hasta la última lira, o encontraban la manera de arreglar el aparato.

Tal como suponía, los de Frosinone se habían lavado las manos. No era culpa del televisor, un producto americano, de primerísima calidad, puesto a punto por la única persona en toda Nápoles que los entendía, y estaba en perfecto estado, como recién salido de fábrica.

Gilipolleces.

Pero espera, ¿tenía la antena?, ¿se había abonado? Entonces claro que no conseguía verlo. No es que la imagen se cogiera bien en todas partes, y hasta las cinco y media de la tarde nada, no había programas. Antes de decir que el televisor no funcionaba, había que estar seguros de que la antena hubiera sido instalada correctamente, tener el abono en regla, la zona cubierta por la señal y que las retransmisiones hubieran empezado ya. Todo eso podía tardar incluso un mes, y mientras la ganga, aquel prodigioso televisor de marca americana, pantalla de luminosidad natural de diecisiete pulgadas, habría desaparecido. Mejor no desprenderse de él, que siguiera los consejos y si al final se demostraba que el aparato estaba estropeado, le devolverían el dinero con los intereses.

Sí, los intereses; con ahorrarme más molestias ya me conformaría, había pensado Carmine.

Mientras colgaba se le ocurrió una idea.

Y que el televisor funcionase o no, ya no sería un problema.

Fue a esperarla a la salida de la escuela. Aseado y vestido como para una velada en el night-club. A cada medio pitillo se pasaba el peine cuidadosamente por las sienes relucientes de brillantina. La invitaría a dar un paseo en la moto y pondría en ejecución el plan.

Miró a su alrededor, para estar seguro de que aquel pelagatos de Nosé no apareciera. No estaba el horno para bollos. Ya pensaría en él más tarde.

Giuseppe Orlandi, llamado Nosé, era una mierda de hombre, portero de una comunidad de vecinos en la Garbatella, siempre mal vestido, en invierno con el abrigo vuelto del revés, en verano con parches en los zapatos de tela. No tenía una lira, se lavaba poco, y sin embargo Marisa le tenía en gran consideración porque era un

existencialista, se pasaba horas en una mesa del bar Le Rose fingiendo meditar y leer. En realidad, el vino de la botella bajaba a ojos vistas, mientras que el libro, siempre el mismo, parecía no terminarlo nunca. Según él se titulaba

La nosé di Gianpolsàr, pero en la cubierta podía leerse

La náusea, y quizá era lo que daba.

Los padres de Marisa eran buena gente, el padre no dejaba que a sus mujeres les faltara nada y la madre era una excelente ama de casa. Conocían a Carmine y lo cierto es que no lo miraban de lado. Pero también conocían a aquel mentecato de Nosé, y por más que supieran que no tenía ni para hacer cantar a un ciego, dejaban que la hija saliera a menudo con él, mucho más que con Carmine. La madre lo tenía por un chico «inofensivo», el padre sospechaba que era marica. El hecho es que salir con Carmine, subir a su 1100, dejar que le pagara la entrada a las salas de baile, eran cosas de

segnorina, de fulana sacacuartos excitada por el tamaño de la cartera. Prohibido. Salvo que estuviera pensando en el matrimonio. Tomar un helado con Nosé y sus piojosos amigos, ir a Villa Borghese a contemplar las estrellas, incluso subir a casa de él para devolverle el último libro del último gilipollas, todo eso estaba bien, a condición de limpiarse el carmín de labios antes de entrar en casa y no intentar nunca proponer a aquel muerto de hambre como futuro yerno. Mejor ese Carmine, tan niño bien…

A tomar por saco el matrimonio y la senadora que quería cerrar los casinos.

El conserje abrió de par en par el portal. Carmine tiró el cigarrillo lejos, se ajustó la corbata y repasó la frase asesina con los labios entrecerrados.

Los padres dieron su aprobación.

Nosé se asombró de la invitación.

Ella aceptó encantada.

Reunión después de cenar en casa de Carmine para ver

Por favor,diga usted. Algún amigo, la música apropiada, Nosé que pasa a buscar a Marisa, Nosé que la acompaña de vuelta a casa.

El plan de Carmine preveía champán y ceniza disuelta en la bebida para el existencialista. Tres, cuatro vasos. Para Marisa, una dosis más ligera, quería que fuera reactiva. Los invitados, todos amigos, dispuestos a desfilar en el momento justo o a asistir discretos. Esa mierda de hombre fuera de combate al cabo de una hora. Se intenta hacer funcionar el televisor. Frase brillante para tantear el terreno: «Marisa, no pongas esa cara, ¿no te había invitado a ver el televisor? Pues aquí lo tienes, puedes mirarlo cuanto quieras, no dirás que no he mantenido la palabra, je, je». Frase acompañada de un guiño antes de la estocada final: «¡Pero qué mala pata, si esta tarde funcionaba tan bien! Bueno, Marisa, no nos deprimamos por esto, el maldito trasto no nos va a arruinar la velada».

Todo calculado. No podía fallar.

Luego, antes de volver a llevar el aparato a Frosinone, se lo regalaría a la hermana para humillar al muerto de hambre de su cuñado. Y si el muy memo salía con historias, le avergonzaría. ¿Tienes la antena? ¿Te has abonado? ¿Lo has puesto después de las cinco y media? ¿Has comprobado que haya señal? ¿Y pretendes que funcione? Solo un zulú puede creer que basta con enchufarlo.

El otro se ofendería y acabaría por devolverle el regalo. Él se lo llevaría de nuevo a Frosinone, y recuperaría el dinero. La hermana se daría cuenta por enésima vez de con qué tiparraco se había casado.

Todo sin gastar una lira.

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