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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 13 Bolonia, 21 de mayo

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Bolonia, 21 de mayo

Esperar le crispaba los nervios.

Desde pequeño. No hacía nada sin preguntar qué venía a continuación.

En la vida se requiere paciencia, repetía tía Iolanda. Aprende a esperar.

Paciencia o no, había aprendido.

El pitillo de rigor, rincón oscuro del patio interior, vistazo a la calle más allá de la cancela abierta.

Ceremonial perfecto. Solo faltaba el reloj. Quedaba el gesto.

Subida de muñeca, dedos en la manga, mirada gacha. Cuatro mil liras por un Lorenz. Regalado, según Palillo.

Esperar.

Sudado de

filuzzi, calor primaveral y kilómetros a paso ligero.

Nada de bicicleta, también vendida.

Apagó la colilla en el polvo, llegó a la cancela, dio marcha atrás.

Noche despejada. Estrellas por doquier y reclamos de gata en celo.

Casi una carrera, desde el Florida al bar Aurora. Habían dado las dos, puntual. Pasada media hora no se veía a nadie. La llama del encendedor iluminó el mazo de llaves. Probó la cerradura para ahuyentar la mala suerte. Si no eres precavido estás jodido. Había que tirar un poco hacia atrás, pero abría.

Otro vistazo a la calle, otro cigarrillo. El último. La calderilla de la mañana apenas había alcanzado para comprar seis.

Esperar. Había aprendido a la fuerza.

No había hecho otra cosa.

El padre, las cartas, Angela. ¿Y la Pelirroja, aquella chica fácil? Ídem. ¿La revolución? Eh, muchacho, hay que esperar, no es el momento, esto va a acabar como en Grecia. Se conocía la frase de memoria. La mitad de los que la decían no tenían idea de lo que había pasado en Grecia, en cualquier caso un cacao muy gordo, pregúntaselo a Benfenati, si no nos crees.

Cuando el camarada Benfenati hablaba de luchar dentro de las instituciones, Garibaldi era el único en dar su opinión. Como en el 21, cuando los jefes recomendaban no responder a las provocaciones, no dejarse llevar por la violencia, y mientras tanto las bandas fascistas repartían leña, y no solo eso, y al final se habían requerido veinte años para mandarlos a casa. «Nosotros luchábamos dentro de las instituciones —rebatía—, y mientras tanto aquellos recibían los palos.»

La gata maulló más fuerte. El tono parecía melancólico, pero oyéndola uno habría dicho que se lo pasaba en grande. Ninguna duda. Ninguna alternativa. Solo el instinto adecuado. Fanti decía que la inteligencia del hombre está en las alternativas al instinto. Pero si ninguna te convence, o no lo ves del todo claro, ¿por qué fingir que esperar es una estrategia? Mandangas, la excusa para dejar de buscar. Un boxeador sonado se puede creer un gran estratega, pero no por eso evitará acabar en la lona. Y cuando por la radio oyes que Mitri espera a su adversario, no te lo imaginas con la guardia baja, pensando en una tía buena, sino concentrado en la mínima distracción, dispuesto a explotar.

Con el enésimo vistazo, Pierre notó una luz en el otro lado de la calle. Me cago en la puta, el panadero. Bonito problema. El panadero no se dedicaba nunca a lo suyo, siempre allí en la puerta, echando el ojo a todos, siempre informado, siempre haciendo preguntas a los que pasaban para hacerse el simpático.

La gata calló de improviso.

Ruidos de coche llenaron el silencio.

Tres destellos de luz de faros. Pierre agitó los brazos sobre la cancela. La furgoneta pasó por delante de él para meterse por el patio en marcha atrás. La puerta del panadero estaba cerrada.

Palmo apagó el motor y se apeó.

—Llegas tarde —dijo Pierre.

—Lo importante es que tú estás —respondió el otro sin inmutarse—. Ánimo, andando.

Eran seis cajas. Palmo cargó con tres de ellas. En la escalera, a punto estuvo de perder el equilibrio, mientras Pierre iluminaba los escalones con la vela. Había ganado un espacio detrás de los sacos de carbón. Nadie los tocaría hasta el invierno siguiente.

Las cajas llegarían una vez al mes. No más de cinco o seis, veinte cartones cada una. La mayor parte de la carga se colocaba en pocos días, todo encargos, pero siempre quedaba algo, y no era prudente tenerlo en la nave. Alguno recurría al truco de expedirlas por ahí, mediante el correo, como falsos regalos de representación. Pero luego no había que perder de vista la dirección y diez minutos después de que el paquete hubiera llegado presentarse como empleado de correos, excusándose por el error y pidiendo llevarse la caja. Demasiado arriesgado, con ese método ya habían echado el guante a un par.

Palmo se liberó de la segunda carga y volvió a comprobar el escondite. Ettore debió de pedírselo. Los sacos de carbón parecieron convencerle.

En casa del panadero, todo tranquilo. Por lo demás, ¿no se quejaban siempre las viejas del barrio de que el pan no era el mismo desde que Gino había dejado de levantarse de noche y pasado el testigo a los hijos? Gualterio y Lorenzo no eran un problema.

Pierre se despidió saludando con la mano y tomó escalera arriba. Trató de no hacer ruido, como siempre, para no despertar a Nicola. El motor de la furgoneta hacía más ruido que sus zapatos.

—¿Quién te ha acompañado? —preguntó el hermano revolviéndose entre las sábanas.

—¿Eh? Nadie, ¿quién iba a acompañarme?

—¿No has vuelto en coche?

—No.

—He oído un coche…

—He vuelto a pie.

—Venga, va, que sin la bicicleta es duro. Pero te empeñaste en venderla y ahora te toca mendigar a los que tienen coche; bonito resultado.

Pierre se mordió la lengua y se quedó callado. El vete a la mierda estalló en el cerebro. Dobló la ropa sobre la silla, conquistó un metro de sábana y pensó en Angela sin demasiada convicción.

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