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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 29 Bolonia, 8 de junio

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Bolonia, 8 de junio

El bar de los rojos figuraba el primero de la lista. Por la mañana temprano, antes de que se llenara.

El atraco al carnicero había complicado el día. Dos largas horas de persecución, luego el camión había tomado mal una curva, por la zona de Castel Guelfo. Cuartos de buey sobre el asfalto y pollos muertos esparcidos por el prado. El ladrón había roto el parabrisas con la cara. Muerto en el acto.

Retirar los bueyes de la calzada, hacer un informe, esperar a la grúa, dar parte de todo a la policía de tráfico. Unos perros se daban un banquete con una carcasa. Moscas famélicas se ocupaban del resto. El rebaño humano recogía pollos como si fueran patatas.

Poco después de las once, de nuevo en Bolonia.

—¿Sabes dónde está ese bar Aurora? —preguntó Sacchetti.

—Sí, dobla aquí a la derecha, que llegaremos antes.

Tagliavini se olió los dedos. Olían a sangre. Veinte años en la policía, la guerra, y seguía sin soportar aquel olor.

—Qué, Sacchetti —preguntó en tono paternal—, la muerte causa siempre impresión, ¿eh? Es desagradable.

El otro asintió.

—Y es que, aunque en la guerra nos acostumbramos, ahora es distinto, ¿no? Piensa que dentro de unos años tus colegas jóvenes no habrán visto nunca muertos. Ni bombardeos, fusilamientos, minas, atentados. Me parece que para ellos será incluso peor.

No era un tipo locuaz, Sacchetti. A decir verdad, no decía una palabra. Ideal para cuando tienes necesidad de desahogarte después de una persecución. No quería dar la impresión de estar tenso, Tagliavini. Sobre todo quería estar seguro de que el chaval estaba tranquilo. Con los rojos, nunca se sabe.

—Es ese, ¿no? —preguntó Sacchetti.

—Sí, aparca.

No parecía demasiado frecuentado. En las sillas de la acera no había nadie. Tagliavini echó un vistazo al interior. Viejos jugando a las cartas, un tipo en la barra. Apenas suficientes para oponer resistencia. Atravesaron la calle. Un segundo antes de tocar la puerta, caras rugosas se alzaron del juego, una tacita de café quedó a media altura, el paño dejó de moverse sobre el vaso.

Puro Oeste. El cazarrecompensas que viene de lejos entra en el salón para preguntar. La música cesa y los relojes se paran.

—¿Es usted Nicola Capponi? —preguntó el agente en medio de un completo silencio.

—¿Qué desean?

Tagliavini eligió el tono informal:

—Queremos echar un vistazo a su bodega, señor Capponi.

El hombre los miró de arriba abajo, uno tras otro. Se pasó la lengua por los labios. Tagliavini creyó leerle el pensamiento. Sopesaba las fuerzas en liza. Valoraba estrategias.

Una docena de sesentones dejaron las mesas y fueron a apoyarse en la barra. Nadie fingía otras ocupaciones. Nadie escuchaba de soslayo. Todos miraban atentos a aquellos hombres de uniforme.

La voz del que regentaba el bar parecía salir de un viejo disco polvoriento:

—Hoy tengo muchas cosas que hacer. Vuelvan a pasar mañana, ¿de acuerdo?

Sacchetti tuvo un sobresalto:

—Oye, no debes per… —Una mano le apretó el hombro: silencio.

—Es necesario proceder ahora, señor Capponi, pero si usted colabora será cuestión de media hora. —Inflexible y conciliador en una misma frase. Una obra maestra.

De la trastienda apareció un joven. Interrogó a la pequeña multitud con la mirada. Se dirigió al otro:

—¿Qué pasa, Nicola?

Tagliavini aprovechó para explicar.

—Sospechamos que la bodega de este bar es utilizada como depósito de mercancía ilegal. Tenemos que proceder a un registro. —Tono burocrático, ahora.

El público prorrumpió en los primeros susurros. El joven intervino con seguridad:

—Procedamos, pues. Nosotros no tenemos nada que ocultar, ¿verdad, Nicola?

Una mirada torcida fue la única respuesta.

—Muy bien, entonces. —Tagliavini puso una amplia sonrisa. Parecían dispuestos a no hacer tonterías—. Cuanto antes me acompañéis, antes acabaremos.

Mientras Nicola Capponi salía de detrás de la barra, uno de los clientes enfiló la puerta seguido por otros dos.

Tagliavini cogió una toallita de papel. Se secó el sudor de la frente, luego se limpió los dedos. El olor a carne cruda le daba apetito.

La Gaggia estaba clavando una tachuela en el tacón de un zapato. Botón entró jadeante. Garibaldi y Walterún inmediatamente detrás.

Comprendió por sus semblantes que no estaban allí para echar una partida.

—Capponi tiene problemas.

—Hay dos polis en el bar Aurora.

—Quieren registrar la bodega.

Tardó un instante en hacerse una composición de lugar. La bodega del bar Aurora. El hueco tras el aparador. La caja escondida después de julio del 48.

—¿Estáis seguros? —preguntó mientras se alisaba las patillas.

—Los teníamos al lado y lo oímos perfectamente.

—Se han inventado un registro con el pretexto de que hay mercancía ilegal.

—Un puro embuste. Está claro lo que buscan.

La Gaggia dejó el zapato y los útiles de trabajo. Un clavito se quedó colgándole del labio. ¿Era posible que alguien hubiera hablado? ¿No sabían solo cinco o seis la existencia del escondite detrás del armario?

—¿Cómo se lo ha tomado Capponi?

—Cabreado, como de costumbre. Pero al final ha aceptado llevarles abajo.

—A mí me parece que no debería ceder —terció Garibaldi—. Bastaba con dar la voz a una poca gente.

—Sin embargo ha hecho bien —aprobó la Gaggia—. Yo estaría tranquilo: está el aparador, que es muy pesado, para correrlo hay que vaciarlo por completo, luego está el tablero de contrachapado clavado a la pared y la vieja radio que descansa en él. Hicimos las cosas como es debido, tranquilos, o saben dónde buscar, cosa que me parece difícil, o no encontrarán nada.

—Yo llamaría a Benfenati —propuso Walterún.

—¿Benfenati? ¿Y qué pinta Benfenati?

—¿No echa siempre una mano el Partido en estas situaciones? De no haber sido por Benfenati, a estas horas a Anselmo Lunardi le llevaríamos el bocadillo.

—Sí, pero ese había dejado tiesos a tres o cuatro, es distinto. Hazme caso: a Benfenati, como mucho, le avisaremos si pasa algún desastre. De lo contrario es mejor que no sepa nada y mañana lo desalojamos todo.

—Y mientras, ¿por qué no vamos a echar un vistazo? —preguntó Botón.

—Vamos.

Salieron dejando a sus espaldas el olor a cuero y goma. La Gaggia echó el cierre metálico. El bar se había vaciado. Del patio trasero subía un denso vocerío. Opiniones y comentarios salvaban hileras de ropa tendida, ascendían edificios y balcones, llegaban a la calle, subían y bajaban escaleras de sótanos, volaban de un portal a otro en las piernas de los chavales, inundaban coliflores y melones en el mercado del barrio.

Si alguien hubiera llegado en aquel momento, habría pensado que Capponi había sido arrestado, que le habían jodido de lo lindo, estaba claro, le habían hecho llegar alguna mercancía ilegal con los abastecimientos habituales, con el único fin de enredarle, de echar lodo sobre un auténtico camarada, un héroe de la treinta y seis y de Monte Battaglia, ¡y no solo eso!, de Ca’di Malanca. Tal vez Purocielo. Era una provocación. Era una auténtica afrenta. Típico estilo Scelba. Uno no se podía quedar viéndolas venir.

Los cuatro del

tarocchino se abrieron paso por las escaleras con los codos y con la edad. Por los tragaluces que había cerca del techo se filtraba poca luz. Algunas velas añadían la suya.

Para quien lo conocía bien, Nicola era más bien estirado. Habitual expresión dura, músculos de la mandíbula contraídos y dedos tamborileando en un muslo.

Pierre parecía más tranquilo. Daba vueltas por la estancia con paso de bailarín. Desplazaba lonas, abría cajas, iluminaba rincones escondidos.

—¿Quiere mirar aquí dentro, agente? Mire, aquí tiene, solo telarañas, ¿ve?

La Gaggia se acordó.

Pierre no sabía nada.

La Gaggia comprendió.

Eso era lo que le preocupaba a Capponi. No el escondite, seguro como un as de brisca. Si los policías no lo habían encontrado enseguida, quería decir que no tenían idea de dónde buscar. Y si no tenían idea, seguro que no lo encontraban. A menos que Pierre, con su celo y esos modales corteses de hijo de puta no les creara a todos problemas. Había que admitir que sabía cómo actuar: sereno, impecable, incluso dispuesto a colaborar. La mejor manera de que les dieran por saco. Sin duda disfrutaba. Y no menos disfrutaban la mayoría de los presentes, murmullos complacidos acompañaban cada amabilidad afectada, cada «Por favor, agente», «¿Quiere que le ayude?», «¿Y esta caja la apartamos?», «Hagamos las cosas como es debido, ya que se han molestado, levantémoslo todo, no sea cosa que se queden con la duda».

Nicola lo ametrallaba a miradas. Pierre no le hacía caso: un poco la penumbra, un poco la excitación. Además, aunque lo hubiera advertido…

La Gaggia miró a los demás.

Garibaldi sudaba a chorros a pesar del fresco de la bodega. Botón había subido casi a la carrera. Walterún repetía obsesivamente que era mejor llamar a Benfenati.

Habían llegado también ellos.

El agente de más edad levantó la vela y se inclinó sobre una pila de mesas y sillas. Apartó un par, se incorporó, parecía tener ya bastante.

Pierre abrió de par en par el armario, señaló las cajas de las estanterías y dijo:

—Esto es la vajilla: vasos, tazas, cubiertos, platos. Dos servicios de repuesto. ¿Vemos si hay algo ilegal?

Botón empujaba en la escalera para ganar posiciones. La Gaggia parecía paralizado. Garibaldi pensaba en el tesoro: dos Bren, tres metralletas de cañón calado, diez cargadores de balas, ocho bombas de mano. Walterún preguntó si no convenía avisar a Benfenati.

—Adelante —insistía Pierre—. ¿Qué buscan? ¿Cocaína? ¿Opio?

El agente más joven se puso de un color morado.

—Ahórrate el aliento para cuando te llamemos a la comisaría —susurró.

El público se sublevó. Las primeras filas informaron a los de atrás, estos a los de la escalera, luego a quien estaba paseando por el patio, a los chavales del barrio y por último a las verduleras. ¡Canalla! ¡Provocador! ¡Delincuente! ¡No han encontrado nada y tratan de detenerle!

Capponi, sorprendentemente, tomó partido por el poli:

—Tiene razón él. Ahora cállate.

A Pierre no le dio tiempo de rebelarse. El agente de más edad tendió una mano para despedirse:

—Muy bien. Todo en orden. Nos vamos.

El gentío se abrió como un pequeño mar Rojo. No lo bastante para garantizar a los representantes del orden una salida de escena rápida e indolora. Pequeños empujones, codazos, pisotones e insultos entre dientes.

Garibaldi arponeó un hombro de Walterún con un espasmo por el peligro pasado. Capponi miró a Pierre con una mirada gélida y la promesa de un enésimo rapapolvo. Botón y la Gaggia tomaron escaleras arriba, inmediatamente detrás de los agentes.

—Oye, Gaggia —bisbiseó Botón tocándose la nariz—, ¿verdad que huelen mal?

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