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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 31 Bolonia, 13 de junio

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Bolonia, 13 de junio

Había perdido el tranvía después de una inútil y sudorosa carrera de cincuenta metros.

Decidió hacer el camino a pie hasta la parada siguiente. El encuentro con Ettore era a las siete. Tenía tiempo.

Ettore. ¿Qué podía hacer para pagar la deuda?

Montroni le había echado encima a la policía. Angela lo había avisado. Palmo se había llevado las cajas justo a tiempo.

Montroni quería enchironarle. Angela había dicho: Sabe también lo de Yugoslavia. Nicola ya no le dirigía la palabra, el show de la bodega le había hecho ponerse como una fiera.

Montroni sabía.

Para complicar más la situación, aquella mañana, una carta de Pisa. Remitente: grupo colombófilo Alas del Tirreno. Dentro: dos líneas de explicación y un mensaje de Vittorio Capponi.

Su padre. Escondido en un cobertizo abandonado en las montañas junto a la frontera de Albania. Su padre, pocas palabras. He acabado con Yugoslavia. Infórmate sobre las condiciones para una vuelta a Italia. Un abrazo. Vittorio.

Pierre consultó la hora en la muñeca de un paseante. Calor bochornoso y agobiante. El sol, que se extendía por via Emilia, llamaba a Porta San Felice.

Tenía que sufragar la deuda con Ettore.

Tenía que pensar en el regreso de su padre.

Tenía que devolverle el favor a Angela por haberle salvado el pellejo.

Debía demasiadas cosas a demasiada gente.

Angela había dejado caer una sospecha. Creo que la muerte de Fefe tuvo que ver con un medicamento. Hubieran tenido que dosificarla y en cambio la suspendieron. Le he preguntado a Odoacre: dice que no es cierto, pero no me ha convencido. Pienso que tiene miedo. Miedo a admitir que Fefe puede haber muerto por eso. Miedo a que yo le odie el resto de mi vida. Miedo a que tú y yo volvamos a vernos.

El martillo neumático le hirió los tímpanos. Los trabajos del nuevo hospital avanzaban. Ruido ensordecedor: el tranvía pasó de largo sin que se le oyera. Renunció a correr.

¿Quién podía ayudar a su padre? Normalmente, asuntos semejantes los despachaba el Partido. Pero Vittorio Capponi se había quedado con Tito cuando Moscú y los demás camaradas lo habían abandonado. Y ahora que Tito y la Unión Soviética volvían a acercarse, él estaba con Djilas. Así, no le quedaba más remedio que pedir ayuda a su hijo Pierre, que no tenía una lira, que debía dinero y no sabía qué hacer, que había sido abandonado por su amante, que estaba en el punto de mira del marido de ella, un pez gordo de la Federación de Bolonia. ¿Para qué volvía a Italia? Pasados cincuenta años, dos veces viudo, oliéndose la cárcel, sin un trabajo, estigmatizado como «titofascista». Bonita perspectiva.

Pierre atravesó la vía y tomó por el sendero entre los matorrales. Los árboles tapaban la nave. Entrevió el camión. Estaban cargando.

Sorteó un amontonamiento imprevisto de ladrillos y neumáticos. Se arregló el pelo y apareció en la explanada polvorienta. Ettore apareció de repente de detrás de la caja del camión y le hizo señas de que entrara. Un horno de cuatrocientos metros cuadrados.

Se frotó los bigotes y se saltó las formalidades:

—Venga, háblame de esa bodega.

—Nada, Ettore, nos han pillado.

—Eso ya lo sé. Pero ¿cómo?

Abrió los brazos.

—No sabría decirlo. ¿Un soplo acaso?

—Alguien que os vio descargar.

—Probablemente.

—Nosotros estamos tranquilos. Por aquí no se ha visto a nadie.

Pierre se encendió un pitillo y alargó el paquete.

—No creo que sea algo gordo. Creo que se limita al bar Aurora.

—Lo mismo creo yo —sonrió Ettore—. Y creo que no me lo estás contando todo.

—¿Cómo?

—Has entendido perfectamente.

Pierre alzó las manos por encima de la cabeza, con las palmas hacia delante.

—De acuerdo, de acuerdo, el panadero del otro lado de la calle. Es una vieja cuestión de faldas. Creía que se le habría pasado, pero me parece que aún la tiene tomada conmigo.

Por el silencio que siguió, Pierre dedujo que debía seguir hablando.

—¿Y ahora qué hacemos, Ettore?

—¿Cómo que qué hacemos ahora?

—Estoy metido en la mierda. No sé de dónde sacar todo ese dinero.

—¿Has pensado alguna vez en dedicarte a robar?

—No creo que fuera capaz, pero dentro de poco no me quedará otro remedio.

—Existe todavía una alternativa. En esta época tenemos muchos pedidos. Tres o cuatro viajes para una empresa de carburante agrícola reconvertido, más el comercio habitual. A los del carburante tendremos que decirles que no, pero si contara con un matutero más, podríamos aceptar. ¿Qué te parece?

Hacer de contrabandista, lo único que le faltaba. Sin embargo, más le valía aceptar: peor de como estaba… Respondió que se lo pensaría. Luego añadió:

—¿No son excesivos cuatro viajes? Yo para ir a Yugoslavia hice solo uno.

Ettore sonrió.

Pierre le estrechó la mano.

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