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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 35 Bolonia, bar Aurora, 20 de junio

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Bolonia, bar Aurora, 20 de junio

Silencio repentino. Casi mágico.

Corazones y alientos flotan suspendidos entre humo y techo.

Las bocas se redondean, los suspiros se prodigan. Ooooh, ¡eh, eh, mira qué faena!

Nada de Rocky Marciano contra Charles Ezzard. Estos negros, aunque sean viejos, son siempre unos bestias.

Nada de Guatemala, la reforma agraria, el ataque innoble de Estados Unidos para defender los intereses de la United Fruit.

Nada de Ethel Rosenberg, hace justamente un año. ¿Un año ya? Pero ¡joder!, cómo pasa…

Nada de que el ciclismo ha muerto, alguien debería tomar cartas en el asunto, habría que suspender a los ases de las carreras, el plante en lo alto del Bernina, ganan demasiado dinero, Coppi está agilipollado, el

Carlino dice que tiene una amante,

L’Unità que no, debe de ser un ataque clerical a un deportista de izquierdas, de todas formas ya no es el mismo, Bartali tiene cuarenta años y más garra, nada de doping.

También Benfenati ha dejado de hablar.

Transportado por los hermanos Capponi, como un antiguo faraón, el aparato entra en la sala del trono.

El bar Aurora no ha estado nunca tan lleno. Está todo el mundo. Aquellos a los que no se veía el pelo desde hacía meses. Aquellos a quienes la mujer retiene siempre en casa. Aquellos que no son hinchas del Bolonia. Aquellos que tienen deudas y sí, sí, las pagarán mañana. Aquellos para quienes en la época de la motorización, sentarse delante de un mueble es cosa de locos. Dan ganas de pensar que estará también Anselmo Lunardi, llamado el Intrépido, venido de incógnito de Praga, y probablemente el Viejo, que en paz descanse, directamente de la Cartuja, para luego decirle a la mujer, cuando vuelva a su lado: «¡Argía, no sabes lo que te has perdido!».

En el momento de izarlo sobre el mueble, todos quieren ayudar, tocar, participar. «¡Yo estaba!», les dirán a sus nietos.

¡Arriba! Un poco más a la derecha, así, más inclinado, vamos que va bien, cuántas muñecas. ¡Joder, sí que pesa! ¡Joder, sí que es grande! ¡Joder!

De acuerdo con la gran novedad, pero quizá no esté de más decir que toda esta buena gente no está aquí solo para ver un televisor, porque, más o menos, ya sabemos lo que es. Y muchos de nosotros, la pasada semana, estábamos en el bar Franco disfrutando con la llegada de Coppi a Bolzano, la única etapa en la que ha puesto toda la carne en el asador de verdad, nada de fingimientos, precisamente para dejar bien claro a todos que cuando él quiere es siempre el Gran Campeón. Pero ¿qué quieres?, el ciclismo no es tan interesante después de todo, ves la meta, ves a la gente, ves aparecer a Coppi, pero no sabes cómo ha ido la cosa en la montaña, es decir, saberlo sí lo sabes, pero por la radio, que no es lo mismo. Ver el partido de fútbol es otra cosa muy distinta, sobre todo si Italia juega el partido de su vida en el Campeonato del Mundo. Con Bélgica o se gana o se va a casa. Y además hay que esperar que Inglaterra deje fuera a los suizos, meros aficionados que, según Czeizler, son algo más flojos que los húngaros. El jueves varios de nosotros ni siquiera fuimos al bar Franco, pues no era el caso de pagar el recargo por el café para ver el Italia-Suiza. En cambio, nos dieron una paliza. El árbitro hubiera tenido que anular un fuera de juego inexistente, pero al final lo que cuenta es solo el resultado: dos a uno, apaga y vámonos.

—Y este enchufe, ¿dónde va? ¿Qué es esto, la antena?

Pero lo que nos emociona más que nada es el hecho de que el televisor lo hemos comprado nosotros, para nuestro bar. Un televisor americano, un aparato de lujo. Y a partir del día de hoy no nos veremos obligados a emigrar, a ir a otro sitio, donde el

amaro cuesta más, el café no es el de costumbre y hasta el acento de la gente te parece distinto. Se diría que estás de prestado, en otra parte, no hay tu tía. En resumen, como decir que es un acontecimiento dentro de otro acontecimiento, el partido de Italia y el televisor en el bar Aurora, entre el cuadrito con

L’Unità de cuando murió Stalin y la medalla de Capponi.

—¿Alguien tiene un pedazo de papel? Lo pondremos debajo para que quede igualado.

Entretanto Benfenati suelta una leccioncita sobre el fútbol. Ha estado callado diez minutos, ¡ay de malgastar el tiempo para la propaganda!:

—A estos futbolistas les pagan demasiado.

La Gaggia trata de captar la atención sobre el caso de la Montesi. Ha acabado de por medio también Alida Valli, por culpa de una llamada de teléfono a Piero Piccioni.

—¡Estoy harto! —comenta Botón sin dejarle terminar—. ¡No se entiende nada! Es una historia demasiado complicada, mira, si aparece algo un poco más claro, ven a contármelo, ¿de acuerdo? —Alza la voz—. Ahora, tratemos de hacer funcionar este chisme, vamos, que dentro de diez minutos va a empezar el partido.

Los sitios están ya asignados. Los viejos delante, los jóvenes detrás, alguno de pie. Pierre se pone a trajinar con los botones.

Faltaban

menos de diez minutos. Conexión directa con Lugano. Italia-Bélgica, crónica de Niccolò Carosio. Campeonato del Mundo.

—Echadle una mano al Rey de la Filuzzi, que no me parece muy ducho en estas lides.

—Él es experto, es experto, déjale que haga.

En el estadio de Lugano, Italia sale al campo con Ghezzi, Magnini, Giacomazzi, Neri, Tognon, Nesti, Lorenzi, Pandolfini, Galli, Cappello —¿el del Bolonia? ¡Oh, bien!— y Frignani.

Nicola se acerca. Pierre se abre de brazos y sacude la cabeza.

—Pero ¿no hubierais podido montarlo antes? —pregunta Botón.

—Yo lo había dicho, ¿eh? No me digáis que no os lo dije —casi en voz baja, como un rezo, el comentario aflora a los labios de Garibaldi.

Cinco minutos. Un vistazo al

Sport Illustrato para rebajar la tensión. «Nesti: Combativo y decidido, ha desplegado en la pelea todos sus recursos, brillando en continuidad y eficacia…»

Oi! Yo me despido, me voy al Franco a ver el primer tiempo, luego me vuelvo aquí.

—Voy contigo, vamos, quién sabe si todavía hay sitio.

—¿Qué os había dicho yo? ¿Había que fiarse de ese pelado?

—El tono de Garibaldi se altera.

«… Ha tratado a menudo de sumarse al ataque y ha pasado muchos balones a la primera línea, haciendo hábilmente de enlace…»

—¿Y ahora qué?

—Yo quiero que me devuelvan mis cinco mil liras, ¿qué es esta payasada?

—¡Huelga decirlo! —Garibaldi se agita—. Es todo culpa de este majadero. —Indica a Gas, cerca de la puerta—. Ha sido él quien nos ha hecho esta jugarreta.

Las cuatro en punto. Ahora. Comienza ahora.

—¿Qué tengo yo que ver? ¿Qué sabía yo? ¿Por qué habríais de tomarla conmigo?

Melega coge al buscavidas por el nudo de la corbata y lo empuja contra la pared.

Garibaldi se le pega a la cara, o mejor dicho, a la barbilla, y se pone a vociferar.

—¡Siempre con la misma historia! Jugarretas y solo jugarretas, incluso a los amigos, hasta a tu propia madre desplumarías tú. ¡Delincuente! ¡Zángano!

El bar Aurora se vacía. Unos salen indignados, otros a escondidas, otros corriendo, meneando la cabeza. Nos quedamos unos pocos, indecisos sobre si vale más la pena el Italia-Bélgica o coger a Gas por banda.

Capponi se abre paso entre las sillas seguido por el hermano. Cabreados como monas.

—Gas, no hubieras tenido que hacernos esta. ¿Has visto la de gente que había? ¿Hablarás tú, ahora, con Benassi?

—¿Hablar? —interviene Bortolotti—. ¡Qué coño hablar! Yo que tú, Capponi, le pediría un resarcimiento. Y el muchacho que se las arregle para encontrar enseguida otro televisor.

—¿Otro? —protesta Gas—. ¿Y dónde lo encuentro yo, por este precio? Era una oferta especial, un precio extra.

—Lo encontrarás, vamos, hombre. —El dedo de Melega acaba casi dentro de un ojo suyo—. De lo contrario vendremos nosotros a encontrarte.

Y por encima de la amenaza de nuestro cowboy, la voz del locutor de radio impone la tregua.

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