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Territorio Libre de Trieste, 5 de noviembre de 1953

El arquitecto y poeta Carlo Alberto Rizzi salió de casa a las diez de la mañana. Con una barba negra perfectamente recortada, esbelto y orgulloso como si posara para un monumento ecuestre, miró un momento alrededor, se ajustó la bandera italiana que llevaba doblada bajo el montgomery y se encaminó luego hacia Santo Antonio Nuovo, donde no tardarían en reunirse los estudiantes.

El viento traía un vocerío lejano, gritos y cantos. La ciudad se manifestaba contra los abusos del general Winterton, por la restitución a Italia de Trieste y de todas las tierras irredentas. Las manifestaciones se habían organizado la noche anterior, correos que habían ido de casa en casa desafiando el control de los angloamericanos, que ocupaban la ciudad hacía ya nueve años.

Nueve años, durante los cuales Rizzi había enviado cartas a los periódicos, presentado instancias a las autoridades, declamado encendidos poemas patrióticos en teatros y en cafés.

Rizzi, de cuarenta y seis años, se definía como «un liberal de los que ya no quedan», y sufría por la suerte que le había tocado a su ciudad, ocupada por los alemanes en el 43, por Tito en el 45 y por los angloamericanos poco después.

Las grandes potencias no querían que los pueblos de la Venecia Julia, de Istria y de Dalmacia eligieran libremente su destino, italianos entre italianos. Trieste se había convertido en una especie de tierra de nadie llamada despreciativa y ridículamente «Territorio Libre». Ni de unos ni de otros, ni carne ni pescado: la ciudad y los territorios al norte asignados al gobierno militar aliado y denominados «zona A»; al sur de la demarcación municipal, la «zona B», administrada por Yugoslavia. La humillante imposición había sido sancionada por el llamado Tratado de Paz del 47. Pero ¿la paz de quién?

Las calles de Trieste eran patrulladas por la policía civil del GMA, cuya unidad móvil era conocida como la «Quinta Columna de Tito» por la violencia con que reprimía las manifestaciones de los italianos. En cuanto a la zona B, Tito borraba con mano de hierro todo rastro de identidad itálica.

Era hora de reconquistar la dignidad perdida. Tal vez precisamente aquel 5 de noviembre fuera el día de la verdad.

Insomne, incapaz de interrumpir sus cavilaciones, había contemplado el amanecer desde la ventana de su dormitorio.

El 8 de octubre la promesa de devolver a Italia la zona A había hecho concebir nuevas esperanzas. Pero el 3 de noviembre, trigesimosexto aniversario de la liberación de Trieste, el general John Winterton había prohibido toda manifestación patriótica y conmemorativa. A pesar de la prohibición, el alcalde Bartoli había izado la bandera italiana sobre el tejado del ayuntamiento. Winterton había mandado arriarla y confiscarla y se había negado luego a devolverla a la alcaldía.

El 4 de noviembre, aniversario de la victoria en la Gran Guerra, Rizzi había ido a la manifestación de Redipuglia, primer pueblo una vez cruzada la «frontera». En el cementerio militar, una gran multitud conmemoraba la liberación del yugo austríaco celebrando la del yugo eslavo. Los ojos de Rizzi se habían humedecido al ver las delegaciones de las ciudades irredentas: Zara, Cherso, Lussino, Isola… Inolvidable. Al atardecer, de vuelta en tren a Trieste, en lugar de regresar a casa cada cual por su lado, hombres y mujeres habían desfilado por las calles en pequeños grupos y habían ido uniéndose espontáneamente hasta formar una gran manifestación.

En piazza dell’Unità más de mil personas se habían reunido al final entre la casa consistorial y el Caffè degli Specchi. Del portal de la comisaría había salido un oficial inglés de la policía civil, que agredió y maltrató al abanderado y le arrebató la bandera de las manos.

Justo en aquel momento se había presentado la unidad móvil, impermeables negros y fusiles, y había cargado contra los manifestantes. Estos, Rizzi incluido, se habían defendido destrozando las sillas y mesas del café y utilizando las patas a modo de mazas.

Durante la escaramuza, Rizzi había conseguido milagrosamente recuperar la bandera, que ahora llevaba consigo, doblada entre la chaqueta y el abrigo.

Los disturbios habían proseguido frente al monumento a Verdi de piazza San Giovanni, en piazza Goldoni y en el viale XX Settembre, donde la multitud había asaltado un cine reservado a los oficiales ingleses. En medio de tanta confusión, una camioneta de la policía había chocado con un trolebús: diez policías heridos.

En via delle Torri, que estaban reasfaltando, los manifestantes habían intentado hacer una barricada con vallas y una apisonadora. Al lanzamiento de piedras los agentes del orden habían respondido disparando al aire, luego diez jeeps habían roto el bloqueo y habían llegado furgones cargados de agentes.

Los enfrentamientos se habían extendido hasta los pórticos de Chiozza.

En total veinte personas habían resultado heridas. Dieciséis detenidos.

Los estudiantes, y no solo ellos, habían decidido echarse a la calle a la mañana siguiente. Todas las marchas debían confluir ante la comandancia de policía.

* * * * *

Debido a las obras, la calle de enfrente de la iglesia estaba toda levantada. Del lado de los manifestantes había carretillas, sacos de grava, algún que otro pico y un montón de adoquines. En la plaza desembocaban dos calles, via XXX Ottobre y via Dante. En la esquina con via XXX Ottobre estaba la comisaría, peligrosamente próxima.

Entre los doscientos temerarios rodeados por la unidad móvil, había estudiantes de instituto, universitarios, algún viejo irredentista y diversos ciudadanos apolíticos. También había ex fascistas, pero bueno, ¿no eran también italianos?

La unidad móvil formaba una fila de jeeps protegidos con redes metálicas, carros blindados, por lo menos trescientos agentes con casco de acero, porras y fusiles, macutos llenos de botes de humo. Tenían un aspecto amenazador, pero… ¿era o no el momento de la verdad? Rizzi hacía ondear la bandera y gritaba a voz en cuello.

En un momento dado, de las filas se destacó uno de los mandos, que se acercó a la multitud, se detuvo justo enfrente de Rizzi y lo miró fijamente a los ojos agitando un látigo. No cabía duda, era el mismo provocador del día anterior. Pálido como un muerto, una expresión más fría que el cierzo decembrino. Se hizo el silencio.

Sin bajar la mirada, Rizzi apoyó la bandera sobre los hombros. Con una pronunciación horrible, el hombre dijo:

—Eshta es l’última ves que os avisow: ¡dispersaos e idows a casha!

Rizzi le dio un manotazo en el pecho que lo hizo caer de espaldas. Los agentes no pudieron atacar enseguida, porque los manifestantes los detuvieron con una salva de piedras y puñados de grava. Se vio también volar un pico, que no dio por pocos milímetros en el capó de un jeep. Luego se produjo la carga, y el choque fue durísimo.

Rizzi tuvo que correr entre patadas, puñetazos, bastonazos, culatazos de fusil, «

Son of a bitch!» (aunque no sabía qué significaba), «¡Me cago en Dios!» (esto estaba claro), insultos en esloveno y no pocos chorretones rojos. Junto con otras personas consiguió entrar en la iglesia y cerrar el portón. Eran más de treinta, jadeantes.

Estaba por ejemplo Enrico Pinamonti, flaco y con gafas, profesor de instituto de ideas anarquizantes. ¿Qué hacía allí? Rizzi apenas le conocía, no habían pasado de los buenos días y buenas tardes, y ahora eran compañeros de sitio.

—Buenos días, Pinamonti.

—Hola, Rizzi. Ya veremos si son buenos. Puede que sí.

Afuera proseguía el estrépito, los gritos, las sirenas, los golpes contra el portón. Sofocado, llegó el párroco.

—Pero ¿qué pasa aquí?

Le respondió un hombre de mediana edad, con un pañuelo tricolor al cuello.

—¿No es esta la casa del Señor, padre? ¡Debería darnos asilo, esos de fuera son peor que los alemanes y los titistas juntos!

El sacerdote se acercó al portón y gritó:

—Escuchadme, soy el párroco. Esto es propiedad de la Santa Sede, consagrada a san Antonio Taumaturgo. Es la casa de Dios. Si echáis la puerta abajo os convertiréis en profanadores. ¡Cesad las hostilidades, yo hablaré con los de aquí dentro y los convenceré de que salgan por las buenas!

—¡Y una polla voy a salir yo si esos no se van! —dijo un jovenzuelo melenudo.

—¡Si hay que dar leña, también yo quiero darla! —dijo otro aferrando un largo candelabro de bronce y blandiéndolo como una lanza.

—Pero ¿qué haces? ¡Deja eso ahora mismo! Si tan valiente te crees, ¿por qué no te has quedado fuera? —vociferó el sacerdote.

Entretanto, fuera no se oía ya nada…

… Y entonces el portón se abrió de par en par por el impacto de un gran coche de bomberos, cuyo chorro arrolló enseguida a los sitiados, abriendo así paso a una carga aún más violenta. Al ver la iglesia inundada, el cura se puso rojo, y de no haber sido un religioso habría sin duda blasfemado. Se puso a vociferar:

—¿Dónde está vuestro jefe? ¡Quiero hablar ahora mismo con vuestro superior! ¡Inmediatamente!

Nadie le hacía caso; ya había dado comienzo la masacre. A un par de estudiantes les abrieron la cabeza a culatazos. La sangre se mezcló con el agua. El muchacho que no se resignaba a recibir golpes sin devolverlos hizo girar en el aire el candelabro, luego descargó un mandoble sobre el hombro de un policía, golpeó a otro en el estómago, y al final fue reducido por al menos siete agentes, arrojado al suelo y pateado hasta que dejó de moverse.

Arrestaron y se llevaron a todos los sitiados. A todos menos a Rizzi y a Pinamonti.

Un momento antes de que la policía hiciera irrupción, el arquitecto y el profesor se habían escondido en un confesionario. Habían escapado por los pelos a los golpes y al arresto. Permanecieron en la sacristía hablando de lo sucedido, mientras el sacerdote iba a protestar a la comandancia de policía, diciendo que la iglesia había sido profanada y que, aunque se viniera el cielo abajo, la volvería a consagrar esa misma tarde, ante los fieles y la ciudadanía entera.

—¡No es tonto, para ser un cura! —observó Pinamonti, luego miró a Rizzi y agregó—: No ha estado nada mal el soplamocos que le ha arreado usted al comandante.

—No ha sido ningún soplamocos, ha sido un empujón —precisó Rizzi, que estaba nuevamente de un humor sombrío.

Al cabo de casi un minuto de silencio, Rizzi suspiró y declamó en voz baja:

—«Pobre patria, doblegada por los abusos de poder / de gente infame que no conoce el pudor».

—Ah, ya, es poeta. Tiene su gracia, pero yo no me he echado a la calle por la «patria», por extraño que pueda parecerle. Yo soy internacionalista, no creo en las patrias.

—De hecho, me preguntaba por qué estaba usted…

—No puedo permanecer ajeno a ninguna protesta contra la violencia policial. Por lo demás, no soy ni irredentista ni proeslavo, ni mucho menos estoy con Togliatti, que cambia cada día de idea sobre Tito, según las directrices de Moscú.

—Mucho me temo que no le entiendo. Entonces, ¿con quién está? —dijo Rizzi entornando ligeramente los ojos y acariciándose la barba.

—Lo que trato de decir es que, acabemos como acabemos, de todas formas habrá que luchar contra los propios patronos, eslovenos e italianos, todos juntos.

—Pero, entonces, ¿qué desea para Trieste? —preguntó Rizzi, intrigado por el inusual punto de vista.

—Ante todo, que se largue Winterton con toda su panda. Y luego defender la fraternidad internacionalista entre trabajadores de lengua italiana y eslava, y rechazar toda reivindicación racial y patriótica. Bastantes bobadas peligrosas se han dicho ya sobre el suelo patrio y la sangre, antes y durante la guerra. Sé perfectamente que usted no está de acuerdo.

—¿Cómo podría estarlo? ¡Usted compara los delirios del Führer sobre la pureza aria con el legítimo deseo de reunificar a las gentes italianas en un único país! Yo soy un viejo liberal, y he sido siempre antifascista. No es por supuesto culpa mía si palabras como «patria» se han visto mancilladas por el uso que han hecho de ellas los demagogos. ¡Pregúnteles a los ciudadanos de Pola o de Zara si no quieren liberarse del yugo de Tito! Hay familias desmembradas, hay una verdadera diáspora…

La voz se le atragantó, y Pinamonti aprovechó para decir:

—¡Dejemos estar la Biblia! Palabras como «diáspora» no hacen sino recrudecer un falso conflicto. El rencor aleja a pueblos que, en cambio, deberían luchar juntos contra quien los explota. Querido Rizzi, no dudo de su honestidad, pero la patria que quiere reunificar es la de la burguesía, de los democristianos y de los patrones, que ayer eran fascistas, y ahora se han dado un barniz de democracia, y no es que la policía italiana se comporte mejor que la del GMA, al contrario. ¿Piensa que sería un progreso para nosotros los triestinos que los de las porras estuvieran a las órdenes de Roma en lugar de a las del GMA? Eso es absurdo. Es más, le diré que precisamente gracias a esas absurdidades el GMA administra mejor la represión.

—¿A qué se refiere? —lo interrumpió Rizzi. Quería comprender hasta dónde podía llegar el acrobático razonamiento de Pinamonti.

—Trieste está dividida en una mayoría italiana irredentista, una minoría eslovena y una minoría italiana «independentista»: una buena razón para introducir en la policía a italianos de otras provincias, eslovenos y triestinos independentistas. De este modo, agentes italianos reprimen las manifestaciones proeslavas, mientras que eslavos e independentistas, como acaba de ocurrir, apalean a los italianos. El odio racial, que usted llama «patriotismo», es precisamente el carburante de la máquina del GMA, y tal vez de cualquier otra máquina estatal.

—Pero ¿usted qué es, un anarquista? ¿En qué clase de formación milita?

Pinamonti se metió la mano bajo el abrigo, sacó un periódico doblado y se lo pasó a Rizzi. Era una publicación quincenal, llamada

El Programa Comunista. Rizzi la hojeó y la leyó por encima unos minutos deteniéndose en el informe de una reunión del Partido Comunista Internacionalista, que Rizzi no había oído nombrar nunca, que había tenido lugar precisamente en Trieste ese verano.

—¿Qué es esto de Partido Comunista Internacionalista? ¿Es usted miembro?

—No exactamente, pero tienen ideas muy parecidas a las mías.

No están ni con Moscú ni con Belgrado, aborrecen a Stalin y consideran que Rusia es un país capitalista.

—Extraño. ¿Quién es el jefe?

—No hay ningún jefe, pero el exponente más prestigioso es Amadeo Bordiga, el que en el veintiuno fundó el PCI y fue expulsado algunos años más tarde.

—Me parece haber oído hablar de él. En cualquier caso, querido Pinamonti, cuando el IV Ejército de Tito disparó sobre la multitud italiana, el cinco de mayo del cuarenta y cinco, yo estaba presente. Usted hace análisis muy bonitos, pero cuando se trata de vida o de muerte, hay que alinearse, y yo creo que Istria, Fiume y Dalmacia prefieren estar con nosotros, que hablamos su lengua, más que con unos bandidos que se expresan con gruñidos y mandan a la gente a la fosa común. Piense como le parezca, que yo seguiré haciendo uso de las palabras que prefiero, «patria» incluida.

Pinamonti guardó silencio unos momentos, luego se encogió de hombros y dijo:

—Amigo Rizzi, haga usted también lo que se le antoje, pero como es una buena persona quisiera advertirle que haciéndose el patriota, aquí y ahora, nos dan de todas maneras por el culo.

Y con estas graves palabras dio fin el debate.

* * * * *

A las cuatro de la tarde, las campanas de San Antonio llamaron a la multitud. El párroco volvía a consagrar la iglesia ensangrentada.

La escalinata y las calles adyacentes estaban atestadas de gente, el ambiente era tenso, ya se reunían los jeeps de la policía. Al cabo de media hora, el párroco salió en procesión y, llevando la cruz en alto, comenzó a bendecir los muros exteriores. Silencio. Los hombres se quitaron el sombrero. Todos se santiguaron.

Rizzi y Pinamonti, mezclados entre la gente, observaban a los ingleses, sus expresiones de desprecio, los dedos que tamborileaban sobre las armas. El oficial de marras —según algunos, un tal «mayor Williams»— instó a disolver la «concentración». De nuevo empezó la lluvia de piedras, los fieles intentaban ponerle fin y el párroco trataba de proseguir la ceremonia. Desde una calle lateral, ráfagas de metralleta, al aire… ¡luego contra la gente!

Fue el pánico: en la estampida general, los heridos eran cargados a hombros, pero la policía detenía y golpeaba a quienes los socorrían. En los escalones todos pudieron ver grandes manchas de sangre. Párroco y fieles se refugiaron en la iglesia, pero la persecución llegó hasta el mismo altar, las mangueras inundaron la nave, se oyó gritar: «¡Hay muertos! ¡Hay muertos! ¡Ay, Dios, quieren matarnos, tiradles de todo!».

Rizzi perdió de vista a Pinamonti, luego perdió la bandera y finalmente recibió un balazo en la zona perianal, que le atravesó la nalga derecha y salió casi rozando la juntura del fémur. Pinamonti se llevó un porrazo en una sien y varias patadas en los riñones.

Murió un muchacho de dieciséis años, alcanzado en el corazón. Se llamaba Pierino Addobbati, se dijo que era hijo de un médico exiliado de Zara. Todos recordaron la insignia tricolor del ojal empapada de sangre. Murió también Antonio Zavadil, marinero de sesenta años, un checo naturalizado triestino. Hubo doce heridos graves, y unos cuarenta detenidos. La policía asaltó las sedes del Movimiento Social Italiano y del club deportivo La Fiamma, para hacer creer que había reprimido una manifestación neofascista.

Los corresponsales italianos de la prensa británica, en sus columnas, hablaron de «acciones del hampa» propias de «gángsteres neofascistas».

Desde Roma, el presidente del Consejo, Pella, exhortó a los triestinos a «mantener la calma de los fuertes».

Al día siguiente fue declarada la huelga general. La tensión creció hasta que, hacia las diez de la mañana, se reanudaron los enfrentamientos y los disparos. En la esquina de via Mazzini con via Milano, unos manifestantes volcaron e incendiaron un jeep de la policía. Sedes de asociaciones eslovenas e independentistas fueron asaltadas y devastadas. No faltó quien lanzara una bomba de mano contra el Gobierno Civil. En via del Teatro la policía abrió fuego incluso contra las personas asomadas a las ventanas. Ese 6 de noviembre, la policía dio muerte a otras cuatro personas e hirió a treinta.

Cuando Rizzi se enteró de ello, estaba boca abajo en una cama de hospital, humillado y molido, y más que en la patria pensaba en su propio trasero.

Aquel Pinamonti o era un profeta o era un gafe.

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