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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 7 Bar Aurora, 19 de enero

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Bar Aurora, 19 de enero

—Es que en Italia no deciden los italianos, eso es lo que pasa, te lo digo yo. Si de mí dependiera, ¿sabes dónde mandaría a los Aliados?… Por más que se diga que en el cuarenta y ocho perdimos las elecciones. Por fuerza, con todo el dineral que los americanos han dado a la Democracia Cristiana y todos los palurdos del sur que no hacen sino seguir a los curas. Los del sur lo prefieren así. Pues es a esto a lo que están acostumbrados: a ir tirando, ¿verdad, Walterún? Dilo tú si no, que naciste y te criaste allí.

Walterún escruta las cartas perplejo sin hacer caso de la pregunta de Melega. Cuando se habla de política Walterún no interviene casi nunca, hasta el punto de que alguno ha llegado a dudar de su probada fe. No son más que maledicencias, evidentemente, pero la verdad es que es difícil saber qué piensa de un montón de cuestiones importantes, como de la Trieste italiana, Alemania o la llegada de la televisión.

Actualmente es el tema de Trieste el que anima el cotarro, o mejor dicho, es Mauro Melega, el mejor en el juego de las bochas de todo el bar, quien habla con su acostumbrado tono demasiado alto y obliga a todo el mundo a escucharle, por más que quizá alguno preferiría pensar en sus cosas. Luego ya se sabe lo que pasa; se empieza hablando del tiempo y se acaba hablando

urbi et orbi también de cosas serias, y al final no sabe uno de qué empezó a hablar.

—Todos esos palurdos del sur son democristianos por conveniencia, porque es bien sabido que los americanos y los curas siempre te hacen algún regalito de vez en cuando: que si una chocolatina o un par de zapatos, y siempre lo mismo: dar las gracias y a callar. En Italia mandan los americanos y el Vaticano, y todo para que el gobierno no vaya a parar a nuestras manos, que al fin y al cabo somos los únicos que sabemos lo que es lo mejor para Italia. Siempre nos toca a nosotros sacar las castañas del fuego. Solo tienes que ver la que armaron en Trieste a finales de año. Se enfrentan contra los americanos y los ingleses, quieren echarlos, y no sin razón, los pobres, pues no se puede estar con los extranjeros en casa toda la vida. Pero los Aliados temen que Tito tome Trieste y no se fían de los italianos. Moraleja: hace diez años que no aflojan. Y a los triestinos les dan por donde amargan los pepinos.

Walterún alza la cabeza de la brisca y estira el cuello:

—Explícame de nuevo esa historia de Tito, que me la olvido de vez en cuando. ¿Cómo es que es un fascista? Quiero decir, es comunista pero fascista, ¿no?

Melega suspira, con una cara que habla por sí sola, «el típico palurdo ignorante»:

—Vamos a ver, escucha bien, que no pienso repetírtelo. No todos los que dicen ser comunistas lo son de verdad. ¡Si no habríamos triunfado ya en todo el mundo! Tito, por ejemplo, les tira los tejos a los americanos, el muy puta, quiere estar a bien con todos. Quiere el socialismo, pero a su manera, como a él le conviene, no quiere prestar oídos a nadie, y menos que a nadie a los rusos, que hicieron la revolución antes que él. Pero digo yo, si alguien ha hecho bien las cosas antes que tú, ¿no sería mejor hacerle caso? ¡Quiere decir que tiene más experiencia! Pero los eslavos son mala gente, no puedes fiarte de ellos, gitanos todos, peor que palurdos. Solo nosotros somos los únicos que estamos vigilantes, para que no nos la endiñen.

Y como le toca tirar, Melega se inclina sobre el billar y se calla un momento, concentrado en el juego, y dando la espalda a la puerta, no advierte que mientras tanto ha entrado Benfenati, de la Sección, para la acostumbrada visita. Y apenas se apunta el tanto, habría seguido con su discurso, y sobre todo con las ofensas a gitanos, paletos del sur y vagabundos, de no ser porque Bortolotti consigue salvarlo:

—Está aquí Benfenati, Mauro —dice en voz alta—, ¿por qué no le pedimos a él que nos explique lo de Tito?

Por poco no se muerde Melega la lengua, abre los ojos como quien ha sorteado un peligro, ladea la cabeza y saluda al recién llegado. Debe dar gracias a Bortolotti por haberle ahorrado una reprimenda, y también nosotros, pues si no la lección sobre Gramsci y la cuestión meridional no nos las quita nadie. Porque no es que Benfenati sea en absoluto una mala persona, muy al contrario, es incluso un excelente compañero, pero tiene el defecto de que se hable de lo que se hable siempre tiene que meter baza y explicarte lo que piensa el Partido sobre el particular. Que sobre cuestiones como el fascismo de Tito pase, eso nos interesa a todos, claro, pero otras veces que hablamos por pasar el rato, él, ya se hable de fútbol o del divorcio de algún actor. Y hay quien dice que lo hace porque es su manera de ser, porque quiere ser el primero de la clase, aunque otros aseguran que es el Partido quien así se lo enseña, «el verdadero activismo empieza en la familia, en el puesto de trabajo, en el bar…». O algo por el estilo.

—… y en la posguerra Tito hacía incluso espiar a los técnicos rusos, que venían a echarle una mano en la reconstrucción, ¿qué te parece? ¡Bonita solidaridad internacional entre trabajadores! Ese lo que es es un nacionalista que considera a la Unión Soviética como un Estado burgués más, y encima es arrogante, ambicioso, presuntuoso, como los trotskistas contrarrevolucionarios.

Botón asiente convencido, ese Tito le parece un papanatas, y Garibaldi, como de costumbre, se pone a llevarle la contra:

—Bueno, en resumen, lo que quieres decir es que los comunistas yugoslavos se han vuelto unos fascistas porque Tito y Stalin no simpatizaban, ¿no es así?

—¡Pues no, Garibaldi, qué cosas pones en mi boca! Sin duda existen motivos ideológicos serios. —Se saca las manos de los bolsillos y engancha el índice de una en el pulgar de la otra—. Primero, en el PC yugoslavo no existe el debate, ojito con criticar, no se elige a los dirigentes, existe un control policial de los militantes y un verdadero despotismo a la turca. Segundo —los índices se encuentran para formar una cruz—: Tito dice que los campesinos son la base más sólida del Estado yugoslavo, a despecho de Lenin y del proletariado hegemónico. Mientras que, en el campo, no actúa como marxista, y un día deja que la pequeña empresa privada genere capitalismo, y al siguiente se hace el demagogo, ¡hala!, a barrer a todos los campesinos ricos, a nacionalizar la tierra, así, todo de golpe. Tercero —toda la mano aferra el dedo medio—, quiere ganarse a los comunistas del Territorio Libre de Trieste, menos mal que ahí está el camarada Vidali que…

—Eh, Vidali, Vidali… —dice solo por cambiar de conversación Stefanelli, que juega en pareja con el Barón contra Melega y Bortolotti, y menea la cabeza, como queriendo decir algo así como «Ah, si supierais» o «Pobres ingenuos», pero nadie en realidad comprende lo que quiere decir.

Melega da vueltas alrededor de la mesa, apunta y lanza la bola. Se comprende que querría hablar, pero cuando está Benfenati no se atreve. Y en efecto, apenas este se despide y se va a su casa, le vemos aparecer en la sala grande con el dedo tieso y mirada de cowboy:

—Mira, yo con que Togliatti diga claramente: ¡andando!, allá voy. Saco la Stern y no dejo uno vivo. Se hace una gavilla, democristianos, americanos, yugoslavos, todos juntos, y se le prende fuego. ¡No entienden otro lenguaje!

El vozarrón de Garibaldi llega de la mesa donde se juega a las cartas:

—¿No has tenido bastante con la última guerra, que encima quieres hacer otra?

Melega se vuelve hacia él y blande el índice en el aire como si fuera un sable:

—No te las des tanto de pacifista conmigo, Garibaldi, que sé muy bien a cuántos fascistas te cargaste en España. Y aquí fue lo mismo: ¡si nosotros los comunistas no hubiéramos tomado las armas en el cuarenta y tres y no hubiéramos matado a unos cuantos fascistas y alemanes, a estas horas estaríamos hablando todos inglés! No nos dejaron acabar la tarea, porque no era el momento. ¿Y sabes lo que te digo? ¡Que tuvieron suerte de que no lo fuera!

—Escucha —le da un codazo Bortolotti, un poco molesto—, a ver si tiras que estoy harto de esperar.

—Ya voy, ya voy.

Melega se vuelve para estudiar el billar, y enseguida Walterún estira el cuello hacia Garibaldi y habla en voz baja, para que no lo oigan desde la otra sala:

—Garibaldi, no es por preguntar, será que soy viejo, pero ¿de veras Tito es comunista fascista? No, porque yo siempre he pensado que o eres comunista o eres fascista. ¿Cómo es eso…?

—Calla y juega, que me tenéis hasta las pelotas con tanta paparrucha.

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