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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 23 Bolonia, 9 de marzo

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Bolonia, 9 de marzo

Pierre soñaba a menudo con su madre. Ella le hablaba, en esos sueños, pero las palabras se desvanecían apenas se despertaba. Entonces tenía que aguantarse el mal humor durante todo el día, la irritación de haber olvidado un detalle importante. El rostro de ella era el de la foto de familia, donde él era un chiquillo de mirada arrogante. Los recuerdos no bastaban para darle forma real, aparecía desenfocada, en blanco y negro, sobre un fondo color sepia. Y sin embargo algo le decía, estaba seguro. Pero ¿qué?

Pierre tenía seis años cuando su madre murió de tisis. El segundo embarazo, que lo había traído al mundo, la había agotado más allá de todo límite. Tal vez, como decía Fanti, un secreto sentimiento de culpa daba cuerpo al recuerdo, con ese poco que había quedado en su mente. Un último intento de hacerla sobrevivir.

La recordaba sonriente, una sonrisa modesta y angelical, una mirada dirigida a él, para murmurar una frase, algo que mitigara la vehemencia de un niño precoz y agitado. Nada más que una sensación.

Rosa Montanari era una mujer delgada y guapísima. Provenía de una familia pobre de Solarolo. Se había casado con Vittorio Capponi en 1920, con solo dieciocho años. El padre de Pierre, bracero y luego obrero en el pueblo de Lugo, de la quinta de 1901, era un superviviente de los movimientos del bienio rojo, y llevaba impresos en su propia carne los estigmas del destino que había elegido: los apaleamientos de los trabajadores del campo, la adhesión al recién nacido Partido Comunista, el nombre del primer hijo, nacido pocos días después de la muerte de Lenin y llamado Nicola en honor del gran revolucionario. Que, después de todo, pensaba Pierre, Nicolai Lenin no se llamaba así. Su verdadero nombre era Vladimir Ilich Uliánov. Y también José Stalin tenía un nombre larguísimo y complicado del que nadie se acordaba.

Para pasar a la historia son convenientes los nombres simples, cortos e incisivos.

Robespierre había nacido en el 32, registrado como «Piero» en el padrón fascista. Era un mal momento para la familia. El padre no había aceptado el carnet del Fascio y se negaba en redondo a hacerlo. La miseria perseguía a los Capponi desde hacía una década, con pocos momentos de tregua.

Rosa había muerto en el 38. Pierre recordaba poquísimo de aquellos momentos: su padre con la cabeza entre las manos y Nicola corriendo escaleras arriba. Nada más.

De vez en cuando aquel recuerdo volvía a los sueños de Pierre. Al despertar fantaseaba, se preguntaba cómo habría sido la vida de haber sobrevivido su madre. Desde aquel día, Nicola se había encerrado en un silencio fúnebre. Le había cambiado el carácter, se había vuelto hosco, con una mala uva que daba miedo. Vittorio había llorado durante días, maldiciendo a Dios y blasfemando contra el cielo loco de dolor. Esto lo recordaba perfectamente.

También en ese período, una tarde, un borracho se puso a hacer la loa de Stalin en la plaza del pueblo. Los fascistas se le echaron encima, siete contra uno. Vittorio se enzarzó en la reyerta y, aunque mandó al suelo a alguno, fue pisoteado y apaleado hasta dejarle sangrando.

Así Pierre aprendió a odiarlos.

Pocos días después, Vittorio cogió en un aparte a Nicola y a él y con un ojo aún a la funerala y medio cerrado les soltó la lección más categórica e incisiva de toda su vida, algo que asociar para siempre a la figura de Vittorio Capponi. Clavó los ojos en ellos:

—No se puede estar siempre mirando.

Luego los Capponi se trasladaron a Imola, al piso que tía Iolanda había encontrado justo enfrente del suyo. La familia se mantuvo en pie gracias a ella. Ella se preocupó de todos sin resultar entrometida. Se dedicó a los sobrinos en cuerpo y alma, sin confundirlos con los hijos que no tenía. Ayudó a su hermano sin hacerle de mujer.

Padre e hijos le tomaron mucho cariño a aquella mujer orgullosa y llena de atenciones. Nicola solo se confiaba con ella, Vittorio la implicaba en todas las decisiones importantes y Pierre hacía cualquier cosa con tal de complacerla.

Cuando en abril del 41 Vittorio Capponi fue llamado como reservista para combatir en el frente yugoslavo, la presencia de Iolanda le excluyó de una posible exención: era cierto que los hijos eran huérfanos de madre, pero el mayor trabajaba y la tía «proveía a todas las necesidades».

Las necesidades de los sobrinos no impidieron a Iolanda comprometerse contra el fascismo. El 29 de abril del 44 se echó a la calle con las mujeres de Imola, el 13 de mayo socorrió a los heridos del bombardeo, algunos meses después dio cobijo a dos partisanos y dejó que Nicola los siguiera a las montañas.

Tenía veinte años. Llevaba soportando atropellos desde hacía demasiado tiempo. No podía quedarse mirando.

Pierre no volvió a verlo hasta terminada la guerra, cojitranco, flaco como un fideo, la mirada acerada.

Un día del 45 llegó una carta de Yugoslavia y Pierre descubrió que su padre era un héroe de guerra. Poco después de la llegada a Croacia, Vittorio Capponi había dado muerte al vicecomandante de su guarnición y se había unido a la Resistencia yugoslava. Después del 8 de septiembre del 43 había hecho pasar a cientos de militares italianos a la desbandada a las filas del ejército de Tito. Había participado en la liberación de Zagreb, recibiendo del mariscal en persona una condecoración al valor militar.

Al poco Pierre, Nicola y Iolanda lo abrazaron por última vez.

Volvió como clandestino, como un ladrón, se ocultó durante dos noches en el sótano de un viejo amigo.

En Italia se exponía a una dura condena: acusaciones de insubordinación y homicidio. Además, era miembro del Partido Comunista yugoslavo, había un país que construir, un país socialista, una revolución que llevar a cabo. No podía echarse atrás.

A escondidas, Pierre oyó a Vittorio y a Iolanda hablar de su futuro. Si le hubieran preguntado no habría sabido decidir si irse con su padre o quedarse en Imola. Solo por eso aceptó que lo hicieran por él. Nicola eligió quedarse.

También Pierre se quedó. Yugoslavia no ofrecía suficientes garantías. El padre prometió que se verían por lo menos una vez al año. No volvió más: era demasiado peligroso. Continuaron escribiéndose, al ritmo que permitía el correo: una carta cada cinco o seis meses.

Aferrados a ellas, Pierre y Nicola recibieron las noticias de mayor importancia: el padre había obtenido un cargo importante, se había casado de nuevo con una partisana yugoslava, había optado por seguir con Tito incluso después del 48 y la ruptura con Stalin.

Las últimas dos decisiones envenenaron la sangre de Nicola. Mandó a la mierda al mundo y no quiso oír hablar más de su padre.

Entretanto le habían ofrecido regentar un bar en Bolonia. Nicola Capponi era inválido de guerra, héroe de la Resistencia, y el Partido había hecho presiones sobre el camarada Benassi para que le dejara llevar el bar Aurora. De este modo Pierre pudo dejar la oficina, despedirse de su tía Iolanda y trasladarse a la ciudad.

* * * * *

Pierre se sentó a la mesa. Gas paladeaba el vermut, enfrascado en sus pensamientos. Miró fijamente al muchacho con aire interrogativo. Luego comprendió que quería algo. El sexto sentido del hombre de negocios le permitía leer en el ánimo de los demás. Por lo menos eso creía él. Se arrellanó en la silla e hizo chascar un par de veces el encendedor americano. El humo del cigarrillo se paseó por su reluciente calva.

Pierre permaneció serio, no estaba allí para comprar encendedores.

Dijo:

—Si hablas de ello con alguien voy a por ti y te rompo las piernas.

Gas sonrió y bufó unos anillos de humo.

—Estoy obligado al secreto profesional, deberías saberlo. Sin discreción, no hay confianza. Sin confianza, no hay negocios. Se acabaría el negocio en menos que canta un gallo.

Siempre estaba satisfecho cuando podía hacer gala de sus máximas de filosofía de los negocios.

Siguieron mirándose fijamente durante un largo minuto.

Luego Pierre preguntó:

—¿Qué hay que hacer para ir a Yugoslavia?

Gas asintió entre sí, meditabundo, echando aún un par de bocanadas, como si le hubieran sometido a una cuestión existencial.

—Como intermediario comercial puedo ponerte en contacto con las personas adecuadas. Pero tengo la obligación de advertirte que se trata de gente expeditiva. Gente que no se deja dar por saco, no sé si me explico.

—Hablo en serio.

La calva relució bajo el neón.

—Pasado mañana combate Cavicchi. En la Sala Borsa. Ve y pregunta por Ettore. Dile que te mando yo. Si hay alguien que puede echarte una mano es él, pero no te garantizo nada.

Pierre se levantó:

—Al vermut invito yo. Y quedo en deuda contigo.

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