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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 28 Palm Springs, California, 15 de marzo

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Palm Springs, California, 15 de marzo

Jean-Jacques Bondurant se esforzaba por mirar la pantalla.

Se concentraba en mantener los párpados alzados, y sudaba,

Nomde Dieu! Con solo arquear las cejas, el peluquín le habría caído sobre los ojos. Hacía calor allí dentro.

Ahora se pasaba por la frente las yemas de los dedos de la mano derecha, manteniendo el pulgar apretado en la depresión de la sien, en previsión de la inminente jaqueca. Poco antes, exploraba con el índice la zona húmeda sobre el arranque de la nariz. Hasta el día anterior, las cejas estaban unidas por un puente de pelo. «¡Hay que depilar! ¡Aquí no será suficiente con un simple retoque!», había dicho la esteticista.

Más extraña aún era la superficie plana dejada por la eliminación del lunar. A duras penas se acostumbraría.

¿Qué más? Blanqueados los dientes, quitado (con esfuerzo) el anillo de oro…

De haberles visto alguien, sentados el uno al lado del otro en la luz trémula, les habría creído dos réplicas del mismo rostro. Bondurant agotado por la interminable

matinée de comedias grantianas; Grant atentísimo, brazos abandonados sobre los muslos, nalgas sobre el borde del pequeño sillón. Pero no había nadie más en la salita.

En aquel momento, en la película en blanco y negro, una tercera versión (más joven) de Cary Grant estaba sentada con las piernas y los brazos cruzados, luciendo en el semblante una sonrisa de dicha, la de un hombre que saborea hasta el fondo su propio triunfo.

—¡Stop! —gritó alzando un brazo una de las dos versiones en color, la que no sudaba.

Foto fija, una de las escenas cumbre de

La pícara puritana, 1937.

—¡Inténtelo usted ahora! —ordenó Cary a su doble—. ¡Pero antes repóngase, por el amor de Dios! ¡Está empapado de sudor!

Bondurant se secó con el pañuelo y se arregló el peluquín sobre la parte superior del cráneo.

—¡No hay necesidad de ponerse nervioso, le he dicho que está haciendo progresos! Ánimo, quiero verle en esa pose, la misma sonrisa, el mismo aire satisfecho.

Bondurant cruzó las piernas, se cogió los codos con las manos, luego arqueó la espalda hacia atrás y trató de imitar aquella sonrisa.

—No es eso, mister Bondurant. Se echa de menos la actitud. Diré más: se echa de menos el sentimiento. Trataré de ponerle en la adecuada predisposición de ánimo. Tiene usted cuarenta años, ¿no es así?

Bondurant asintió con demasiado entusiasmo, y tuvo que volver a arreglarse la

perruque. Grant se dio cuenta y espetó:

—¡Demonios!, ¿dónde le han encontrado ese peluquín que no hace más que resbalar? ¿En una tienda de artículos de broma?

Se sacó del bolsillo un cuadernito con tapas de piel negra, garabateó un apunte, luego prosiguió:

—Volvamos a lo nuestro: en sus cuarenta años de vida, ¿ha habido algún momento en el que se haya dicho: «Lo más duro ha pasado»?

En qué s… ¡Ah! ¡Claro!

Le plus gros est fait! Había comprendido.

—Pues sí, por supuesto, cuando terminó la guerra y volví del frente italiano.

—Bien, mister Bondurant. Cuando volvió usted a Montreal le debieron de dar una fiesta, ¿o me equivoco?

—Por supuesto, y me sentí feliz. Después de casi cinco años volvía a ver a Charlotte, mi prometida.

—Muy bien. Cierre los ojos.

Bondurant así lo hizo.

—Imagínese que está en esa fiesta. Acaba de bailar con su Charlotte. Se sienta al borde de la pista de baile. Siente en el pecho el calor de la comunidad que se congratula con usted. Cumplió usted con su deber. Ligero por fin después de años que parecían no terminar nunca, piense en los días que vendrán. Todo el cuerpo está impregnado de la expectativa y de la ambición de una vida feliz.

Mientras Grant hablaba, el doble respiraba hondo. Una nueva sonrisa comenzó a formarse.

—Bien, mister Bondurant. Ahora, desde esta posición de fuerza, ¡piense en Hitler!

Pardon? —Bondurant volvió a abrir los ojos.

—Sí, en Hitler precisamente. La guerra la ganó usted, mister Bondurant, y los nazis la perdieron. Usted está vivo mientras que ese hijo de perra del bigotito está muerto. Ganaron los buenos y usted aportó su granito de arena. Usted y Charlotte tienen un cielo azul sobre la cabeza, Hitler y Eva Braun están a dos metros bajo tierra. Usted forma parte del futuro, le dio usted una buena paliza al enemigo y está feliz, sí, mister Bondurant, está feliz, toca el cielo con la mano. La guerra ha terminado. Los malos están derrotados. ¡Quiero verle sonreír, porque tiene derecho a ello! ¿Quién más que usted? ¡Está en la fiesta, y sonríe!

Oui, je suis aux anges! Zut! Je suis aux anges, et je souris! [16]

Bondurant volvió a abrir los ojos, triunfante. La guerra había terminado. Hitler ya no estaba.

Grant le miró fijamente.

No estaba nada mal.

—Bien, mister Bondurant. Como dijo mi mujer, tiene usted el don de aprender rápido. Y ahora me parece apropiado mostrarle una secuencia de

La novia era él, en la que…

Bondurant se encogió en el sillón. ¿Cuánto duraría aquello?

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