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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 29 Nápoles, 16 de marzo

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Nápoles, 16 de marzo

Eligió un bar de la otra parte de la ciudad. Puede que fuera una preocupación inútil, pero no era una buena costumbre descuidar los detalles. La experiencia enseña que son precisamente las cosas insignificantes las que te joden. Había conocido a muchos tíos listos que habían acabado mal por minucias. Una palabra de más con una puta, un polvo posponible, una entrada olvidada en el bolsillo de una chaqueta, un neumático demasiado gastado que estalla en un momento crítico. Uno habría apostado por ellos el cien por cien, pero habían cometido un pequeño error. Y de pronto se habían encontrado ante los faros azules o los peces del fondo de la bahía. De algunos había tenido que encargarse él mismo, y se había sorprendido admirando la meticulosidad y la astucia de unos planes tan bien elaborados. Se habían dejado joder por culpa de un detalle. Quizá era la ley universal del azar, válida para todo aquel que se la juegue a una sola carta, sabiendo que también puede perder. Que no habrá una segunda oportunidad.

Zollo entró y pidió un café. Luego preguntó dónde estaba el teléfono.

El camarero señaló el aparato.

Descolgó el auricular y marcó el número del servicio telefónico interurbano.

Una voz joven de mujer preguntó:

—¿Diga?

—Tengo que hacer una llamada internacional.

—¿Adónde?

—A París.

—Dígame el número, por favor.

Zollo enumeró las cifras, dándole tiempo para que tomara nota.

En un local de la rue des Abasses, en París, el teléfono sonó tres veces antes de que un hombre gordo y sudoroso levantase el receptor.

Allô?

La voz nítida de la encargada de la centralita dijo:

—Llamada de Italia. Espere, por favor.

Siguió un acento italoamericano:

—Toni el Lionés,

please.

—¿Toni?

Attendez, monsieur.

El hombre gordo dejó el auricular sobre la barra y atravesó el local en penumbra, mientras se masajeaba el cuello. Cruzó la puerta que daba a la parte de atrás y entró en un cuartito lleno de humo. Cuatro personas estaban sentadas en torno a la mesa redonda. El tapete verde estaba lleno de

fiches y de quemaduras de pitillo. Las colillas rebosaban de dos ceniceros de vidrio.

El gordo se dirigió a uno de los jugadores:

—Toni.

Téléphone.

Un tipo flaco y demacrado, con el pitillo en difícil equilibrio entre los labios y los ojos entornados, respondió con un gruñido. Miró las cartas: dos ases y dos ochos. La mano del muerto.

Merde. Una ojeada al montoncito de

fiches. Tenía ya menos de diez mil y le tocaba hablar a él. Recogió todo lo que tenía delante y lo depositó en el centro de la mesa. Cerró las cartas y se levantó. Los músculos entumecidos respondieron con retraso: debían de ser más o menos las diez de la mañana. Llevaban jugando doce horas.

Mientras llegaba al teléfono le entró un ataque de tos que le dejó sin aliento. Escupió en el pañuelo y cuando lo volvió a doblar estaba sucio de sangre. Oyó a los del otro cuarto intercambiar comentarios inútiles: «Ese loco debería tener cuidado», «Si sigue así, se va a morir», «Debería dejar de fumar como un carretero». Capullos hipócritas. Después de haberle sacado un montón de pasta encima se preocupaban por su salud.

Se metió detrás de la barra, se sirvió una dosis abundante de coñac, y acto seguido levantó el auricular.

Ouais?

—¿Toni el Lionés?

C’est moi.

—Zollo.

Zollò, ya era hora de que dieras señales de vida.

Aparte de la pronunciación, su italiano era bueno. Había frecuentado más inmigrantes que una puta belga.

—¿Te interesa aún el negocio?

Toni se echó al coleto el coñac y sintió que le abrasaba las tripas como si fuera hierro candente.

—Por supuesto. En vista de cómo me va en el póquer, necesito recuperarme.

—¿Cómo dices?

Rien, nada. ¿Cuándo crees que estarás listo?

—Dos meses. Tiene que estar todo el dinero. Limpio de polvo y paja.

Pas possible.

Non. No tengo todo ese dinero. Pero si contara con una muestra de la mercancía, puedo hacer que la valore un tipo que conozco y que está interesado en toda la partida. Él está dispuesto a pagar la cifra que pides.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. A Toni le pareció oír a Zollo pensar.

Zollò, nadie compra a ciegas. Esa persona se fía de mí. Consígueme una muestra y yo te consigo el dinero.

—Estaré en Marsella dentro de un par de meses por cuenta de Luciano. Y tendré la muestra.

—En

Marseille no, demasiado arriesgado, las paredes oyen.

—¿Dónde, entonces?

—En Cannes.

Otro silencio.

Luego:

—Okey, dentro de un par de meses en Cannes. Pero dile a tu amigo que el precio sigue siendo ese. No me vengáis con historias.

—No te preocupes, ya te lo he dicho, nada en pasta. Si es cosa buena, paga.

—Te telefonearé al mismo número dentro de veinte días exactos.

Bon, aquí estaré.

La comunicación se interrumpió.

Toni el Lionés se echó al coleto una segunda copa y volvió a la mesa de póquer.

Alguien había visto su apuesta.

Descubrió la doble pareja.

El otro tenía un trío de dieces. Obvio.

Toni volvió a toser sintiendo en la boca el sabor de la sangre. La cara gris ceniza contempló las cartas sin ninguna expresión particular. Se acordó de por qué la llamaban la mano del muerto. La historia contaba que cuando un chiquillo en busca de gloria mató por la espalda al famoso pistolero «Wild» Bill Hickock, este estaba sentado a la mesa de juego y tenía en la mano dos ases y dos ochos. Quién sabe por qué ese día daba la espalda a la puerta.

Se levantó, se puso la chaqueta, depositó el dinero sobre la mesa y salió sin despedirse de nadie. Mientras levantaba la persiana y la luz de la mañana le quemaba los ojos, los oyó hablar en voz baja:

«A ese le queda ya poco», «Debería hacerse ingresar», «No puede seguir así».

Cenizos de mierda. Se encaminó a lo largo de la calle y desapareció tras la primera esquina.

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