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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 30 Bolonia, 23 de marzo

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Bolonia, 23 de marzo

El almacén se alzaba al abrigo de la obra del nuevo hospital. Una vez terminado, sería el mayor de Europa.

La entrada estaba obstruida por la caja de un camión. Pierre se metió por el estrecho pasadizo entre aquella y la pared. Dentro hacía calor, olía a humedad y a gasolina. Dos chavales algo mayores que él estaban descargando grandes bidones y los colocaban ordenadamente contra la pared.

—Hola, amigo —saludó Pierre—, quisiera hablar con Ettore.

—¿Ettore? Estaba aquí hace diez minutos. Ha salido, aunque no debería tardar en volver.

—¿Puedo esperarle aquí?

—Siéntate —respondió el más joven y, sin dejar de trabajar, le indicó una silla al fondo de la nave.

Al lado de la silla, dos hombres hablaban y estudiaban unos papeles. Pierre prefirió no molestarles y se apoyó contra la pared. Se encendió un pitillo para entretener la espera, pero se tachó de cretino apenas uno de los descargadores hizo notar que los bidones contenían carburante y fumar cerca de ellos no era la mejor idea.

Restregó el cigarrillo contra la pared y lo metió de nuevo en el paquete. No podía entretenerse demasiado, había abandonado el bar para un pedido de poca importancia y Nicola, aquella mañana, se había despertado también con el pie izquierdo.

Los chicos parecían incansables y no dejaban de atarearse en torno al camión. Por lo poco que sabía, quien trabajaba con Ettore tenía un pasado de partisano y aquellos dos debían de haber tomado las armas sin tener siquiera dieciocho años. Los más duros provenían de la «Estrella Roja», los otros se habían incorporado más tarde. Gas decía que en total eran unos quince. El jefe se llamaba Bianco, pero estaba enfermo, y ahora ya seguía los negocios a distancia, sustituido sobre el terreno por Ettore.

Los dos que estudiaban los papeles alzaron la voz. Tono y palabras de discusión. Los descargadores se pararon a media calle entre el camión y la pared, lanzando una mirada en aquella dirección. Uno de los dos había cogido al otro por la chaqueta y le gritaba a la cara:

—¡Tienes que pagarme, hijo de puta, tienes que pagarme todo y rápido!

Los bidones rodaron por el suelo, el ruido de la carrera resonó hasta en el techo.

El que había sido cogido por la chaqueta se soltó. Los chicos se le acercaron. En la mano del otro apareció una pistola.

—Decidle a vuestro amigo que venga él también aquí —le oyó decir Pierre, pero sin darle tiempo a acabar de escuchar, salió disparado hacia el camión y se metió debajo, arrastrándose sobre los codos hacia la salida.

Cuando volvió a aparecer, agarrado al guardabarros delantero, se encontró delante dos piernas y una pistola apuntándole. Sintió como el puño de un peso pesado a la altura del corazón y escondió la cabeza debajo de los brazos.

—Sal despacio —susurró una voz—. Nada de gilipolleces.

Pierre así lo hizo, tieso como un ajo. La voz habló de nuevo. No comprendió la orden, pero le pareció reconocer el timbre y levantó la cara.

—Ah, eres tú —dijo entonces Ettore. Luego encogió el dedo índice para hacerle señal de que se acercara—. ¿Qué pasa ahí dentro?

—No he comprendido —respondió Pierre jadeando—, hay uno que quiere que le paguen y ha sacado una pistola.

—¿Uno solo?

—Sí, uno solo.

—¿Dónde está?

—Del otro lado, hacia el fondo.

Ettore apuntó con la palma hacia el suelo, para darle a entender que le esperara allí, y desapareció doblando la esquina. No pasaron dos minutos cuando Pierre oyó la voz retumbante en la nave, seguida de un disparo. Dos.

Unos instantes después vio asomar una cabeza por debajo del camión. No era Ettore, ni ninguno de los chicos y tenía una pistola en la mano. No había tiempo para la fisiognomía. Le soltó una patada en plena cara, con tal ímpetu que acabó casi por los suelos. Oyó de nuevo la voz de Ettore, esta vez a sus espaldas, tranquila como siempre.

—Bravo, Pierre. Esperemos que no le hayas dejado seco.

Le pasó la pistola al otro y se agachó bajo el camión. La cara del tipo que quería que le pagaran parecía una sandía partida. Perdía sangre por una ceja y por la boca, la nariz se le había trasladado a la mejilla derecha. El pómulo opuesto se teñía de carmín. Respiraba.

—Palmo, Beppe, lleváoslo —ordenó Ettore cuando estuvo de pie—. Esperad a que se recupere y hacedle entender que ha terminado con nosotros, que no quiero verlo más. —Luego sonrió, vuelto hacia Pierre—: Bien, has llegado en un buen momento. Ven, demos una vuelta con el coche.

El 1400 estaba aparcado de través debajo de una acacia. Subieron. Ettore arrancó y partió con un ligero chirrido de neumáticos sobre la gravilla. Tomó hacia una zona de la ciudad dominada por vías férreas, cuarteles, almacenes y huertas. En aquel punto, la expansión urbana hacia la llanura había quedado como bloqueada y discurría en dos arroyuelos de asfalto y ladrillo a los lados de la vía férrea, a lo largo de via Emilia, por una parte, y fuera de la Porta Lame, por la otra.

—Tengo buenas noticias —comenzó diciendo Ettore con el pitillo colgándole del labio—. He encontrado quien puede llevarte hasta Yugoslavia. A finales de mes sale una carga desde Ravena.

—¿De Ravena? —La mirada de Pierre se desplazó hacia el conductor—. ¿Por mar?

—Sí, en barca, es más seguro y más corto.

—¿Motivo?

—Por vía terrestre se ha vuelto arriesgado, las relaciones entre los fronterizos italianos y los aduaneros eslovenos ya no son tan buenas como en otro tiempo, justo después de la guerra, cuando allí también eran comunistas, o en cualquier caso amigos de los comunistas de aquí. —Se interrumpió un instante para bajar el cristal de la ventanilla—. Con la barca es distinto, pues el que se ocupa de la carga, se ocupa también de ti, como si fueses un fardo, te descarga en un lugar seguro, incluso se ofrece a llevarte hasta el primer pueblo, y luego adiós muy buenas.

—¿Y cuánto podría costarme?

—Sin descuento, cerca de doscientas mil. Pero tal como se han puesto las cosas, puedo conseguirlo por la mitad, documentos incluidos.

Pierre respiró entre dientes con un silbido y volvió a mirar afuera. Una Lambretta aparcada junto a una cerca, en medio de la nada, declaraba abierta de nuevo la estación de los amores en la hierba. De haber tenido él también una scooter como aquella, Angela y él habrían podido divertirse de verdad, sin tener que hacerlo entre susurros por el miedo a los paseantes y a los vecinos. Pero no podía permitirse la Lambretta, y menos aún un viaje tan caro.

Se pasó una mano por la boca:

—¿Y de dónde saco yo cien mil liras? —susurró entre dientes.

—¿Cómo dices?

—Cien mil liras son demasiadas: sumando todo lo que puedo reunir llego como mucho a cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil? —Ettore abrió desmesuradamente los ojos y ahuyentó la idea con un gesto nervioso—. ¿Y pensabas cruzar el Adriático por tan poco? ¿Quién te vino con el cuento, ese memo de Gas?

—No, Gas no tiene nada que ver en esto, solo pensaba…

Sintió un sabor amargo llenarle la boca, como cuando de pequeño le hacían tomarse ese aceite asqueroso, de ricino, y luego ni con miel había manera de quitarse el regusto de la lengua y, peor aún, el olor de la nariz. El silencio le zumbaba en la cabeza como un aeroplano. Al cabo de unos minutos, Ettore habló de nuevo.

—Escucha, habría una manera de rebajar el precio.

—Dime.

—Tu bar tiene una bodega espaciosa, ¿no es así? Bien. Digamos que apenas vuelvas del viaje, me la alquilas por seis meses. Espera, déjame terminar, eso no quiere decir que no la puedas seguir usando, a mí me basta con el espacio para unas pocas cajas, donde nadie vaya a meter la nariz. Y punto. ¿Qué me dices?

—Depende. Si acepto, ¿cuánto debería pagar?

—Digamos que, sí, con tus cincuenta mil podría bastar.

—¿Y las cajas qué contienen?

Ettore aminoró la marcha y examinó a Pierre para decidir si tenía derecho a hacer aquella pregunta.

—Cigarrillos —respondió al final.

—Bien. Si lo descubre mi hermano, me mata, pero lo pensaré, de acuerdo.

El silencio que siguió fue muy distinto al anterior. Pierre apoyó el codo sobre el cristal de la ventanilla bajado, se reclinó y cerró los ojos para concentrarse. Si aceptaba, tenía que arreglárselas para que Nicola no sospechara nada. Nunca. De lo contrario, adiós Yugoslavia, adiós dinero, adiós todo. El paso de un tren le impidió seguir pensando.

—¿Damos ahora una vuelta para hablar o vamos a alguna parte? —preguntó cuando las vías del tren estuvieron de nuevo tranquilas.

—Te llevo a casa de Ghigo, que es el que se encarga de los documentos. Te conseguirá el pasaporte falso con el visado de entrada en Yugoslavia. Es un tipo competente, se dedica a los relojes.

—¿Relojes?

—Nada que valga la pena. Baratijas. —Soltó una bocanada y tiró fuera el cigarrillo. El último golpe de Ghigo merecía ser contado—. Él es el rey de las baratijas —prosiguió con una sonrisa sarcástica—. La semana pasada engañó como un chino a un tipo de Vergato con una técnica genial.

Ya había conseguido captar la atención de Pierre.

—Para a ese primo por la calle y le dice: «Perdone, tengo una maleta de relojes de gran valor que no cuentan con todos los permisos para ser pasados por la aduana. ¿Sabe usted dónde puedo cumplimentar las formalidades?». El otro pone cara de memo, mientras un cómplice de Ghigo se acerca y dice: «He oído que hablaban de relojes. Yo necesitaría comprar uno, ¿puedo verlos?». Entonces Ghigo abre la maletita y se los enseña y el amigo finge ser un entendido, diciendo que esos son de verdad valiosos. «Valen un ojo de la cara», dice Ghigo, «pero como no he pagado la tasa de frontera, puedo rebajar su precio: cincuenta mil.» El otro hace gesto de pagar enseguida, pero no tiene dinero suficiente. Entonces se vuelve hacia el incauto: «¿Me prestaría usted treinta mil? Yo voy con el señor a un banco de aquí al lado y vuelvo enseguida. Como garantía le doy el reloj, que vale cincuenta mil. ¿Está bien?». La mujer del incauto trata de frenarle, pero este tiene buen cuidado de decir que se ve que es todo un señor. Le presta las treinta mil, y a los otros no se les vuelve a ver el pelo.

—¿Y cuánto valía el reloj? —preguntó Pierre divertido.

—No más de mil liras. Creo que los hacen en Bulgaria o por ahí.

Pierre sonrió. En el peor de los casos, había encontrado una manera de conseguir las cincuenta mil liras.

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