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    Todos presenciaron estupefactos como Robert depositaba otro órgano en el interior de una pequeña nevera. Sobre la camilla metálica yacía el cuerpo de la criatura que había acabado con la vida de Ralph. Estaba abierto en canal. Sus costillas sobresalían hacia fuera de forma violenta formando una peculiar hilera de huesos a cada costado cubiertos de sangre. Habían extraído la mayor parte de sus órganos para analizarlos. La criatura había perdido una gran cantidad de sangre a causa de las múltiples heridas de bala. Los canales laterales de la camilla sirvieron para conducir el resto de la sangre hasta filtrarse por un pequeño desagüe en el suelo.

    —  Su cuerpo estaba completamente empapado. – anunció Robert, enseñando un pequeño tubo de ensayo que estaba medio lleno de un liquido transparente. – Hemos conseguido reunir la suficiente cantidad de lo que suponemos es agua, como para poder hacer un análisis. Con ello podremos establecer con bastante exactitud en que medio se ha encontrado durante todo este tiempo. Por lo demás, — continuó diciendo. – sólo quedaría averiguar como ha logrado volver.

    El doctor continuó hablando mientras Alan, que seguía en silencio, no lograba entender nada. Miró a su padre de soslayo y le preguntó entre susurros.

    —  ¿ Volver. . .?  ¿ de donde ?

    Después hubo un breve pero incómodo intervalo de tiempo.

    —  No estamos seguros. – dijo tensando los hombros, en un gesto que indicaba que claramente no se encontraba a gusto en esa situación.

    Se sorprendió nuevamente ante la actitud mostrada por su padre, y se le ocurrió pensar que quizás estaban siendo observados.

    —  . . . por lo que podemos considerar la posibilidad de que Lone  . . . – decía ahora el doctor.

    En ese instante, aquel nombre, Lone, actuó inesperadamente como un clic en su interior. Su mente, en un inacabable eco, comenzó a repetir sin descanso aquel nombre. Lone. Era un nombre que, desde un principio, había estado rodeado de  un gran misterio y   secretismo. Intuyó que bien podría contener muchas de las respuestas que estaba buscando. ¿Donde estaba ahora ?, se preguntó. Decidió preguntárselo más tarde a su padre.

    La voz incombustible del doctor Robert le trajo de nuevo a la realidad del momento. Entonces sus ojos captaron un movimiento a su lado. Alguien se había girado y le estaba observando. Alan se giró y extrañamente no vio a nadie, excepto la grisácea y fría pared del quirófano. Todos los presentes parecían seguir con atención lo que allí estaba ocurriendo, así que no le dio más importancia y se dispuso a hacer lo mismo.

    El doctor parecía estar acabando su explicación cuando, otra vez captó el movimiento. Sin apartar la vista del doctor, Alan trató de localizarlo dentro de su campo de visión, e intentó distinguirlo. Y así lo hizo. Ahí estaba. Observándole. O ahí parecía estar, pues no era capaz de saber con certeza si se trataba de alguien, o si simplemente era una perturbación visual. Alan giró rápidamente la cabeza e intento cogerle desprevenido pero . . . allí no había nadie. En ese mismo instante una mano se posó firmemente sobre su hombro. Alan se giró sobresaltado.

    —  ¿Qué ocurre ? — preguntó su padre.

    —  Nada. – contestó algo acalorado, al mismo tiempo que se daba cuenta que desde hacia unos minutos había perdido por completo el hilo de lo que estaba diciendo el doctor.  

    —  Ahora habrá una reunión.

    —  He de hablar contigo cuanto antes.

    —  Bien, pero tendrá que ser en otro momento.—dijo Bob, quien ya se había alejado unos pasos de Alan. – Esto es prioritario.

    Alan le alcanzó en el pasadizo por donde se  conducía el grupo

    — ¡Padre !, — le llamó. — ¿qué está ocurriendo aquí ? — Bob se giró ante la sorprendente pregunta de su hijo.— ¿Porqué todo el mundo en esta sala no parece extrañarse  de que un gorila aparezca en la sala de pruebas de los niveles inferiores y acabe con la vida de un técnico? ¿Como puedo aparecer en un sala que ha sido precintada después del experimento? ¿En qué consistió el experimento ? Necesito respuestas.

    —  Tu lugar está ahora en el departamento de seguridad. Y te aseguro que no es un simple consejo. Es una orden. – dijo en un tono grave.

    Entonces se volvió y se fue tras el resto de la comitiva.

    Alan se quedo observándole mientras alcanzaba al doctor Robert, que andaba algo más rezagado que el resto. Estaba perplejo. El rostro de Bob reflejaba una tensa preocupación, algo que Alan no estaba habituado a ver  en él. En aquellos momentos su padre le había  parecido . . . un hombre vulnerable, despojado de toda esa parafernalia militar que siempre  le acompañaba. Y le había parecido sólo eso. Un hombre indefenso. Nada más que eso.

 

 

2

    Llevaba rato buscando una palabra que pudiera definir con precisión esa sensación que la acompañaba desde el instante en que Lone se había precipitado en el interior de aquel . . .  ¿ vehículo?, se preguntó Alison. Recordó perfectamente como la enorme esfera había abierto sus compuertas violentamente para recibir, para engullir, al visitante, y desaparecer después tras un espectacular haz de luz azulada, tan potente y cegadora  que llegó a temer, no sólo por la vida de Lone, sino por la de todos.

    Después, todo había quedado en un silencio muy quieto. Solamente interrumpido por la voz, precisa y cortante, de Robert, confirmando la desaparición del vehículo.

    La sensación de haber sido testigo de algo excepcional la había embargado. Aunque Alison compartía sin saberlo con Lone un mismo miedo. Una misma preocupación. Era esa sensación de haber ido demasiado lejos. De haber tentando demasiado a la suerte. De haber tensado demasiado la cuerda, sin saber realmente donde se encontraba el  límite. Pero ahora todo daba igual. Poco importaba donde se encontraba ese límite si ya se había traspasado. Ahora, sólo cabía esperar. Y prometía ser una larga espera.

    Después del salto, como lo habían llamado en el interior de la sala,  fue conducida de nuevo al hospital. Allí permaneció  tumbada sobre la cama, mientras revivía los momentos previos al salto, con extraordinaria precisión y realismo, de tal forma que hubo un momento en el que involuntariamente dio un respingo. Fue un acto reflejo. Inconsciente. Hasta que por fin logró relajarse lo suficiente como para dormir. Más tarde se despertó sobresaltada, con la sensación de haber dormido excesivamente, durante varias horas, y de haberse perdido algo importante. En realidad, apenas había dormido media hora, y ya estaba ansiosa por tener noticias de Lone. Pero . . . ¿ cómo ?, pensó. Si ni siquiera  era capaz de asimilar lo que había visto. No entendía nada de lo que allí estaba ocurriendo. ¿ De donde iba a obtener la información ?. Imposible, sentenció.

    En ese precio instante llegó a sus oídos el claro murmullo de unas voces. Fue hasta la puerta. Ésta se abrió sin mayor dificultad, e inmediatamente pudo comprobar de que se trataba.

    Varios hombres acompañaban a una enfermera y a una mujer más joven, vestida de civil, que conducía con excesivo celo una camilla que transportaba seguramente un enfermo que Alison no logró ver con claridad. Aunque sí dedujo que debería tratarse de alguien importante a juzgar por el séquito de personas que le acompañaban.

    El guardia encargado de su vigilancia, más pendiente del recién llegado, se percató por fin de su presencia y la invitó con un ademán a volver al interior de su cámara. Alison no tuvo más remedio que obedecer. No quería problemas. Debía ser cautelosa. El miedo a ver cercenada aun más su libertad la convenció definitivamente de que debía  obedecer al guardia. Volvió a entrar y se tumbó de nuevo en la cama. No paraba de preguntarse quien podría ser el nuevo paciente que acababan de ingresar en el hospital.

    Por otro lado, la idea de tener compañía en el hospital no dejaba de ser un aliciente, pues además, debía reconocerlo, contribuía a mitigar el sentimiento de soledad que se había alojado en su interior, primero por la muerte de Paul, y ahora por la desaparición de Lone.

    Respiró hondo y suspiró con fuerza. Tenía la mirada perdida en el techo, aunque no era eso precisamente lo que su mente le mostraba. La imagen de Lone cayendo en el interior de la esfera, agitando los brazos en su caída, intentando mantener un equilibrio imposible a través del prisma de luz cegadora, se le presentó de nuevo con extraordinaria fuerza.

    Una fuerte oleada de sentimientos ascendieron súbitamente desde su estómago, como una tormenta a punto de descargar, y se alojaron en su pecho, a la altura de su corazón. Alison intento mitigar esa sensación, pero era demasiado intensa. Quería gritar,  necesitaba hacerlo, pero  tenía que mantener el control. No debía ceder. Tenía que ser fuerte y aguantar todo lo que pudiera. Otra oleada igual de intensa pareció a punto de desbordarla. Se incorporó de la cama y se quedó sentada mirando fijamente al suelo, esperando que remitiera. Sus ojos, se tornaron vidriosos, y se fue gestando lentamente una lágrima que acabó por  anegarlos por completo, brotando de ellos como una flor. La lágrima, recién concebida, recorrió brevemente sus mejillas antes de quedar momentáneamente pendiente y caer al suelo. Pareció dudar antes de dejarse caer al vacío, como deleitándose de  los últimos instantes de su existencia. Disfrutando de su corta vida. Preguntándose si tenía otra opción que no fuera esa. Y en su caída, Alison vio a Lone de nuevo, agitando sus brazos en un desesperado intento por recuperar su vida.

3

    Arthur Walker, fue primero gobernador de Arkansas durante más de diez años hasta que la lógica política le arrastró, sin apenas darse cuenta, a optar a la presidencia del gobierno. Quizás todo fue más fácil de lo que sus asesores y, tenía que reconocerlo, él mismo habían pensado en un principio. La suya fue una carrera meteórica ya desde las primarias y, considerando el debacle del partido en el poder, no fue mucho más difícil que ganar las elecciones en su estado natal.

    De los tiempos de campaña, Arthur recordaba con especial cariño los escasos ratos libres que pasaba con su madre, una extraordinaria mujer de setenta y dos años, con una salud de hierro, que disfrutaba felizmente de los últimos años de su vida cuidando a los animales de su granja, y sentada en el porche mientras escuchaba las noticias que daba la radio. Siempre recibía con especial emoción las noticias que hacían referencia a su hijo.

    Arthur, no comprendía muy bien como, pero se encontraba allí de nuevo, en el interior de la vieja cocina con su madre. Ella estaba de espaldas  calentándole la leche mientras él apuraba unas riquísimas rosquillas. La radio estaba encendida. El murmullo del locutor parecía querer imponerse, pero no acababa de hacerlo. Su madre comenzó a tararear una antigua canción de cuna, que lejos de molestarle  le hizo sentirse aun mejor. Sonrió. Se sentía feliz. Pero había algo en todo ello que le hacia dudar.

    —  Ese politicucho . . . —  dudó. —  Ese tal O´Donell, o como quiera que se llame, es un don nadie. Debería retirarse ya de la política y dejar que gente más joven gobierne la nación. Gente como tu cariño.

    —  ¡ Madre !, — dijo sonriendo.– no es tan viejo. Aun sigue jugando al béisbol.

    —  Odio cuando te ataca cariño. – dijo esto acompañándolo con un golpe excesivamente contundente sobre la pila de la cocina, que sobresaltó a Arthur, haciéndole fruncir el ceño. – No es justo.

    —  No debes enfadarte. – dijo Arthur intentando calmarla. – Piensa que no es más que un juego.

    Entonces su madre, en un movimiento ágil y extraño a la vez, se giró y fue hasta él con un vaso de leche en la mano. Lo depositó junto a su plato torpemente, vertiendo parte de su contenido sobre la mesa.  Los ojos de Arthur se quedaron observándola, sorprendido. Estaba . . . asustado. Algo le había asustado, si. ¿Cómo podía ser?, pensó. Era su madre. La vio alejarse hasta volver a su sitio. Pero su corazón latía con fuerza. Arthur no sabía exactamente que era lo que le había provocado esa reacción. Cogió la taza y se la llevó a los labios con la esperanza de ahuyentar aquellos pensamientos. Ella seguía allí, y al mismo tiempo daba la sensación de estar lejos de allí. Muy lejos.  Poco a poco su mente comenzó a distinguir un delgado y finísimo velo de artificialidad en todo ello. Y esa idea  le aterró. Por un momento el miedo comenzó a apoderarse de él, mientras luchaba contra el sin sentido de esa situación. Estaba confuso.

    Su madre se le apareció como alguien totalmente desconocida. Extraña. Se sintió incómodo y tuvo la necesidad de salir de allí cuanto antes. Entonces la voz quejumbrosa de su madre resonó con extraordinaria claridad en la cocina. Arthur se quedó totalmente paralizado. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Su madre, o quien quiera que fuese aquella persona, había hablado en un idioma totalmente desconocido para él.

    —  ¿Es que ya no confías en tu madre ? — volvió a decir golpeando tan violentamente la mesa sobre la que se encontraba preparando el desayuno, que Arthur no pudo evitar dar un respingo en su asiento.

    Se la quedó mirando fijamente. Aterrorizado. Tenía miedo de su propia madre. Pero aquello no tenía ningún sentido, pensó. Intento de nuevo tranquilizarse, y recordar donde se encontraba y que hacia allí exactamente . . .

    -  ¡ ARTHUR! — gritó, acompañándolo con otro sonoro golpe sobre la mesa..

    -  ¿ Qué . .? — respondió visiblemente asustado, a la vez que sentía el sudor recorriendo sus mejillas.

    Arthur intuyó el movimiento de su madre, y dirigió inmediatamente la mirada al suelo. No quería mirarla a los ojos. No podía. Tenía la certeza de que algo horrible ocurriría. Estaba convencido de que una vez lo hiciera perdería por completo la cordura.

    Notó la presencia de su madre a su lado. Apenas unos centímetros le separaban de ella. Sus pies, calzados con unas zapatillas, casi tocaban los suyos. Entonces, una mano que no era la de su madre se posó sobre su hombro.

    - ¿Qué ocurre cariño? — comenzó a decir dulcemente. — ¿ Ya ni si quiera vas a darle un beso a tu madre?

    La pregunta obtuvo la respuesta buscada y Arthur, a pesar de que no quería hacerlo, se levantó de la silla y abrazó a su madre. La miró y vio como en cuestión de segundos, el rostro entrañable de su madre se transformaba en algo indefinido. Indecible. Aquel algo, sumido en un eco de extrañas voces, le dijo agarrándole con fuerza:

    - Necesito el puto código de validación presidencial. ¿no lo entiendes? El fin de los tiempos está próximo, y nada ni nadie lo impedirá. Si he de arrancarte las manos, si he de quitarte los ojos para conseguirlo, tendré que hacerlo hijo mío. Tendré que hacerlo hijo. Pero no importa, se esperar. – dijo soltándole y dirigiéndose de nuevo a la cocina. – Puedo esperar cariño.— repitió.

    Arthur comenzó a gritar . . .y entonces despertó.

    No se encontraba en su cámara. Aquel lugar era el hospital. No cabía la menor duda. Frente a él, estaban  Susan y Taylor, el hombre designado por el CDN como escolta. Un leve movimiento le hizo dirigir su mirada al rincón, junto a una falsa ventana. Y allí estaba su madre sentada en su silla, distraída mientras cosía el pantalón que Arthur debía utilizar ese día en el mitin. Ella levantó la cabeza y le observó durante unos instantes, para luego volver a su tarea de coser el pantalón, no sin antes obsequiarle con una sonrisa.

    Arthur vio las dos hileras de dientes manchados de sangre que le sonreían, tan afilados como cuchillas. Cayó desmayado sobre la cama. Se hallaba atrapado entre dos mundos no tan diferentes.

4

    Taylor estaba algo decepcionado. La actitud del doctor Robert en la cámara del presidente, si bien le había sorprendido, había parecido toda una declaración de intenciones. Luego, en cambio, se había limitado únicamente a acompañar la camilla del presidente hasta el ascensor. Una vez en el interior buscó al doctor con la mirada pero no le encontró. El ascensor ya había comenzado a descender cuando Taylor creyó distinguir su figura a través de sus paredes acristaladas.

    El doctor se encontraba ahora rodeando el pasadizo principal de la planta que ahora abandonaba Taylor. Antes de discernir hacia donde se dirigía le perdió de vista. Se dijo a si mismo que probablemente ya era hora de actuar, por lo que tomó buena nota. El tiempo se acababa. Así que decidió actuar.

    El ascensor, majestuoso, se deslizó por los raíles con perfecta elegancia hasta llegar a la planta en la que se encontraba el hospital. Unos metros antes redujo considerablemente la velocidad hasta posarse con suavidad sobre la plataforma de la planta duodécima.

    Recorrieron varios pasillos hasta llegar al hospital de la base. A partir de ese momento esos serían sus únicos aposentos. Entraron la camilla y acomodaron al presidente sobre la cama. Casi al mismo tiempo llegó el doctor Anthony, quien permaneció de pie, fuera de la cámara, y que durante unos instantes contempló la escena desde una distancia que Taylor juzgó prudencial.  Ben también se encontraba fuera.

    Una vez terminaron de acomodar al presidente, la mayor parte del séquito, que en todo momento había acompañado al paciente, pareció retirarse con celeridad. Casi furtivamente, pensó Taylor. En pocos segundos la cámara quedó vacía, a excepción de él mismo, la enfermera Alice y Susan, quien ahora estaba junto al presidente.

    Un silencio expectante se instaló momentáneamente en el interior de la estancia, apoderándose poco a poco de cada uno de ellos, de  cada espacio, cada rincón, hasta invadir prácticamente todo lo que allí había. Fundiéndolos a todos en un extraño estado de confusión, como si pretendiera transformarles en seres inanimados, inertes, carentes de toda vida. Taylor sintió la necesidad de hablar. De romper aquel monótono silencio que amenazaba con eternizarse. Con destruirles. Y entonces, en mitad de todo aquello, tuvo una absurda ocurrencia. Por un instante . . .  creyó oír el silencio. Justo en ese momento, el silencio por fin fue quebrado por el suave roce que produjeron las sabanas cuando Alice arropó al presidente. Los tres le observaban.  Bajo los párpados, sus ojos apenas se movían, lo cual significaba que el viejo descansaba. La enfermera, anunció que se marchaba.

    — No se preocupe. — dijo, dirigiéndose a Susan. – Aquí estará bien. – Lo acompañó con una sonrisa cansada aunque cordial.

  Susan asintió con la cabeza, sin mucha convicción, en un gesto que Taylor ya le había visto realizar con anterioridad, cuando discutió con Ben la posibilidad de trasladar al presidente fuera de la base. Un gesto de impotencia. De resignación.

    La enfermera se retiró de la cámara bajo la atenta mirada de ambos, a quienes les llamó la atención especialmente el vendaje que llevaba a la altura del tobillo.

    De nuevo el silencio se instaló en la cámara. Para sorpresa de ambos, el presidente despertó. Arthur abrió los ojos, y les miró extrañado. Aturdido. Luego fue girando la cabeza lentamente, inspeccionando la habitación, hasta que llegó a un punto donde fijó su mirada. Taylor y Alice miraron allí donde el anciano estaba mirando. Su rostro angustiado, era el fiel reflejo de la desesperación.

    —  Mira la ventana. – dijo Susan, mientras se acercaba tímidamente al presidente.

    Justo en ese momento el anciano suspiró profundamente y dejó caer su cabeza sobre la almohada. Al principio pensaron lo peor, pero no tardaron en comprobar que su corazón seguía latiendo con fuerza. Al cabo de unos minutos su respiración se hizo más pausada. La expresión de su cara pareció relajarse y recobrar algo de normalidad.

    Ninguno de los dos hizo ningún comentario. El silencio se había instalado definitivamente en la cámara.

 

5

    Eran las nueve de la noche. Estaba en el aparcamiento de un antiguo supermercado situado a las afueras de la ciudad. Desde el interior de su coche podía distinguir perfectamente la estructura del edificio, que en otro tiempo habría sido seguramente el centro de peregrinación de cientos de familias.

Un lugar donde podían pasar unas horas junto a sus hijos, mientras cargaban los carritos de la compra con todo lo necesario para pasar la semana. A la semana siguiente volverían a repetir el ritual, una y otra vez, hasta el fin de sus días.

   Ahora el edificio estaba abandonado. Olvidado a su suerte. Y como siempre ocurría  en estos casos, el tiempo, con la efectividad que le caracterizaba, se había encargado de revestirlo, de adornarlo con todo lujo detalles. A lo largo del marco de las ventanas podía distinguir los restos de lo que quedaba de algunos ventanales. Los cristales aparecían esporádicamente, siempre con extrañas formas dentadas y amenazantes, recortando en silencio la fría oscuridad. La maleza, en algunos sitios, había invadido parcialmente el edificio. En otras en cambio, sobre todo de la acera, brotaban tímidamente en forma de pequeños arbustos. El paso del tiempo se apreciaba con toda su crueldad en el edificio, como un algo corrosivo de efectos devastadores, un ácido de efectos retardados, que pretendiera dar fe de su perpetuo dominio sobre . . , absolutamente todo. Un triunfo demoledor.

    En el interior de su coche se mantenía a la espera. Una tensa espera. De la guantera extrajo un sobre. Lo abrió y comprobó su contenido. Efectivamente, el microfilm descansaba en su interior. Volvió a cerrar el sobre al tiempo que dos ráfagas de luces le avisaron de que su visita había llegado. La silueta del todoterreno  recortaba la espesa negrura de la noche.

    Se sorprendió al ver la proximidad del vehículo del recién llegado, lo cual le ofrecía escaso margen de maniobra para una posible de evasión. Evitó ponerse nervioso, así que decidió salir del coche no sin antes quitarle el seguro a su arma que descansaba en su cintura. Una vez fuera esperó a que su contacto hiciera lo mismo. Una suave aunque fría brisa golpeó su rostro mientras sentía como ardían sus mejillas. Respiró hondo, y contuvo brevemente la respiración antes de dejar escapar el aire de sus pulmones.

    Desde allí no era capaz de distinguir con claridad al conductor. De pronto se encendieron las luces del todoterreno que consiguieron deslumbrarle por completo. Inconscientemente levantó una mano para protegerse de las luces mientras la otra ya descansaba sobre la culata de su arma. Decidió esperar.

    Del vehículo surgió una figura que se fue acercando paulatinamente hasta quedar a pocos metros de él. Parecía desarmado, pero, extrañamente, todo en él indicaba que se trataba de alguien peligroso. Quizás demasiado peligroso. Este era su primer contacto con aquel agente chino. En realidad era su primer contacto con un agente chino, y en su interior comenzaba a nacer la necesidad de acabar con la vida de aquel chino de aspecto chulesco. Pero no podía hacerlo. Era necesario entregarle la información y dejar que se fuera con vida. Luchó por expulsar esa idea de su cabeza. En sus ojos grises, fríos y distantes, ausentes, podía adivinarse esa tranquilidad que no era más que el preludio de una tormenta. Era la mirada de un asesino que contemplaba a otro asesino.

    Extrajo con precaución la mano del bolsillo mostrando en todo momento el sobre. La luz de los faros seguía deslumbrándole, así que decidió hacerlo de prisa. Dio unos pasos hacia delante con las manos en alto y depositó el sobre suavemente en el suelo. Luego fue retrocediendo hasta llegar a la altura de su coche. Un poco más tranquilo se introdujo en el vehículo, sin perder de vista  al agente chino. Vio como se acercaba al sobre  y lo recogía. Tan pronto como lo hizo se apresuró también a subir al coche.

    Ya con el agente chino subido en su coche se sintió algo más tranquilo. Aunque, las luces del todoterreno, algo más elevadas que las del suyo, seguían deslumbrándole. Estaba comprobando su arma cuando las luces se apagaron inesperadamente. En el interior del otro automóvil distinguió por fin la figura del chino que seguía mirándole de aquella manera. ¿A que estaba esperando el condenado chino?, pensó. Al instante captó algo que obviamente no había apreciado en un principio. Desde luego que el hecho de deslumbrarle con las luces no había sido algo casual. ¿Cómo no lo había pensado antes?, se preguntó así mismo Ese pensamiento le hizo reaccionar, y entonces lo vio todo claro. Lo que apreció con cierta angustia no fue solamente la expresión de la cara del agente,  sino un pequeño detalle que le había pasado desapercibido. La puerta del copiloto del agente chino estaba entreabierta, lo cual significaba que había alguien más en el aparcamiento. Se estremeció. Seguramente por primera vez en su vida, sintió pánico. Antes de que pudiera reaccionar de ninguna manera sus ojos se encontraron con los de su asesino a través del retrovisor interior. Sentado en el asiento trasero, le estaba apuntando con una pistola directamente a la cabeza.

    Conocer cuales eran los últimos pensamientos de sus víctimas, justo antes de la muerte, mientras las asesinaba o cuando agonizaban, había sido siempre un  misterio para él. Y ahora que sabía que estaba a punto de morir, irónicamente estaba pensando en que nunca podría saberlo. A caso nunca hubiera sido posible. Tras el sonido sordo y mortal del disparo, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente, acudieron a su mente como un flash,  las imágenes de aquella periodista huyendo de él, a través del parque. Curiosamente, era la única persona que había conseguido eludirle. Parecía como si la vida se despidiera de esa manera. Riéndose de él.  Repentinamente un frío insoportable se fue apoderando rápidamente de todo su ser. De pronto todo fue silencio. Oscuridad. Y entonces supo que había muerto.

    Al poco tiempo el todoterreno abandonaba el aparcamiento con dirección al aeropuerto. Una vez allí, después de mostrar las credenciales diplomáticas, cogerían un avión con destino Pekín.

6

    Saamajö llegó a pie del silo abandonado hacia años. Una pequeña pendiente bajaba hasta la entrada que estaba situada bajo el nivel del suelo. La puerta, que había sido arrancada de los goznes, yacía medio enterrada bajo la arena. Todavía se podían distinguir las tibias cruzadas bajo la mandíbula  de la carabela, anunciando que la muerte rondaba por allí. Y ahora quizás más que nunca, pensó.

        No era la primera vez que llegaba hasta ese punto. Un lugar excesivamente alejado de todo como para que a nadie se le ocurriera ir hasta allí. Eso, sin contar con las dificultades que se hubiera encontrado en el camino, por lo menos en los tiempos de la guerra fría, en los que el tráfico militar por esta zona era realmente importante. Esos si fueron buenos tiempos para el motel, pensó. Pero hoy en día era algo cuanto menos improbable considerando que no aparecía localizado en los mapas. Aunque en una época en la que hasta Mijair  Gorbachov anunciaba pizza por televisión, no sería de extrañar que una antigua base secreta del ejercito, repleta de silos vacíos, se convirtiera en poco tiempo en un reclamo para turistas. La mayor parte de ellos habían sido sellados y ocultados bajo el desierto, pero éste debió ser ultrajado por alguien que, o bien pensaba que los silos aun escondían material militar, Saamago pensó en tráfico de armas o en algún grupo terrorista, o bien buscaba un lugar seguro donde esconder algo. No había forma de saberlo.

    Bajo el umbral de la entrada la niña india le miraba fijamente. Saamago entendió que había llegado el momento de abandonar a su caballo. Le acarició el cuello con suavidad y después le dio una palmada en el muslo. Acto seguido el animal comenzó a trotar aunque sin alejarse excesivamente del lugar. A Saamago le pareció extraño pero no le dio mayor importancia.

    Pasó por encima de la puerta, evitando pisar la calavera. Saamago no evitó en cambio mirarla y vio horrorizado la terrible mueca en que se había transformado su sonrisa. Su corazón comenzó a latir fuertemente y sus piernas cedieron poco a poco. Sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho. Se agarró fuertemente a la jamba de la entrada, pero fue inútil. Una nueva punzada de dolor le hizo llevarse las manos al pecho, cayendo aparatosamente al suelo bajo la atenta mirada de la calavera que había recuperado su sonrisa siniestra.

    Antes de perder el conocimiento, durante unos segundos, creyó ver como un potente haz de luz azulada iluminaba parcialmente el lugar en el que se encontraba. Instantes después la oscuridad volvió a adueñarse del lugar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 16.-

Ecos del pasado

1

    Apenas ocupaba un cuarto de página y, a pesar de que ya amarilleaba, se distinguía con claridad su contenido.

    Bob apuró su vaso de Whisky, mientras contemplaba absorto la imagen. Sus ojos no cesaban de recorrer, una y otra vez, la reducida superficie en blanco y negro, con la extraña sensación de estar a punto de descubrir algo nuevo e inusual en ella.

    La imagen mostraba en primer plano a dos hombres. Iban vestidos con uniforme militar, y observaban apoyados en un jeep el paisaje que se presentaba ante ellos. A pocos metros de donde se encontraban nacía un enorme precipicio que se extendía, como una enorme mancha, a lo largo de la fotografía. La amplitud del precipicio se deducía por el contraste con el fondo de la imagen, en la que destacaban las paredes irregulares y amenazantes del acantilado, en su parte frontal. Ya en el límite de la fotografía se distinguía, hasta llegar a la misma línea del horizonte, el desierto silencioso. Bob casi podía percibir ese halo de eterna desolación que lo abarcaba todo, constante y perpetuo, incluso hasta más allá del horizonte. El aspecto del paraje debía haber sido de una belleza perturbadora. Incluso la imagen parecía haber captado la esencia de ese instante, conservando parte de ella. Una pequeña franja de cielo plomizo rellenaba el corto espacio que distaba entre el horizonte acristalado y el propio margen de la foto.

    Dio un trago de su vaso apurándolo hasta el final. Continuaba observándola como si fuera una ventana abierta a otro mundo. A un mundo pasado, repleto de enigmas y secretos. En más de una ocasión Bob había imaginado el momento en que esos hombres debieron avistar por primera vez el abismo. Ante ellos, la naturaleza se presentaba al descubierto. En mitad de la nada había optado por mostrar sus entrañas a aquellos que habían osado a mirar en su interior. Y aquellos dos hombres lo habían hecho. Quizás durante horas. No lo podía saber, pero su mirada era enigmática. Perdida.

    Cogió la fotografía y la despegó del álbum. Le dio la vuelta. En su reverso había escrita una nota a mano. Su trazo era irregular pero legible. Decía: ”Año 1953, Bayley y yo, junto al Valle del infierno.” Volvió a fijarla en el álbum. Justo debajo, guardadas en el interior de un viejo sobre, Bob había reunido un grupo de cartas firmadas por un tal Austen.

    Bob tenía por costumbre visitar el foso. Era el único lugar donde lograba desconectar de todo y sentirse de alguna forma libre. En uno de esos paseos había encontrado abundante información referente a la construcción de la base. Allí, en una de las cámaras del foso que en aquellos días debía de haber funcionado a modo de improvisado cuarto trastero, en el interior de una veintena de ficheros que habían permanecido olvidados, abandonados a su suerte. En un primer instante ni siquiera tenía pensado analizar toda la ingente cantidad de carpetas y documentos, pero fue el azar lo que le llevó a vislumbrar un pequeño paquete, no más grande que un libro, encajonado en uno de los laterales de uno de los cajones del fichero, envuelto con un trozo de tela.

    Al desenvolver el paquete había encontrado un grupo de cartas perfectamente conservadas. De entre ellas cayó una fotografía, y a partir de ese día todo cambio para Bob. En la fotografía aparecían dos personas,  una de las cuales conocía perfectamente.  Recordó que al igual que estaba haciendo ahora había comenzado a leer las cartas.

    Día 25 de Septiembre:

    Desolador. Es la palabra que define con mayor precisión el paisaje que estamos condenados a contemplar desde nuestra llegada al campamento base.

    Es difícil explicar con palabras la impresión que causa presenciar este espectáculo que nos brinda la naturaleza. No sin respeto y admiración. Pero éste está dotado de una rara belleza perturbadora.

    También es difícil calibrar como afecta a cada uno de nosotros todo esto. Al igual que el resto del convoy estoy algo nervioso. Intranquilo. Lo he notado en Bayley y en algún otro. Es normal, no esperábamos una calurosa bienvenida, pero tampoco lo que hemos encontrado aquí.

    Nada más llegar registramos el campamento. Ha sido inútil. No hay nadie. Lo más extraño es que todo parece estar en su sitio. Los equipos y las tiendas están en buen estado, pero ni rastro.

                  Una expedición bajará mañana al interior del acantilado. Existe la esperanza de encontrarles allí abajo, aunque algo extraño debió de suceder para que todo el equipo abandonara el campamento de esta manera.

 

Día 25 de Septiembre:

    Hoy nuestro equipo de geólogos ha descubierto que las reservas de agua hace tiempo que se agotaron y cobra fuerza el hecho de que todo el equipo se desplazara hasta uno de los pozos localizados en el interior del valle.

    Un equipo formado por cinco hombres partió con las primeras luces del alba  con el objetivo de localizarles.

    El motor hidráulico retumbaba con fuerza mientras el elevador descendía lentamente los aproximadamente dos kilómetros de recorrido hasta llegar a pie del valle. Todos nos reunimos al pie del elevador para despedir al capitán.

    Mientras desaparecía el elevador de nuestra vista comenzó a alojarse en mi interior un fuerte sensación de desazón. De soledad. Tuve la impresión ( sé que es una tontería, pero fue lo primero que me vino a la cabeza ) de que el grupo quedaba diezmado.

                  La expresión en el rostro de Bayley no ha hecho más que incrementar mi preocupación. Como ya he dicho estamos muy nerviosos, y nada contribuye  menos a restablecer la tranquilidad que un mando visiblemente nervioso.

 

Día 26 Septiembre

    Me he despertado en mitad de la noche. Recuerdo sentirme totalmente desorientado, hasta tal punto que me ha costado gran esfuerzo distinguir si se trataba de un sueño o si estaba ya despierto en realidad. Aun ahora, desde la perspectiva de un nuevo día, me parece más un sueño. Pero no importa.

    Recuerdo que soplaba un fuerte viento frío y racheado que ondulaba continuamente el doble toldo de mi tienda de campaña, golpeando, a veces con frenesí, el pequeño toldo que cubría la entrada de la tienda provocando un molesto sonido que acompañaba al alocado ritmo que marcaba el viento.

    A pesar de hacer un tiempo de mil demonios sentía la acuciante necesidad de salir de la tienda. Se me ocurrió que podría ir hasta el borde mismo del precipicio, e intentar divisar al grupo de Bayley. En aquel momento no me pareció una idea tan descabellada.

    La lengüeta de la cremallera repiqueteaba insistentemente contra la pieza corredera, produciendo un débil pero frenético sonido metálico. Por estúpido que parezca tuve la sensación de que ese sonido se imponía sobre todos los demás llamando mi atención sobre él. Incitándome a salir. Fue extraño, pero tuve ese convencimiento.

    En el mismo instante en que subí la cremallera una fuerte ráfaga de viento penetró en la tienda, así que me apresure a salir. Una vez fuera distinguí inmediatamente la estructura del elevador. Quedaba a pocos metros, así que me dirigí allí.

    La negra espesura de la oscuridad de la noche se extendía como un enorme y eterno manto. Fue en ese preciso instante en que comprendí lo insignificante que yo era. Lo vulnerable y lo frágil de nuestra existencia en aquel lugar. Entonces sentí pánico. Una bofetada de adrenalina estalló en mi interior. Mis sentidos comenzaron a funcionar a marchas forzadas, agudizándose hasta tal punto que comencé a percibir extraños sonidos que seguramente eran provocados por el viento, que arreciaba con extraordinaria fuerza. Pero, en cada uno de ellos había un pequeño matiz, algo que hacía derivar mi mente hacía extraños y horribles pensamientos.

    Soy una persona impresionable, lo reconozco. Desde joven he disfrutado leyendo a Lovecraft y Poe, así como otros muchos autores que, haciendo volar mi imaginación la conducían deliberadamente hacía situaciones fantásticas, donde jamás hubiera podido llegar por mi mismo. Hacia lugares inverosímiles, donde existían seres imposibles e innombrables. Mundos en los que lo irreal llegaba a tener más sentido que la misma realidad, dotándolos de cierta vida, como si alguien a fuerza de razonarnos un imposible lograra hacernos creer en ello hasta tal punto, que una vez cerrado el libro, una vez acabada la historia, se afianzara en nosotros la creencia de esa existencia imposible en nuestro mundo. Y entonces, aunque sólo fuera momentáneamente, deviniera en una realidad pasajera, pero tan real para nosotros como nuestra propia existencia.

    Sin darme cuenta ya me encontraba sobre la plataforma del elevador, desde donde había visto partir al grupo de Bayley. Esa misma mañana la panorámica del acantilado fue especialmente impresionante. La pared del acantilado caía en un abismo de roca interminable, como una catarata de piedras y repuntes de roca, de espectaculares pliegues, con pendientes que a veces se hundían en el interior mismo de la pared, hasta que al final llegaba al fondo del valle.

    Pero esta noche todo  estaba terriblemente oscuro. Oía sonidos lejanos que parecían provenir del interior del acantilado. Por unos instantes permanecí allí, inmóvil. Esperando que ocurriera algo. Entonces, cuando ya estaba a punto de marcharme oí un grito tan aterrador que a punto estuve de perder el control. El grito se propagó con facilidad ayudado por el eco producido por las paredes del acantilado, con una musicalidad francamente siniestra. Gracias a Dios en pocos segundos desapareció por completo.

    No tardé en llegar de nuevo a mi tienda de campaña. Fui corriendo. Jamás había sentido tanto miedo en mi vida. E insisto en el hecho de que, a pesar de haber escrito estas líneas la mañana después, no podría asegurar si lo de anoche llegó a ocurrir, o fue simplemente una pesadilla.

 

Día 28 de Septiembre:

    Todos estamos muy nerviosos. Parece ser que no soy el único que no ha descansado bien. Pero la razón fundamental de nuestro estado anímico es la dificultad de contactar por radio con el grupo que partió ayer. No hemos podido contactar con ellos. Aunque lo más preocupante es que somos incapaces de localizarlos visualmente con los prismáticos.

    Más de uno se pregunta como es posible que el primer convoy permitiera, conociendo la ubicación de los pozos,  que se redujeran las reservas de agua hasta semejantes niveles. No tiene sentido.

    No he comentado con nadie lo que oí la noche anterior.

 

Día 27 de Septiembre:

    Algo me ha desvelado en mitad de la noche. Me he despertado sudando. Tenía algo de fiebre. Creo que he tenido pesadillas. Recuerdo haber tenido la sensación de no estar sólo. Al ver que la entrada a mi tienda estaba  totalmente abierta  me he asustado. He sentido de nuevo la imperiosa  necesidad de salir de ella.

    Fuera soplaba un fuerte viento que arrastraba con él pequeñas nubes de arenisca. En algún lugar oía al viento ulular, pero pronto me di cuenta de que no era el viento. Podía ser cualquier cosa menos el viento. Aquel sonido iba introduciéndose en mi cabeza, martilleando mi cerebro. Sentía la necesidad de abandonar la tienda y descubrir de donde provenía.

     Al salir me encontré empequeñecido ante la inmensidad de toda esa oscuridad amenazante que me rodeaba. Y sin saber muy bien porqué, me dirigí directamente hasta el elevador que, para mi sorpresa, me estaba esperando con la pequeña puerta de acceso abierta.

    Mi mente comenzó a preguntarse como era posible que el elevador estuviera allí, si nadie lo había vuelto a subir desde que partieran nuestros compañeros. El elevador debería seguir abajo esperando al grupo.

    De pronto escuché un grito. Desgarrado. Primario. Mi corazón comenzó a latir fuertemente. Mi instinto, me hizo girar rápidamente y salir corriendo. Y justo en ese momento choqué contra algo. Se me escapó un grito de auténtico terror y sorpresa. Ante mi se presentó un hombre. Éste extendió su brazo en un ademán por ayudarme a incorporarme. Entonces reconocí a Bayley.

     Y sus ojos, esos ojos, me estudiaban detenidamente como si fuera la primera ve que me vieran. Sentí miedo, pues a pesar de ser él, no fui capaz de reconocerle. No al menos con esa mirada. Con esos ojos. Durante unos segundos me quedé en el suelo sin saber que hacer, observándole. Su mano se mantenía firme esperando la mía. Inesperadamente sus ojos cambiaron de expresión, fue increíble. Daba la sensación de buscar una reacción positiva por mi parte, pero yo estaba tan paralizado por el miedo que me hubiera sido imposible hacer nada. Ni siquiera darle mi mano. Tuve la certeza de que sabía que no le reconocía y sentí miedo por ello. Entonces hablé:

    —  ¿ Capitán  . . . – intenté decir pero los nervios me traicionaron. Creo que apenas conseguí articular palabra alguna. Ni siquiera recuerdo haberla pronunciado.

    Movió la cabeza hacia un lado sin apartar su mirada de mi. ¡Por Dios!, parecía un animal. Entonces retiró su mano, al tiempo que se dedicó  a estudiar el campamento.

    Conseguí sobreponerme un poco. Me levanté no sin esfuerzo, a pesar del temblor en mis piernas. Le tenía a apenas dos metros.

    Bayley se giró rápidamente y agarrándome del cuello oí como me decía:

    —  He vuelto para ser testigo de vuestro fin. Del fin de vuestros días. Del fin de los tiempos.

    Después de esto me soltó violentamente. Al caer al suelo  perdí el conocimiento.

    Me he despertado en la cama. Sigo teniendo esa sensación de que todo fue un sueño.

 

 

Día 28  de Septiembre:

   La noticia de hoy ha corrido como la pólvora y ha conseguido devolver los ánimos a todos. El oficial de comunicaciones ha recibido un mensaje en el que se anuncia la llegada de otros convoyes. Nadie de nosotros sabía que nuevos destacamentos iban a ser enviados a la zona. Gracias a Dios.

    Sigue sin haber ninguna noticia de Bayley.

    Yo por mi parte no se como explicar lo que ocurrió ayer. El médico me ha aconsejado descansar. He podido averiguar que gran parte de nosotros tenemos problemas con el sueño, lo cual supongo debería tranquilizarme. Está claro que este lugar posee algo que afecta a la gente.

 

Día 30 de Septiembre:

    En la última noche antes de  la llegada de los nuevos convoyes, por la madrugada, sentí como la brisa acariciaba mi rostro. Percibí otra vez aquella presencia en el interior de mi tienda, pero opté por no moverme de la cama. No me importa reconocerlo, permanecí acurrucado como un niño asustado durante mucho tiempo. Mi única protección era la sabana con la que me cubría hasta la cabeza. Pero hubo un momento en que no aguanté más. Tenía la necesidad de mirar. De saber. Me armé de valor y me incorporé de la cama, pero . . . no había nadie, así que fui hasta la entrada y me asomé fuera lo justo para ver como una figura desaparecía entre las sombras de la noche, muy cerca del elevador. Sentí un terror indescriptible. Cogí la cremallera y cerré la puerta de la tienda, no sin antes echar un último vistazo a aquel siniestro lugar.

    Un fuerte viento soplaba con virulencia. Pequeñas olas de arena  pretendían alzarse del suelo mientras avanzaban lentamente como fantasmas atravesando el campamento hasta desaparecer tras las oscuras fronteras que la oscuridad había interpuesto entre el campamento y el mundo de las sombras que había más allá. 

    Tumbado en la cama mi mente no paraba de darle vueltas a todo. Recordé la primera vez que avistamos el campamento, la partida de Bayley, y las pesadillas. ¡Que extraño había sido todo!

    Desde mi tienda oigo los gritos de algunos de mis compañeros. Ha llegado el otro convoy. Espero que podamos encontrar a todos los desaparecidos.

    La imagen de aquel hombre desapareciendo en la oscuridad de  la noche no para de repetirse en mi mente. Quizás fuera por su manera de caminar. Caminaba de forma extraña. Casi siniestra.

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