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Capítulo 29

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Capítulo 29

Ya no había ninguna razón para seguir en la ciudad. Ya no me quedaba nada más por hacer.

Conduje el camión militar entre los coches inmóviles mientras, a lo lejos, una enorme columna de humo se alzaba detrás de mí. La pira funeraria sólo era un gesto, un símbolo de respeto hacia los muertos. Esos miles de cadáveres quemándose representaban a todas las personas que habían muerto en la ciudad. Durante la guerra, nunca había estado en el estadio de Wembley, pero, en más de una ocasión, mientras descargaba los cadáveres, había oído los ecos fantasmales de los gritos de los espectadores. Esas ovaciones espectrales nunca me habían asustado. No, tan sólo habían aumentado mi tristeza, haciendo que fuera todavía más consciente de mi propio aislamiento, de mi propia soledad.

Al abandonar el estadio, había detenido el camión y me había asomado por la ventanilla para asegurarme de que había conseguido mi objetivo. El fuego era enorme. Las inmensas nubes negras, con contornos dorados y rojos, ascendían en espiral hasta el cielo mientras las llamas, de una belleza llena de violencia, consumían las legiones de cadáveres amontonados que yo había rociado de gasolina. No podía hacer nada más por los muertos de esta gran ciudad. Además, Cissie tenía razón al decir que, con el paso del tiempo, todos los cadáveres se convertirían en polvo.

Cissie había entendido al fin por qué no me había marchado de la ciudad.

En la plataforma cubierta, debajo del puente, mientras recuperaba lentamente las fuerzas abrazando a Cissie, le había hablado de mi amor por Sally. Le había contado cómo nos conocimos en el Rainbow Córner, un club para militares norteamericanos que había en Picadilly. Sally estaba con unas amigas de su oficina y yo con un par de compañeros de escuadrón. Un hola, un baile y un beso habían dado paso al amor, y nos habíamos casado en menos de seis meses, convencidos de nuestros sentimientos, conscientes del riesgo que suponía la guerra, pero, precisamente por eso, decididos a compartir nuestras vidas lo antes posible.

Yo ni siquiera sabía que ella estaba embarazada cuando fui en su busca tres semanas después de que las bombas de la Muerte Sanguínea cayeron sobre Londres. Sally no me lo había dicho. Supongo que porque no quería cargarme con otra preocupación, al menos hasta que no hubiera forma de disimular su estado. A mí no me habían permitido salir de la base aérea cuando empezó a morir la población civil. Todos los pilotos que seguíamos vivos teníamos que estar preparados por si, después de destrozar nuestras defensas, el enemigo decidía lanzar un ataque a gran escala. ¡Ja! Todo resultaba ridículo. En la base nadie sabía lo que había ocurrido realmente, pues, cumpliendo el reglamento a rajatabla, el único mando que había sobrevivido había cortado todas las comunicaciones con el exterior. Y no pasó mucho tiempo antes de que todos en la base cayeran enfermos; todos menos yo. Cuando mis compañeros empezaron a morir, solo y asustado, decidí huir a Londres. Y fue entonces cuando comenzó la auténtica pesadilla.

Al ver a Sally tendida sobre los escalones que descendían hasta nuestro pequeño apartamento, enloquecí. Mi mujer tenía las cuencas de los ojos vacías y las entrañas abiertas. Las ratas le habían roído el abdomen, le habían sacado el feto y lo habían dejado sobre un escalón, cerca del brazo extendido de su madre, medio roído, casi irreconocible. Pero yo supe inmediatamente que era mi hijo y, en ese momento, ahí, junto a mi esposa y mi hijo, me sumergí en la locura que me había acompañado durante al menos un año. Quién sabe, tal vez todavía estuviera acechando en mi interior.

Lo único que podía hacer era quemar lo que quedaba de sus cuerpos. No quedaba suficiente de ellos para darles sepultura. Esos restos destrozados que había sobre los escalones no eran Sally, ni tampoco era nuestro hijo lo que yacía a su lado. Sólo eran pedazos de carne, sobras. Sobras que hasta las ratas habían rechazado. Eso no podía ser mi familia. Los metí dentro de nuestro apartamento y prendí fuego a las cortinas. En menos de una hora, toda la manzana estaba en llamas.

Y fue esa misma locura lo que me llevó a transportar los cadáveres que iba encontrando, cientos, miles de ellos, expuestos y vulnerables, a algún sitio donde pudieran recibir una sepultura digna. Supongo que, además, lo hacía para que no se convirtiesen en alimento de esas alimañas que ahora circulaban libremente por la ciudad. Y seguí haciéndolo incluso cuando la locura empezó a remitir, pues eso al menos me daba una pequeña causa, una razón, por estúpida y desesperada que fuera, para seguir adelante.

Y Cissie lo entendió.

Pero eso se había acabado.

Cissie me estaba esperando en la esquina del puente de Westminster, junto a la estatua de Boadicea. La acompañaba un pequeño grupo de adultos y niños, los que yo había liberado en el castillo. Ni siquiera eran diez y sólo dos de ellos eran hombres, uno de mediana edad y bastante enfermo y el otro apenas un muchachito. Nos habíamos ido encontrado con ellos al abandonar los muelles. También habíamos visto a dos Camisas Negras, pero ellos habían huido al vernos. La verdad es que eso no me preocupaba. Estaba seguro de que no volverían a molestarnos y, en cualquier caso, ¿cuánto tiempo de vida podía quedarles?

Al verme llegar, uno de los chicos se puso a dar saltos. Después tiró de la falda de la mujer que estaba a su lado y me señaló. Todos empezaron a saludar con la mano, y los dos niños gemelos y otro chico fueron corriendo a mi encuentro. Cissie, inconfundible con su nuevo vestido azul, no se movió. Simplemente levantó una mano para darme la bienvenida y, con la otra mano apoyada en la cadera, sonrió.

Dejé atrás el edificio destrozado del parlamento y el Big Ben, y detuve el camión antes de tiempo para que no le pasara nada a los chicos que corrían hacia mí.

—¿Estás lista? —le dije a Cissie asomándome por la ventanilla abierta y devolviéndole la sonrisa.

—¿Ya lo has hecho? —preguntó ella.

—¿No lo ves? —Señalé hacia la enorme nube de humo que oscurecía el horizonte detrás del camión.

Ella asintió.

—Espero que se queme la ciudad entera —dijo—. Aquí ya no queda nada para nosotros.

Los adultos ya estaban subiendo a los niños a la parte de detrás del camión.

—¿Quieres sentarte conmigo? —le pregunté a Cissie.

Ella se acercó y abrió la puerta. Aunque tenía el sol detrás, mientras subía pude ver su limpia sonrisa y la pequeña cicatriz que le cruzaba la nariz. Una vez dentro, se dejó caer sobre el asiento con determinación.

—¿Acaso lo dudabas? —inquirió a su vez.

—Nunca se sabe —contesté—. ¿Lista para partir?

Cissie dio un par de golpes en la rejilla que había detrás de ella.

—¿Estáis todos listos? —preguntó.

Todos respondieron que sí al mismo tiempo.

—Estamos listos —dijo Cissie y miró hacia adelante a través del parabrisas lleno de polvo—. Siempre me han gustado las colinas de Surrey.

—A mí siempre me ha gustado el mar.

—¿Crees que importa adónde vayamos?

—En absoluto. Tiene que haber muchos más como nosotros.

Puse primera y empezamos a avanzar hacia el puente. Delante de nosotros, las aguas plateadas del Támesis brillaban con destellos dorados.

Por ninguna razón en particular, tal vez sólo por la fuerza de la costumbre, miré por el espejo lateral y, al hacerlo, estuve a punto de frenar de golpe. Sin decirle nada a Cissie, saqué la cabeza por la ventanilla y miré hacia atrás. No podía creer lo que había visto. Parecía tan… Bueno, tan fuera de sitio. Pero ahí estaba. Era real.

La cebra —sí, cuatro patas y un montón de rayas blancas y negras— estaba cruzando la calle. Me imaginé que iría en busca de la hierba de la plaza del Parlamento. Metí la cabeza dentro del camión y volví a mirar hacia adelante justo a tiempo para evitar chocar contra el Ford que estaba detenido en medio de la calzada.

—¿De qué te ríes, Hoke? —Cissie seguía sonriendo.

—De nada —repuse yo—. De nada en absoluto.

Y puede que esa cebra realmente no fuera nada. Aunque, eso sí, me hizo pensar. De hecho, verla me llenó de esperanza, aunque no tenía ni idea de qué era lo que esperaba.

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