’48

’48


Capítulo 3

Página 5 de 33

Capítulo 3

Mientras Cissie y el alemán miraban hacia donde yo señalaba, mis ojos se cruzaron con los de Muriel y una pequeña arruga se dibujó en su frente. Su mirada contenía una pregunta.

Pero fue Cissie quien la hizo.

—¿Al metro? ¿Quieres que bajemos ahí abajo?

Stern tampoco lo podía creer.

—Ahí no nos seguirán —dije yo y empecé a avanzar hacia la estación de metro.

—Claro que lo harán —me espetó Cissie—. Y, entonces, estaremos atrapados.

Yo me di la vuelta y me dirigí a mis tres compañeros.

—Creedme, no nos seguirán.

Detrás de nosotros, el Bedford arrancó ruidosamente el parachoques blanco de un pequeño Austin negro.

—¡Si queréis seguir vivos, os recomiendo que me sigáis! —les grité antes de continuar andando. Aunque cojeaba un poco, el dolor era soportable.

No sé si lo que los convenció fue la urgencia de mi voz o los disparos procedentes del camión, pero los tres empezaron a correr detrás de mí.

Unos segundos después, estábamos en la zona de expedición de billetes de la estación de metro de Holborn. Dejé que los demás se adelantaran y eché un último vistazo hacia el exterior. El camión militar estaba a menos de veinte metros de la entrada, frenando ruidosamente.

Me abrí paso hacia la taquilla, teniendo cuidado de no pisar ninguna de las formas oscuras que yacían en la penumbra; esperaba que mis nuevos compañeros estuvieran haciendo lo mismo. La cabina de la taquilla estaba justo delante del acceso a las escaleras mecánicas. Mientras me acercaba a la puerta grité:

—Coged una máscara. Vais a necesitarla.

Las dos chicas se limitaron a mirarme boquiabiertas mientras yo abría la puerta de una patada, pero Stern se agachó junto a una de las pequeñas cajas de cartón que había en el suelo. Sacó una máscara de gas y se la dio a Muriel.

Dentro de la cabina, me encontré con un traje lleno de huesos sentado en un alto taburete. Tenía el cráneo cubierto de piel curtida y las cuencas de los ojos vacías. Sus delgadas manos momificadas descansaban sobre el estrecho mostrador, justo delante de la ventanilla de atención al público, como si estuvieran a punto de recoger el dinero de algún viajero. Unos largos mechones de pelo gris le colgaban del cuero cabelludo, y los escasos dientes amarillentos que conservaba se alzaban en el borde de su boca abierta, como lápidas torcidas delante de una cripta negra. Di gracias por la escasez de luz, por la oscuridad que dificultaba la visión.

Había imaginado que el hedor sería todavía peor, pero supongo que el proceso de descomposición de este cuerpo hacía ya mucho tiempo que había acabado y que el olor se habría filtrado a través de la ventanilla y de los conductos de ventilación, pues en la cabina sólo había un desagradable ambiente rancio. Parecía que este empleado del metro había tenido suerte, pues la Muerte Sanguínea había acabado con su vida de forma súbita. La taquilla se había convertido en su mausoleo particular, en su sepulcro solitario e inviolado. Así, su cuerpo al menos se había descompuesto sin que nadie lo molestara.

No tardé en encontrar lo que buscaba. Sabía que en la taquilla habría algún tipo de linterna para los apagones de los bombardeos o para cualquier otro tipo de emergencia. Encontré la pesada linterna cromada en un pequeño armario justo al lado de la puerta. No me sorprendió que no se encendiera. Necesitaba pilas nuevas. Abrí un cajón detrás de otro, hasta encontrar un paquete de Ever Ready sin abrir. Sólo tardé un par de segundos en quitar las pilas viejas y poner las nuevas. Después, aguanté la respiración mientras accionaba el encendido. Un débil círculo de luz se dibujó en el otro extremo de la cabina y suspiré con alivio; las pilas no tenían demasiada fuerza, pero servirían. Salí de la cabina y le di la linterna al alemán.

Fuera, en la calle, los Camisas Negras que ocupaban la parte trasera del Bedford ya estaban saltando del camión.

—Dame la pistola —le ordené a Stern. Él se apartó, alejando el Colt de mi alcance—. ¡Por Dios santo, si ni siquiera está cargada! —le grité y, acto seguido, se la arranqué de la mano.

Cuando el primero de los Camisas Negras llegó a la acera, yo ya había introducido el nuevo cargador. Disparé una vez como advertencia. Los Camisas Negras se agacharon instintivamente y se pusieron a cubierto. La estación de metro tenía dos accesos, pero yo esperaba que esos matones no tuvieran la lucidez necesaria para usar el segundo; no creo que hubiera podido cubrir dos flancos.

—¡Lleva a las chicas abajo! —le grité al alemán señalando hacia las escaleras mecánicas que había detrás de las barreras—. ¡Esperadme en el andén!

Volví a disparar para mantener ocupados a los Camisas Negras.

—¿Y tú? —preguntó Cissie mientras Stern empujaba a las dos chicas hacia las escaleras.

—¡Yo iré en cuanto pueda! —contesté con otro grito. Después me cubrí detrás de la cabina y volví a disparar contra nuestros perseguidores. Los Camisas Negras empezaron a devolverme el fuego, aunque, temerosos de exponerse demasiado tiempo, disparaban sin apenas apuntar. Resulta curioso que cuando alguien tiene los días contados, como era el caso de esos matones, la vida parece cobrar todavía más importancia. Yo sabía que no se arriesgarían a avanzar a descubierto, así que no resultaría difícil contenerlos desde donde estaba. Aunque, antes o después, encontrarían una manera de sacarme de ahí.

Estuve disparando a intervalos espaciados, obligando a los Camisas Negras a mantenerse a cubierto sin desperdiciar munición, para ganar tiempo para el alemán y las chicas. Esperaba que, cuando se dieran cuenta de dónde se habían metido, tuvieran el valor necesario para seguir adelante. Después, tendría que encontrar la manera de seguirlos sin que nadie me cubriera a mí.

Aunque ese problema se resolvió solo.

Ocurrió sin previo aviso. Los Camisas Negras se mantuvieron ocultos hasta que, de repente, el Humber negro entró rugiendo por la boca de metro, precipitándose hacia mí mientras sus ocupantes disparaban continuas ráfagas desde las ventanas, como si de una película de gánsters se tratara.

Retrocedí sin perder ni un segundo más, disparando con el Colt a la altura de la cadera. Cuando el Humber chocó contra la taquilla, dejé de mirar hacia atrás y corrí hacia las barreras. Salté la más cercana, apoyándome con la mano izquierda, y seguí corriendo. Al volcar, el Humber me protegió de los Camisas Negras que empezaban a entrar, dándome tiempo para llegar hasta las escaleras mecánicas.

No necesité mirar para saber lo que había sobre los escalones; ya había usado otra estación de metro como vía de escape hacía casi tres años y no había sido precisamente una experiencia agradable. Por eso sabía que los Camisas Negras no me seguirían ahí abajo: les faltaban agallas. Pero también sabía que los restos humanos que cubrían las escaleras mecánicas, todos esos cadáveres putrefactos de hombres, mujeres y niños que habían intentado huir de la Muerte Sanguínea, pensando que la enfermedad, las toxinas, la maldita Venganza o lo que fuera que Hitler nos había enviado en sus cohetes no los alcanzaría en los túneles, convertirían mi descenso en una pesadilla. Sabía que las extremidades de todos esos cuerpos que yacían allí donde habían muerto se engancharían a mis piernas, que esos cuerpos amontonados me impedirían el paso, haciéndome tropezar, obligándome a trepar sobre ellos. Y sabía que eso les daría el tiempo necesario a los Camisas Negras para enviar una lluvia de balas que detuviera mis pasos para siempre en la oscuridad. Así que renuncié a las escaleras.

Salté sobre la rampa central que había entre las escaleras mecánicas y descendí como un niño en un trineo, deslizándome sobre el trasero, apartando con las piernas los cadáveres que encontraba a mi paso y aprovechando las farolas para aminorar la velocidad lo suficiente para no salir despedido por los aires.

Al final de la rampa, podía verse la débil luz de la linterna. Me estaban esperando, y el alemán parecía tener el suficiente sentido común para no alumbrarme con el foco de la linterna. De repente, una de las farolas sin luz se hizo añicos, rociándome con fragmentos de cristal, y la luz de la linterna desapareció. Esperaba que no hubieran dado a Stern; tenía mis propios planes para el alemán. Fue entonces cuando perdí el control. Descendiendo a una velocidad de vértigo, mi tronco adelantó a mis piernas y empecé a dar volteretas. Una nueva lluvia de disparos rasgó el aire a mi alrededor, pero mi figura debía de ser prácticamente invisible en su descenso hacia la oscuridad. Justo antes de saltar sobre la rampa, había metido la pistola en la funda de la cazadora y, al salir volando por el final de la rampa, me golpeé la muñeca con ella. Aterricé sobre unos objetos suaves, pero quebradizos, que amortiguaron mi caída.

Supongo que grité mientras rodaba sobre esos cuerpos que parecían derrumbarse ante mi contacto, hasta que finalmente me detuve bajo una avalancha de cadáveres.

Permanecí quieto, tumbado, mareado y sin aliento. Estaba aterrorizado. Algo áspero me rozó la mejilla, aunque prefería no pensar qué era. Aun así, no pude evitarlo y, al hacerlo, el pánico se apoderó de mí. Me peleé con la oscuridad, quitándome de encima ese amasijo de huesos y piel seca mientras le pegaba patadas a todo lo que encontraba. Fue entonces cuando el olor me golpeó con toda su intensidad. Me atraganté, sin aire en los pulmones, y luché contra las náuseas. Hasta que me di cuenta de que todo estaba en mi cabeza.

Desde luego, el aire era fétido en ese inmenso mausoleo subterráneo, pero eso se debía al carácter cerrado del lugar, no a la putrefacción de los cuerpos. El proceso de descomposición ya hacía tiempo que había acabado, y los cadáveres estaban todo lo deteriorados que podían estar en un sitio tan seco como éste. La primera vez que había entrado en uno de estos túneles, pocos meses después del holocausto, cuando los muertos todavía estaban frescos, el hedor resultaba insoportable. Pero debería haberme imaginado que, a estas alturas, una vez que los órganos internos y los tejidos corporales se hubieran descompuesto, los cuerpos estarían momificados. El hedor sólo estaba en mi imaginación y estaba ahí porque era lo que yo esperaba encontrarme. Lo verdaderamente aterrador de este espacio sin luz no era el olor, sino la presencia de tantos cadáveres amontonados.

—Hoke, ¿me oyes? Estamos aquí.

Reconocí la voz del alemán a pesar de la distorsión que causaba la máscara de gas que llevaba puesta. La débil luz, ausente de todo calor, no estaba lejos.

—¿Estás herido?

Haciendo caso omiso del alemán, miré hacia la luz que brillaba en lo alto de las escaleras mecánicas. Los fuertes fogonazos y las detonaciones amplificadas por las paredes alicatadas eran una invitación a salir de ahí lo antes posible. Los bultos sin forma que cubrían el suelo hacían que resultara casi imposible avanzar mientras las balas rebotaban en las paredes o se hundían en los blandos cuerpos que yacían a mi alrededor. Desesperado, cuando estaba a un par de metros del túnel donde se habían resguardado el alemán y las dos chicas, salté hacia ellos. Permanecí ahí, tumbado en la oscuridad, hasta que Cissie se agachó a mi lado y me tocó un hombro. Aunque me habló, no conseguí entender lo que decía con la máscara puesta. Pero ella insistió, hasta que yo moví la cabeza de un lado a otro.

—No, no estoy herido —dije y después me levanté; algo que cada vez me costaba más hacer.

Aun débil como era, la luz de la linterna me hizo daño en los ojos. La aparté con la mano y el foco de luz iluminó los cuerpos que abarrotaban el túnel. Me pregunté si las chicas tendrían el valor necesario para avanzar entre ellos. Aunque el olor no fuera tan malo como había imaginado, decidí no decirles que podían quitarse las máscaras. Los cristales limitarían su visión, sobre todo con tan poca luz, y, además, de alguna forma, las máscaras las aislaban de lo que las rodeaba. Y, qué demonios, fuera o no ése el caso, llevarlas puestas no les iba a hacer ningún daño.

—Tenemos que salir que aquí —le dije a Stern quitándole la linterna de la mano. Igual que ocurrió antes con la pistola, él intentó apartar la mano, aunque esta vez tampoco lo consiguió.

—¿Es que nos están siguiendo? —preguntó. El filtro redondo y los grandes cristales circulares de la máscara hacían que pareciese una criatura venida de otro mundo.

—No, no se atreverán a bajar —dije mirando a las dos chicas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —A pesar de la máscara, noté claramente la ansiedad que contenía la voz del alemán.

—Puede que los asusten los fantasmas —contesté. Fue una estupidez, porque las dos chicas se abrazaron—. Vámonos de aquí —añadí con impaciencia.

Los Camisas Negras ya habían dejado de disparar, pero sus gritos y sus burlas llegaban con nitidez hasta nuestro escondite. Yo me adentré en el túnel y los demás me siguieron en fila india, avanzando penosamente entre los cadáveres. Al poco tiempo, llegamos a otra escalera mecánica cubierta de cuerpos inertes.

—¿Adonde vamos?

Creo que fue Muriel quien lo preguntó, aunque, con las máscaras puestas, resultaba difícil distinguir las voces. Además, yo me había adelantado un poco y estaba concentrado intentando encontrar sitio en los escalones para poner los pies. En cualquier caso, decidí no contestar.

Al llegar al final de la escalera, iluminé al trío que me seguía, manteniendo la luz de la linterna a la altura de sus pies para ayudarlos a avanzar. Una cabeza con la piel del color del betún parecía seguir sus progresos con las cuencas vacías de los ojos y un brazo con restos de cartílago seco colgando de la mano y la muñeca resbaló delante de ellos, indicándoles el camino con un dedo gris extendido. Intenté ocultarles la visión, pero ellos necesitaban la luz para no tropezar y caer de bruces en medio de ese vertedero de restos humanos.

Cissie iba delante, tanteando el suelo con unos apropiados zapatos sin tacón. Para no perder el equilibrio, bajaba con los brazos extendidos. Por primera vez, me fijé en que llevaba puestos unos pantalones oscuros, azules, creo. Aunque no estaba tan delgada como Muriel, tenía una bonita figura. Desde luego, era evidente que había pasado demasiado tiempo solo; éste no era ni el momento ni el lugar apropiado para ese tipo de pensamientos. Supongo que debí de perder la concentración, porque la luz osciló un poco y Cissie trastabilló. Con un agudo chillido, cayó sobre mí.

La cogí sin demasiada dificultad y la sujeté entre mis brazos hasta que se tranquilizó. Ella se agarraba a mí con fuerza, reacia a soltarse. Hasta que me tocó la cara.

—¿Por qué no llevas puesta tu máscara? —me preguntó.

Yo tomé una decisión. Sería más duro para ellos, pero avanzaríamos más rápido si podían ver mejor.

—Ya no hacen falta —dije apartando a Cissie hacia un lado para volver a iluminar los escalones con la linterna. Aun así, mantuve un brazo alrededor de su hombro.

—¿Qué has dicho? —Muriel permanecía inmóvil en la escalera.

—He dicho que podéis quitaros las máscaras —repetí subiendo un poco la voz.

—Pero el olor… —Cissie movió la cabeza de un lado a otro.

—El olor no es para tanto.

Cissie se quitó la máscara e hizo una mueca mientras inspiraba el aire rancio y viciado. La redecilla con la que se sujetaba el moño se le había aflojado al quitarse la máscara. Se deshizo de ella agitando la cabeza hasta que el cabello le cayó libre alrededor de la cara. Cuando Muriel se reunió con nosotros, Cissie ya parecía haberse acostumbrado a la atmósfera, o, al menos, se la veía más tranquila. Afortunadamente, todo estaba demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle. Muriel se quitó la máscara y frunció el ceño al inspirar el aire.

—Me ayudaría tener un poco de luz. —El alemán, que ya se había quitado la máscara, nos observaba desde los últimos escalones. Yo dirigí la luz de la linterna en su dirección.

—¿Cuál es el plan? —dijo en cuanto llegó a nuestro lado—. ¿Esperamos aquí hasta que se vayan?

Hablaba un inglés impecable, pero su acento alemán me hacía sentir como si me estuvieran clavando un puñal en el pecho. Apenas conseguí controlar mi odio.

Pero no fue sólo el odio hacia este alemán, hacia este ejemplar de la supuesta raza superior, lo que me hizo guardar silencio. No quería tomar ninguna decisión por ellos. Estaba demasiado acostumbrado a no depender de nadie, a no preocuparme de nadie más que de mí mismo; Cagney era independiente por naturaleza.

—Vamos, Hoke, dinos qué tienes pensado. —Cissie me estaba tirando de la cazadora.

Los maldije en silencio por haber entrado en mi vida, aun cuando me hubieran salvado.

—Podemos esperar a que se vayan —contesté finalmente—, o podemos escapar por los túneles.

—¡No! —La reacción de Muriel rayaba en la histeria—. No podemos meternos ahí. Yo no voy a entrar ahí.

Todos sabíamos a qué se refería.

—Yo estoy con ella —intervino Cissie—. Ya tengo de sobra con lo que he visto hasta ahora. Quién sabe lo que nos podemos encontrar ahí dentro —dijo señalando hacia la entrada al andén.

Estaba a punto de decirle que tan sólo más cadáveres, cuando ocurrió algo que nos dejó sin elección. Oímos ruido de cristales rotos y una especie de explosión amortiguada en lo alto de la escalera mecánica. Y otra vez. Cuando un brillante resplandor naranja iluminó el tramo superior de las escaleras, supe lo que estaba pasando.

—Están usando bombas de gasolina —dije, más que nada para mí mismo.

Los Camisas Negras ya habían intentado hacerme salir de otros escondites con esas bombas caseras que fabricaban con botellas llenas de combustible y un trapo que hacía las veces de mecha, pero yo siempre había tenido la suerte de conseguir escapar. Una de dos: o las acababan de fabricar, recogiendo las botellas de la calle o de alguna tienda, y sacando la gasolina de los depósitos de los vehículos, o ya tenían los cócteles preparados de antemano. Por un momento me pareció oírlos reír en lo alto de la escalera, pero el fuego ya había prendido y se empezaba a extender, pasando de un cuerpo momificado a otro, avanzando hacia nosotros con un rugido amortiguado. No tardamos en oír los chasquidos de los huesos al partirse y las detonaciones de los gases que liberaban los cadáveres. El fuego tenía alimento más que de sobra, y el rastro de cuerpos conducía directamente hacia nosotros.

—Ahí tenéis la respuesta —les dije—. No podemos quedarnos aquí.

—Pero ¿adónde vamos a ir? —se resistió Cissie. Todos sabíamos adonde.

—A los túneles.

Me di la vuelta, cansado de discutir. Ahora tendrían que decidir por sí mismos.

Una densa nube de humo negro empezó a descender por la escalera. Al mirar hacia arriba, comprobé que las llamas no iban demasiado rezagadas. Avanzaban reflejándose en las paredes, precedidas por sucesivas olas de calor. En el último momento, me acordé de mirar el gran mapa de la red de metro que colgaba en un panel. Con las llamas cada vez más cerca, no me hizo falta la linterna para averiguar lo que necesitaba saber. Las chicas empezaron a toser. El humo, cada vez más denso, avanzaba pegado al techo y descendía, dibujando rizos, por las paredes.

—Volved a poneros las máscaras —ordené.

Las chicas hicieron lo que les había dicho, antes de seguirme hacia el andén. Pero el alemán había dejado caer su máscara al borde de la escalera y, en vez de quitársela a cualquiera de los cadáveres, volvió a buscar la suya. Justo cuando se agachaba para cogerla, las primeras llamas aparecieron encima de él. Los cuerpos que yacían a su alrededor parecieron agitarse bajo el efecto de la luz cambiante, como si el avance de la tormenta de fuego los incomodara. Era una ilusión óptica macabra, incluso aterradora, pero nada más que una ilusión. Lo que sí empezó a arder fue la ropa de los cadáveres.

Grité para avisarle, pero ya era demasiado tarde. En el preciso instante en que se incorporó con la máscara en la mano, los gases y el material combustible unieron sus fuerzas para producir una gran bola de fuego que parecía venida del mismísimo infierno. No estoy seguro de si el alemán saltó instintivamente o si fue la explosión lo que lo lanzó hacia adelante, pero, de repente, estaba en el aire, con los brazos en cruz y la espalda arqueada.

Tuvo suerte de que el fuego no llegara a envolverlo por completo. Aterrizó cerca de mí, con la chaqueta ardiendo. Cuando lo hice rodar por el suelo para ahogar las llamas, él no se resistió; parecía entender lo que yo intentaba hacer. De no haberse tratado de un maldito alemán, puede que hasta hubiera admirado su sangre fría.

Lo arrastré hacia el andén mientras el fuego avanzaba por el techo como un río encolerizado, escupiendo llamas amarillas, rojas y azules. La corriente de fuego chocó contra un saliente del techo y descendió hacia el suelo, en una escena de una belleza aterradora, devorando los cadáveres, antes de volver a ascender en una inmensa bola de fuego.

—¡Al suelo! —grité, y todos nos tiramos al unísono mientras las llamas se abalanzaban sobre nosotros.

Tumbado entre los cuerpos que abarrotaban el andén, las llamas me pasaron sobre la cabeza, haciendo crepitar mi cabello. Cuando por fin empezaron a retroceder, en busca de más combustible, una nube asfixiante de humo ocupó su lugar. Esta vez fue Stern quien me ayudó a mí, gracias a la ventaja que le daba su máscara. Me levantó y me alejó del humo. Con los pulmones llenos de humo y lágrimas en los ojos, noté cómo me agarraban otras manos.

Alguien me puso una máscara y, aunque seguí teniendo arcadas, no tardé en notar el efecto del filtro. Parpadeé hasta que vi la imagen borrosa de Cissie delante de mí. Estaba señalando hacia las vías con una mano mientras me sujetaba con la otra. Yo asentí con un ademán exagerado, arqueando los hombros además de la cabeza. Avanzamos con dificultad entre el humo y los muertos, como si fuésemos los únicos supervivientes de una batalla subterránea, y pasamos junto a decenas de camastros esparcidos por el suelo del andén. Además, había todo tipo de objetos domésticos: teteras, sillas plegables, maletas, libros, un gramófono, incluso un pequeño perchero de madera lleno de ropa hecha jirones que, como tantos otros objetos dispuestos ordenadamente por el andén por quienes dormían a diario en estos túneles, habría servido para marcar el territorio de alguna familia modesta. Vi una muñeca, con los ojos muy abiertos, como aterrorizada ante la carnicería que la rodeaba. Vi un bombín, una bota sin pareja y un par de gafas con las lentes todavía intactas. Vi un par de pequeños hornillos portátiles, de los que se usan para calentar el té o los biberones, introducidos a escondidas por familias que no querían renunciar a ciertas comodidades. Vi un acordeón en una cuna y una máscara de gas para bebés, demasiado grande, demasiado fea. Vi hojas de periódico cubriendo cuerpos hechos un ovillo, con titulares tan irrelevantes como los anuncios de ginebra o leche para el té con los que compartían página.

Y todo ello entre un mar de cuerpos sin vida, de cadáveres que evitar, de cadáveres con los que tropezar. Parecía haber miles de cadáveres parpadeando bajo las llamas, caparazones vacíos que en algún momento habían pertenecido a seres vivos que habían ido allí huyendo de la muerte que acechaba en los cafés, en las oficinas, en los autobuses, los tranvías, los coches… Muchos de ellos probablemente ni vieron ni oyeron caer los cohetes de la venganza; simplemente se refugiaron allí como lo hacían cada vez que las sirenas anunciaban un nuevo ataque aéreo. Pero, aunque intentaran escapar buscando la seguridad de los refugios subterráneos, de las trincheras de los parques o de los túneles del metro, la Muerte Sanguínea les dio caza uno a uno y, apoderándose de su sangre, la endureció y solidificó hasta convertirla en cemento dentro de sus venas.

Sólo unos pocos lograron sobrevivir. Todos los demás acabaron sucumbiendo antes o después.

Avanzamos apresuradamente entre los despojos, luchando por controlar nuestras emociones mientras seguíamos las líneas de seguridad que había pintadas al borde del andén, rodeados de cabezas cubiertas de piel tirante y oscura de las que ya hacía tiempo que habían desaparecido los ojos. Lo veíamos todo, pero intentábamos no fijarnos en nada.

Yo iba delante con la linterna, evitando que el débil haz de luz permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio, buscando la mejor manera de avanzar entre los cadáveres, consciente de que las llamas nos estaban ganando terreno gracias a los cuerpos que les servían de alimento. El humo, ágil y sofocante, amenazaba con asfixiarnos a pesar de nuestras máscaras. Aceleré el paso al ver que el túnel ya no estaba lejos. El humo nos seguiría dentro del túnel, pero ahí al menos no habría tantos cadáveres dificultándonos el paso, y el fuego tendría menos material con el que alimentarse. Al iluminar los cuerpos que yacían sobre las vías, renuncié inmediatamente a la idea de avanzar por ellas.

Alguien gritó.

Me di la vuelta y moví la linterna de un lado a otro, hasta que vi a Muriel caída en el suelo, apoyada sobre los codos, con la cabeza y los hombros levantados. Se arrancó la máscara y gritó todavía más fuerte.

Fue una estupidez por su parte, aunque una estupidez que resultaba comprensible. Iluminé la causa de sus gritos con la luz de la linterna.

El pequeño cuerpo yacía inmóvil al lado de una maleta; me imagino que la maleta debía de haber mantenido ocultos los restos de la niña hasta que Muriel la tiró al caer al suelo. Era obvio que algo le había arrancado los ojos. Además, donde debería haber estado su tripa sólo había un oscuro agujero negro. Aunque no miré demasiado tiempo, aunque intenté no fijarme en los detalles, no pude evitar observar que también le faltaban otras partes del cuerpo. Cerré los ojos un par de segundos, pero, al hacerlo, un recuerdo, un recuerdo terrible, sustituyó la imagen de la niña. Volví a abrirlos inmediatamente.

Muriel extendió la mano para tocar el largo cabello que rodeaba lo que quedaba de la cara de la niña en lo que supuse que sería un gesto de lástima y pesar. Pero, cuando el cabello se le deshizo en la mano, empezó a temblar de forma incontrolada.

La cogí del brazo y la levanté, alejándola de la niña. Cissie la abrazó, intentando reconfortarla, pero los sollozos de Muriel no dejaron de retumbar en el andén. Me arranqué la máscara y recorrí los restos humanos que nos rodeaban con la luz de la linterna. Vi exactamente lo que me temía.

Los cadáveres parcialmente consumidos no eran algo nuevo para mí, pero, aun así, el asco y el odio, sí, el odio hacia los carroñeros que habían hecho esto, se apoderaron de mí. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero conseguí controlar mis emociones y el temblor de mis extremidades. Lo conseguí a pesar de la escena que nos rodeaba, a pesar de todas esas víctimas con la piel rasgada, de todas esas víctimas mutiladas y sin entrañas que yacían entre las llamas y el humo que se arremolinaba a nuestro alrededor.

Sombras cambiantes… Al principio pensé que no eran más que trucos de la luz sobre los restos humanos, pero los movimientos eran demasiado furtivos, demasiado bruscos, y, al fijarme mejor, también vi unos pequeños reflejos rojos en la oscuridad.

—¡Vámonos de aquí! —les grité a los demás apuntando la luz de la linterna hacia el final del andén—. ¡El fuego se está acercando! ¡Vámonos de aquí!

Cogí a Muriel de la muñeca y la aparté de Cissie, obligándola a seguir avanzando sin el menor miramiento, pues el terror que sentía se había convertido en ira. Levanté el brazo para alumbrar mejor el terreno con la linterna y avancé tropezando entre los cuerpos. Aun así, seguía viendo esos pequeños y rápidos movimientos en la oscuridad. Muriel no reaccionaba, así que tuve que seguir tirando de ella hasta que Cissie se unió a nosotros y la ayudó a avanzar. El humo, que cada vez dificultaba más la visión, me raspaba la garganta al respirar. Detrás de mí, Muriel se agachó y empezó a toser, pero yo no estaba dispuesto a detenerme para buscar otra máscara entre los cuerpos.

Miré hacia atrás, pero todo estaba lleno de humo, y yo tenía los ojos demasiado llorosos para ver nada con claridad en ese infierno en llamas. Ya casi habíamos llegado al final del andén y cada vez había menos cuerpos obstaculizándonos el paso. A pesar de la densa capa de humo que se arremolinaba contra el muro de delante, vi una rampa que bajaba hacia la negra boca del túnel. Me froté los ojos con los dedos y miré hacia la oscuridad. Varios cuerpos bloqueaban la rampa, y había más abajo, entre las vías.

—Por aquí —le grité a Cissie desde el borde del andén. Al enfocar la débil luz de la linterna en su cara, sus ojos parecieron ensancharse tras los cristales de la máscara. Por un momento, pensé que la histeria también se iba a apoderar de ella, pero Cissie se limitó a asentir. Después acercó a Muriel al borde del andén y la mantuvo ahí. Yo apoyé una mano en el borde y salté, intentando no aterrizar sobre nada blando. Hice una mueca de dolor al aterrizar sobre la pierna herida. Abajo había menos humo. Antes de extender los brazos para ayudar a bajar a Muriel, apunté la linterna hacia la boca del túnel, pero la luz sólo iluminó más víctimas esparcidas por el suelo, bultos indefinidos que, más que restos humanos, parecían trapos viejos.

Cissie guió a su amiga hasta mis brazos y yo la bajé hasta la vía. Una vez abajo, Muriel apoyó contra mí su delgado cuerpo atormentado por la tos. Me volví para ayudar a Cissie, pero ella bajó sin vacilar, sentándose primero en el borde del andén y dejándose caer después a mi lado. El alemán estaba apoyado sobre una rodilla. Su máscara le daba un aspecto desconcertante. Extendió algo en mi dirección, algo que había encontrado entre el revoltijo de objetos del andén.

Cogí la lámpara de queroseno que me ofrecía, un objeto rojo con cuatro ventanillas y un gancho para colgarlo. Debía de haber pertenecido a un guardia o a alguien que empleara regularmente ese lugar como refugio durante la guerra. La pregunta era si todavía funcionaba. Aunque había adquirido un fuerte tono marrón, la mecha parecía estar en buen estado. Me acerqué la lámpara al oído y la agité para ver si tenía combustible. El líquido se agitó en el interior.

Bien. Ahora no teníamos tiempo para encenderla, pero podría sernos útil más adelante. Stern se había unido a nosotros. En el preciso instante en que le estaba devolviendo la lámpara, el andén se iluminó y una fuerte ola de calor pasó sobre nosotros. Aunque la llamarada no era demasiado grande, todos nos agachamos instintivamente. Lo más probable es que simplemente hubiera explotado uno de esos hornillos portátiles. Aun así, el humo pareció volverse loco durante unos segundos y descendió por los muros curvos en una turbulencia cegadora que nos envolvía en su sofocante espesor.

Algo me cogió del brazo y empezó a tirar de mí. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era el alemán, o Cissie, a quienes sus máscaras protegían del humo. Encorvado, medio asfixiado, me dejé llevar. Avancé como pude hasta la boca del túnel, usando los raíles como guía. Alguien me sujetaba firmemente del codo, ayudándome a recuperar el equilibrio cada vez que tropezaba, obligándome a seguir adelante cada vez que un ataque de tos amenazaba con derribarme. Por la fuerza de la mano, supuse que sería el alemán; si no hubiera estado tan ocupado luchando contra las convulsiones, habría rechazado su ayuda.

Pronto el humo empezó a hacerse menos denso y pude ver de nuevo. Pese a ello, tuve que frotarme los ojos repetidamente antes de darme cuenta de que todo estaba oscuro a mi alrededor. Habíamos entrado en la boca del túnel. Delante, todo estaba tan oscuro que parecía la boca del infierno. Además, el aire era más fresco y más húmedo, como si se filtrara agua a través de las viejas y descuidadas paredes de ladrillo. De hecho, la humedad era tan intensa que casi mitigaba el olor del humo que llegaba desde el andén.

Apoyé las manos en las rodillas y tosí para expulsar el humo que había tragado al tiempo que parpadeaba para calmar el escozor de los ojos. Hubiera necesitado un barril entero de cerveza para calmar el fuego de mi garganta.

—¿Puedes seguir? —El alemán se había vuelto a quitar la máscara y miraba con ansiedad hacia las llamas que se alzaban tras la boca del túnel.

—Sí, estoy bien —dije yo sin ninguna gratitud. Después me limpié la boca con la manga de la cazadora.

Cissie dejó de atender unos instantes a su amiga para decir algo. Al advertir que no la habíamos entendido, se quitó la máscara y volvió a intentarlo.

—He dicho que adónde va este túnel.

—¿Y eso qué más da? —contesté yo—. ¿O es que prefieres esperar a que nos cojan las llamas?

Apunté la linterna hacia ella y vi cómo apretaba los labios. Tenía los ojos llenos de ira.

—¿Quién diablos…? —empezó a decir.

—Tiene razón, Cissie. Tenemos que seguir adelante. —Muriel seguía ligeramente encorvada, con una mano apoyada en el hombro de Cissie. Aunque se estaba tapando la boca con un pequeño pañuelo, seguía temblando y sufriendo pequeños espasmos de tos que la hacían encogerse.

Cissie relajó la mandíbula, pero la ira seguía sin abandonar su mirada. Cuando volvió a hablar, lo hizo sin apenas separar los labios.

—Está bien. Pero te aviso: como sigas así, tú y yo vamos a tener problemas.

No pude evitarlo. Sé que no era el momento, pero le sonreí. Con la cara llena de hollín, mirándome airadamente con esos grandes ojos de color avellana, estaba realmente atractiva. Hasta ese momento no me había fijado en lo joven que era. No debía de tener más de veinte o veintiún años, aunque en ese momento parecía una madre severa a punto de darle una buena reprimenda a un niño travieso. Supongo que mi sonrisa la puso todavía más furiosa, porque se adentró en la oscuridad del túnel sin esperarnos.

Muriel me miró con desaprobación y fue tras ella. El alemán siguió a las dos chicas sin decir una sola palabra, con la lámpara de queroseno en una mano y la máscara en la otra.

Yo me encogí de hombros y los seguí cojeando mientras apuntaba la deprimente luz de la linterna hacia la oscuridad que nos precedía. No tardé en ponerme a la cabeza, avisando a los demás de los «obstáculos» que encontraba entre los raíles. El aire cada vez estaba más viciado, pero se podía respirar, así que supuse que parte del humo se estaría filtrando por algún conducto de ventilación que no podíamos ver.

Empezamos a encontrar charcos, cada vez más numerosos, y no tardamos mucho en avanzar a través de lo que parecía una piscina poco profunda de agua estancada, mugrienta y aceitosa. Muchos de estos túneles debían de haberse anegado durante el último invierno, y supongo que teníamos que estar agradecidos de que, en este túnel, la mayor parte del agua se hubiera drenado. A nuestra espalda, todavía se oía el lejano crepitar del fuego, pero, al mirar atrás, sólo se veía un ligero resplandor rojizo que latía casi benignamente en la oscuridad; en algún momento del trayecto, el túnel debía de haber trazado una ligera curva.

De repente, la luz de la linterna se hizo aún más débil, volvió a hacerse más intensa y finalmente se estancó en un nivel de luminosidad un poco menor que el anterior. Las pilas se estaban gastando. Detuve a mis compañeros.

—Déjame ver esa lámpara —le dije al alemán.

—Por supuesto —respondió Stern y se acercó a mí para darme la lámpara de queroseno—. Y, ahora, quizá quieras decirnos adónde lleva este túnel. Y cuánto vamos a tardar en llegar.

Su inglés era prácticamente perfecto, pero, cada vez que hablaba, me hacía pensar en Conrad Veidten una de esas películas de propaganda nazi. Aun así, me contuve. Ése no era el momento adecuado.

Abrí una de las ventanillas de cristal que había en los laterales de la lámpara y dirigí la luz de la linterna hacia la mecha. Realmente, no parecía estar en mal estado y, además, tenía suficiente longitud para prender. Le di la linterna a Stern y, mientras buscaba el Zippo en el bolsillo, les dije adónde llevaba el túnel.

—¿Y cómo sabes que los tipos esos no nos estarán esperando ahí?

De nuevo ese maldito acento. Los músculos de la mandíbula se me tensaron.

Cissie contestó por mí.

—No pueden saber qué túnel hemos cogido. Por Holborn pasaban muchas líneas de metro. Podríamos haber cogido cualquiera de ellas.

—Tiene razón —dije yo antes de encender el mechero—. Y, además, lo más probable es que piensen que las llamas se han encargado de nosotros. —Levanté un poco la llama para verles las caras. Por su aspecto, se diría que Muriel estaba a punto de darse por vencida.

—¿A qué distancia estamos? —preguntó—. No sé si…

—Podrás. Es el túnel más corto que podríamos haber cogido.

—Desde luego, para ser un maldito yanqui conoces bien Londres. —Además de cansancio, la voz de Cissie todavía denotaba cierto resentimiento.

—Tuve una buena guía. Alguien que se sentía orgullosa de su ciudad.

Las chicas guardaron silencio; supongo que notarían algo en mi tono de voz. Pero el alemán se estaba empezando a poner nervioso.

—Pues, entonces, sigamos adelante. Este sitio no me gusta nada.

Sin hacerle caso, incliné un poco la lámpara para acercar la llama del encendedor a la mecha. Antes de que prendiera, oímos un ruido a lo lejos, aunque cada vez sonaba más cercano.

Todos miramos en la dirección del fuego.

Yo ya había oído ese tipo de ruido, pero no conseguía recordar cuándo. El volumen aumentaba rápidamente, como si la fuente se estuviera aproximando a nosotros. Una mano me apretó el brazo y vi a Muriel a mi lado. Estaba quieta como una estatua y el blanco de los ojos le brillaba en la oscuridad. Y entonces me acordé de dónde había oído antes un ruido como ése.

Aunque durante la guerra había pocos animales en el zoo de Londres, pues habían trasladado los más peligrosos para evitar la posibilidad de que escaparan durante un ataque aéreo, Sally me había llevado en más de una ocasión cuando yo estaba de permiso. Una vez, cuando nos encontrábamos delante de la jaula de los pájaros, algo provocó un tremendo alboroto; creo recordar que fue un avión en vuelo rasante. La explosión de ruido fue ensordecedora: todos esos pájaros de distintas especies cortando el aire con sus graznidos en una mezcla caótica de pánico e ira, o tal vez sólo fueran llamadas para tranquilizarse entre ellos.

Sally y yo nos habíamos tapado los oídos con las manos, pero, aun así, el ruido seguía resultando insoportable, así que nos alejamos corriendo, riendo; en aquella época nos reíamos mucho. E, incluso desde la distancia, seguimos oyendo el infernal griterío que producían los pájaros con sus diminutos pulmones.

Y ése era el tipo de ruido que estaba oyendo ahora. No era exactamente igual, porque los pájaros no eran animales que vivieran en túneles subterráneos; nunca lo habían hecho y nunca lo harían. No, este ruido era muy parecido, pero, de alguna manera, distinto. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Muriel se apretó aún más contra mí, conteniendo la respiración, y Cissie se acercó a nosotros.

Eran chillidos, eso es lo que eran. Unos chillidos increíblemente agudos. Cientos, puede que miles de chillidos.

La luz, que parecía parpadear, se hizo más intensa en la dirección del fuego. Y entonces aparecieron las primeras.

Pequeñas bolas de fuego acercándose cada vez más deprisa. Pequeñas hogueras avanzando en un caos de luz, iluminando la oscuridad a medida que se acercaban a nosotros.

Ir a la siguiente página

Report Page