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Capítulo 7

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Capítulo 7

Maltrechos, doloridos y protegiéndonos los ojos de la deslumbrante luz del sol, salimos a la superficie por el acceso que había junto al puente de Waterloo. Todos, incluso Potter, estábamos cubiertos de mugre de la cabeza a los pies y, aunque la rampa de salida era muy poco pronunciada, nuestras piernas apenas conseguían mantenernos en pie. Cuando por fin llegamos a la superficie, respirábamos con dificultad.

Las chicas se dejaron caer ahí mismo y se quedaron tumbadas boca arriba, como adoradoras del sol después de un largo y crudo invierno, mientras Potter se quitaba el casco y se limpiaba la frente con su viejo pañuelo. El vigilante murmuró algo entre dientes, quejándose del lumbago, mientras se frotaba la espalda. Stern se había alejado un poco de los demás y respiraba profundamente para expulsar el humo que había respirado en los túneles. Yo me acerqué a la esquina del muro de la rampa y me asomé hacia la gran intersección donde Strand se encontraba con Aldwych. El túnel del tranvía, que había sido construido para evitar las congestiones de tráfico, empezaba su descenso en medio de la ancha avenida que llevaba al puente y dibujaba una curva bajo tierra antes de volver a emerger en Kingsway. Todo parecía tranquilo en la intersección. Dejándome caer, apoyé una rodilla en el suelo y el hombro contra el último barrote de la barandilla del muro y levanté la cabeza hacia el sol.

Cerré los ojos durante unos segundos. Cuando los volví a abrir, vi una gaviota solitaria surcando el cielo azul; su atormentado graznido era tan solitario como su figura. Con un gesto de cansancio, me volví a levantar y crucé la calle hasta el pretil del puente. Aunque el Támesis estaba salpicado por pequeñas embarcaciones y escombros flotantes, sus aguas brillaban como no lo habían hecho durante toda la guerra. El viejo río parecía haberse purgado. Desde el pretil, podían verse bancos de peces plateados nadando, aparentemente inmunes a la enfermedad. De alguna forma, la fresca brisa del puente aplacó el miedo que me había acompañado durante las últimas horas; los viejos dirigibles de la barrera aérea que se elevaban perezosamente sobre el río eran lo único que recordaba la tragedia en la que estaba sumido el mundo. Volví con los demás.

—Escuchad —les dije—. Es mejor que nos escondamos durante algún tiempo; al menos hasta que los Camisas Negras se cansen de buscarnos. Conozco un sitio que nos puede servir. Si queréis, podéis venir conmigo hasta que las cosas se tranquilicen. Os podréis marchar en un par de días. —Ese último comentario iba dirigido a las chicas y a Potter; para Wilhelm Stern tenía otros planes.

Muriel esbozó una sonrisa, cansada pero radiante.

—Te refieres al Savoy, ¿verdad? Es ahí donde te has estado escondiendo, ¿no? —Juntó las manos, encantada. Incluso desarreglada como estaba, se comportaba como una princesa.

Yo fruncí el ceño. La mención del nombre del hotel acababa de sellar definitivamente el destino del alemán. Stern y los Camisas Negras pertenecían a la misma especie, eran hermanos de armas, camaradas de credo, y, si lo dejaba marchar, lo más probable era que Stern encontrase a sus aliados británicos y los condujera hasta mí. Acaricié la cremallera de mi cazadora con las yemas de los dedos, muy cerca de la funda de la pistola.

—Me gustaría acompañarte. Todos necesitamos descansar y tampoco nos vendría mal hacer algunos planes —se apresuró a decir Stern, como si pudiera leerme el pensamiento.

Su gesto era serio, incluso tenso. Puede que su mirada se dirigiera hacia la mano que yo seguía teniendo cerca de la culata de la pistola, pero, de ser así, lo hizo tan rápido que no pude percibirlo. De cualquier modo, estaba seguro de que el movimiento de mi mano no le había pasado desapercibido.

—Sería maravilloso volver al Savoy —dijo Muriel, ajena a la tensión que había entre el alemán y yo—. Siempre fue un sitio maravilloso, incluso durante la guerra. ¿Habéis probado alguna vez la tarta de lord Woolton? —Se giró hacia Cissie, y sus azules ojos resplandecieron como debían de haberlo hecho tantas veces antes de que el mundo se desplomara a su alrededor—. ¿Te acuerdas, Cissie? Patatas, zanahorias, champiñones y puerros. El cocinero del Savoy la creó especialmente para el Ministerio de Alimentación cuando empezó el racionamiento de comida.

—Sí, claro —contestó su amiga secamente—. Yo me pasaba el día entero en el Savoy. Iba con Clark Gable cada vez que venía a Londres, y también con Douglas Fairbanks júnior. Hasta el bueno de Tyrone Power solía mentirle a su mujer, Annabella, para ir a bailar conmigo al Savoy. ¿Cómo se llamaba la banda? Sus canciones sonaban continuamente en la radio.

—Los Orpheans. —Muriel no había captado el sarcasmo de Cissie—. Carroll Gibbons y los Savoy Orpheans. —Había algo tenso en su entusiasmo, como si pudiera desaparecer en cualquier momento, dando paso a la amargura.

—Por Dios santo, Muriel —saltó Cissie—. Sabes perfectamente de qué barrio soy. Sabes que nunca me habría atrevido a ir a un sitio tan lujoso como el Savoy, y eso suponiendo que alguna vez me lo hubiera podido permitir.

—Sólo quería decir que… Miles de amas de casa usaron esa receta.

—Sí, claro; es maravilloso cómo os preocupabais por el pueblo llano. El día en que vosotros sobreviváis a base de magro de cerdo, el día en que bebáis vino de garrafa, te aseguro que nosotros estaremos encantados de comer esa maldita tarta de lord Woolton. Que Dios la bendiga por su generosidad, señorita. Si tuviera sombrero, me lo quitaría ante usted.

Los ojos de Muriel perdieron todo su brillo. Bajó la mirada, con gesto cansado.

—Mi padre solía llevarme a almorzar al comedor con vistas al río. Siempre brindábamos con champán por la memoria de mamá antes de abrir el menú… —Sus palabras se perdieron en un hilo de voz, pero ella no se movió. Parecía distraída, como si siguiera rememorando en silencio esos almuerzos. Cissie se arrodilló a su lado, rodeó el hombro de su amiga con el brazo y le dijo que lo sentía, que no había sido su intención comportarse con tan poco tacto.

Yo empezaba a impacientarme.

—Y hay agua —les dije a las chicas. Cissie levantó la cabeza y me miró airadamente; no tenía ni la menor idea de lo que estaba diciendo—. En el hotel —dije—. Hay agua corriente y unas bañeras tan grandes que cabría hasta un hipopótamo.

La idea de darse un baño, aunque fuera de agua fría, cambió rápidamente el ánimo de Cissie. Se miró las manos y los brazos, cubiertos de mugre, se dio unas palmadas en los pantalones, cubiertos de polvo y hollín, y me obsequió con una limpia sonrisa.

—Eso ya es otra cosa —dijo, enderezándose al tiempo que levantaba a Muriel—. Vamos, Mu, vámonos de aquí. Si me prometes que no te vas a comportar como una ricachona, te dejaré que me frotes la espalda. —Ya en pie, abrazó a su compañera y me miró con gesto expectante—. Por favor, dime que también hay muchísima comida, y no sólo tarta de lord Woolton. Estoy muerta de hambre.

—Si no te molesta la comida enlatada, hay de sobra para todos.

—Pues, entonces, ¿a qué esperamos? ¿Es que no oyes cómo me suenan las tripas?

Miré a Potter, que seguía respirando con dificultad, sudando, exageradamente acalorado en su mono de trabajo azul oscuro.

—¿Viene con nosotros? —le pregunté. Él me miró con acritud.

—¿Acaso tengo otra elección? ¿Puedo irme si quiero?

—Sí.

—¿De verdad? Me alegro de oírlo, hijo. Se lo recordaré la próxima vez que me apunte con una pistola. —Tras limpiar el borde interior de su casco con el pañuelo, se lo volvió a poner con gesto digno y se ajustó la correa debajo de la barbilla—. Bueno, ya que mi pequeña guarida se ha derrumbado, supongo que no me hará daño rodearme de un poco de lujo. Durante la guerra, el Savoy entraba dentro de mi área de vigilancia, así que lo conozco bien. De hecho, hice buenas migas con algunos de los empleados, sobre todo con los voluntarios del Comité de Protección Civil Antiaérea y las enfermeras de la Cruz Roja. Hasta me tomé alguna taza de té en la azotea con los chicos que avisaban de los fuegos. Eran unos muchachos magníficos, unos auténticos héroes. El viejo William Lawes, del Ministerio de Obras Públicas, se pasaba el día dando saltitos envuelto en un abrigo de piel de mapache de doscientas guineas para no morirse de frío mientras vigilaba la ciudad desde la azotea. El abrigo lo había dejado como prenda en el hotel un huésped norteamericano que no tenía dinero para pagar la cuenta. —Potter soltó una pequeña carcajada nostálgica antes de volver a adoptar un gesto serio—. Además, nos podríamos esconder en el refugio del sótano si el bombardero loco decide hacernos otra visita.

Cissie intervino antes de que yo pudiera decir nada.

—¿De qué está hablando? —dijo—. ¿Qué bombardero loco?

—¿Eh? ¿De verdad no sabe de lo que hablo? —Potter la miró con perplejidad.

—Llevan bastante tiempo fuera de Londres —expliqué yo rápidamente, deseoso de ponerme en marcha. La nostalgia y los rayos de sol no tenían nada de malo, pero, desde luego, ése no era el momento; todavía corríamos peligro. Pero Potter estaba lanzado.

—¿Es que cree que llevo puesto este uniforme por amor al arte?

Cissie y yo nos quedamos mirándolo sin decir nada. Detrás de Potter, Stern también parecía interesado.

—Cumpliré con mi deber hasta el final —continuó Potter—. Nadie ha conseguido que dejara mi puesto hasta ahora y nadie lo va a conseguir hasta que todo esto acabe. Aunque sea mayor, todavía puedo ser útil. Puedo servir a la patria y al rey igual de bien que cualquier otra persona.

Supongo que sus palabras no deberían haberme sorprendido; al fin y al cabo, el viejo se había pasado los últimos tres años metido en un búnker subterráneo, deshaciéndose de los cadáveres que llenaban el lugar para hacerlo habitable, cuando podría haberse resguardado en cualquier otro sitio de la ciudad. Incluso podría haber huido a las colinas de las afueras de la ciudad, o todavía más allá, lejos del holocausto y de todo aquello que no permitía olvidar lo que los seres humanos le habíamos hecho al mundo. Desde luego, el viejo estaba chiflado, pero no más que muchos otros supervivientes. En cualquier caso, parecía inofensivo y, además, yo no había olvidado que nos había salvado la vida.

—Pues, entonces, vámonos —dije. No estaba dispuesto a perder ni un solo segundo más.

Cissie también estaba lista para marcharse, y Muriel parecía haber recuperado el control de sí misma.

—¿Vienes con nosotros? —le preguntó a Stern, que seguía apartado del grupo.

El alemán nos estudió con sus pálidos ojos.

—Sí —repuso—, si nadie tiene nada que objetar.

Potter se volvió hacia él.

—Este tipo es extranjero, ¿verdad? —dijo con tono de desconfianza.

—Eso no tiene importancia —intervine yo secamente. No había tiempo para una nueva discusión, así que hice todo lo posible por parecer fraternal—. Está bien, Willy, te vienes con nosotros —continué diciendo, como si el alemán tuviera otra elección—. Hay una escalera aquí al lado que baja hasta el río, muy cerca del hotel —expliqué, sin dirigirme a nadie en particular.

Nuestros pasos resonaron huecos al descender por el tramo cubierto de escalones. No creo que a ninguno de nosotros nos gustara volver a avanzar en la penumbra, pero, por fortuna, la escalera no era larga. Al llegar abajo, me detuve bruscamente.

—¿Qué pasa? —susurró Cissie mirando hacia afuera por encima de mi hombro.

La hice callar llevándome un dedo a los labios. Asomé la cabeza y examiné rápidamente el espacio que nos separaba del hotel.

El aire caliente vibraba sobre los techos de los escasos coches que había atascados en la amplia avenida que avanzaba paralela al Támesis, pero eso era lo único que se movía. No se oía otro ruido que el de nuestra respiración. De hecho, todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Di un paso al tiempo que indicaba a los demás que me siguieran.

Apenas nos separaban doscientos metros de ligera pendiente de la modesta entrada trasera del Savoy. Enfrente del edificio, vi el pequeño parque abandonado y las barricadas levantadas en zigzag durante la guerra para proteger el acceso trasero al hotel. Yo me había encargado personalmente de aparcar varios de los vehículos que se veían en la calle; por supuesto, todos tenían el depósito lleno, las llaves puestas y la batería cargada. El MG de dos asientos era el más rápido; el taxi negro, el más maniobrable; el Bentley, el más confortable, aunque nunca había tenido la oportunidad de usarlo, y el camión de plataforma, un Foden Dieselque ocupaba prácticamente todo el ancho de la calle era… Bueno, digamos que servía para otros propósitos.

A primera vista, nada parecía haber cambiado desde mi última visita, hacía tres días. No había ningún vehículo nuevo y la tabla que había dejado apoyada sobre la abertura de la barricada, delante de la puerta del hotel, seguía en su sitio. Pero eso no quería decir que el enemigo no pudiera estar esperándonos dentro del edificio. Hasta esa mañana, los Camisas Negras nunca habían encontrado ninguno de mis refugios, y eso hacía que me comportara con más cautela que nunca. Hubble estaba intensificando mi búsqueda, de eso no había ninguna duda. Ni tampoco hacía falta ser Einstein para adivinar la razón: el tiempo se le estaba acabando, a él y a las sanguijuelas que lo acompañaban. Y ese día, además, habían descubierto tres nuevos bancos de sangre.

El calor del sol parecía todavía más intenso después de estar tanto tiempo bajo tierra. Yo tenía el cuello de la camisa empapado en sudor, y me sentía vulnerable ahí fuera. No tardé mucho en alcanzar la barricada. Levanté la tabla de madera que tapaba el acceso, esperé a que pasaran los demás, me aseguré por última vez de que no nos seguía nadie y pasé detrás de ellos. La puerta giratoria por la que se accedía al vestíbulo estaba atascada por la falta de uso. Mientras Cissie luchaba con ella, yo entré por una de las puertas laterales de cristal.

Una vez dentro, los demás se amontonaron detrás de mí, mirando nerviosamente a su alrededor, hasta que Muriel empezó a avanzar hacia la pequeña escalinata que conducía al piso superior. Cissie por fin salió por la puerta giratoria, mirándome con gesto airado. Supuse que el alivio que se reflejaba las caras de los demás se debía a la ausencia de cadáveres, así que preferí no sacarlos de su error. Todavía quedaban multitud de huéspedes en el Savoy, todos ellos muertos, pero yo había limpiado las zonas que más frecuentaba. Al igual que Potter en su refugio subterráneo, prefería no vivir rodeado de cadáveres. Después de meditar sobre ello, decidí advertir a mis compañeros de que había determinadas zonas del hotel a las que era preferible no entrar.

—Quedaos cerca de mí y no husmeéis en ningún cuarto cerrado —dije—. No os gustaría lo que encontraríais. —Hice una pausa para asegurarme de que me estaban escuchando todos—. Tenemos que pasar por algunos sitios que no os van a gustar. Por desgracia, no hay otro camino.

Muriel se estremeció al pie de la escalinata y Cissie se cogió los brazos, como protegiéndose de una ráfaga de aire frío.

—Pensaba que el hotel estaría vacío —murmuró Muriel—. No se me había ocurrido que… No entiendo cómo puedes haberte instalado en un… cementerio. Tiene que haber sitios mejores en la ciudad.

Pasé a su lado y empecé a subir los escalones.

—El Savoy no es más que uno de mis refugios. Es un sitio con el que ya estaba familiarizado.

—Sigo sin entenderlo —insistió Muriel.

Al llegar al tercer escalón, me volví hacia ella.

—¿Has oído hablar alguna vez del Primer Escuadrón Águila?

Ella asintió lentamente, pero fue Potter quien habló.

—Yanquis y canadienses que no esperaron a que sus países se decidieran a entrar en la guerra —dijo.

—Así es. Nos apuntamos antes que el resto de nuestros compatriotas, cuando la RAF necesitaba pilotos desesperadamente —repuse. Estaba demasiado cansado para profundizar en el tema, aunque, si así conseguía que volviera a ponerse en marcha, estaba dispuesto a satisfacer la curiosidad de la chica—. Se podría decir que convertimos este hotel en nuestro cuartel general. Nos reuníamos a beber y a gastarnos bromas o a jugar al póquer, o cualquier otra cosa que nos hiciera olvidar la muerte durante un par de horas, en la suite seis uno ocho. El bar americano era nuestro abrevadero favorito, aunque, que yo recuerde, nunca pagamos ni una sola copa. Maldita sea, si hasta nos colábamos en el bar de Tich con los corresponsales de guerra. —No mencioné a Sally. No dije nada de cómo la había cortejado aquí, ni de cómo había intentado impresionarla después de que ella me hubo enseñado las bellezas de su ciudad, ni de cómo me había enamorado de ella. No, tampoco mencioné que me había casado con ella en la capilla del Savoy un año antes de que cayeran las últimas V2. Pasamos nuestra luna de miel en la suite 318, pero el hotel sólo nos cobró la tarifa de una habitación corriente y, además, nos regaló el champán y las flores. No dije nada porque no teníamos tiempo y porque tampoco tenía sentido hacerlo. Además, esas personas no significaban nada para mí; yo no les debía nada. Bueno, excepto el alemán. Él sí que me importaba. Sí, tenía planes especiales para él. Precisamente por eso necesitaba que se quedaran los demás, al menos durante algún tiempo. Quería que sufriera un poco antes de morir, pero ahora estaba demasiado cansado. Cuando me encargara de ese maldito nazi, quería disfrutar de cada momento. Qué demonios, quería celebrarlo como se merecía la ocasión.

—¿A qué estamos esperando? —dijo Cissie. Primero me miró a mí, luego a los demás y, por último, otra vez a mí—. Habías dicho algo sobre una bañera, ¿no? Y, además, me imagino que el bar estará abierto todo el día, ¿verdad? Pues, entonces, ¿a qué demonios estamos esperando?

Se unió a mí en la escalinata.

—Me gustan los gin-tonics en vaso grande, con poca tónica y mucha ginebra —me dijo al ver que yo no reaccionaba—. ¿Me has oído? ¿O es que todo un piloto de guerra yanqui va a dejar que una chica se muera de sed? —Su imitación de Mae West resultó bastante ordinaria. Puede que el problema fuera la ansiedad que contenía su voz, pero, en cualquier caso, consiguió sacarme de mi ensimismamiento. Al menos, durante un rato.

Los conduje hasta el siguiente piso. Después cruzamos un vestíbulo de estilo art déco con un candelabro polvoriento y un lujoso espejo, subimos otro tramo de escalones y atravesamos un pasillo en penumbra con una gruesa moqueta que olía a humedad y que estaba flanqueada por puertas con nombres como Mikado, Hechicero, Gondolero… A medida que nos adentrábamos en el hotel, éste iba cobrando un aspecto más oscuro y deprimente, hasta que, al girar en una esquina del pasillo, entramos en una estancia lúgubre.

—Dios santo. —Muriel se cubrió los labios con las puntas de los dedos.

—¿Cómo puedes…? —dijo Cissie al tiempo que se volvía hacia mí, apartando los ojos de la amplia sala donde las personas más ricas e influyentes de Londres solían tomar el té, atendidos por camareros con fracs y serviciales empleados que iban de un lado a otro entre columnas de mármol marrón, elegantes sillas y butacas, exóticas palmeras, exquisitos murales, inmensos espejos, relojes dorados de pared y mesas bajas cubiertas con las más finas vajillas. La guerra había sido una molestia para el Savoy, pero nunca un obstáculo, y el hotel supo conservar la misma calidad en el servicio y el mismo buen gusto de siempre aunque el edificio en sí estuviera un poco dañado y el menú hubiera quedado bastante reducido. Pero, ahora, los elegantes asientos estaban ocupados por cuerpos retorcidos y había cadáveres caídos sobre las vajillas rotas o tumbados en incómodas posturas sobre la alfombra. La gran sala se había convertido en un vasto emporio de escenas macabras, y el esplendor de antaño había dado paso a palmeras secas, muebles cubiertos de polvo y cadáveres momificados. Detrás de todo ello, al otro lado de la puerta abierta que conducía al magnífico comedor con vistas al río, la escena se repetía, sólo que los brillantes rayos de sol que atravesaban los ventanales tapiados hacían que resultara todavía más grotesca. Cissie había apartado los ojos de todo eso y me miraba con… ¿Con qué? Desde luego, no con la curiosidad con la que me había mirado Muriel al entrar en el hotel. ¿Con terror? Sí, con terror, pero había algo más en su mirada. Tal vez fuera consternación. Supongo que lo que expresaba su mirada era algo así como: «¿Cómo puedes vivir aquí sin volverte loco?».

¿Y quién ha dicho que yo estuviera cuerdo?

Preferí no decir nada. Estaba harto de dar explicaciones, así que hice caso omiso de su mirada y su pregunta.

—La escalera está por ahí —dije avanzando hacia el majestuoso vestíbulo de la entrada principal del Savoy. Noté los ojos de Cissie clavándose en mi espalda, y su asco, pero seguí adelante, porque sabía que mis compañeros me seguirían a donde fuera, como ovejas asustadas que necesitan un pastor.

Subimos un ancho tramo de escalones, pasamos junto a una barandilla que daba al vestíbulo y avanzamos por un pasillo de techos altos hasta la escalera que había junto al dañado ascensor. De camino, me asomé un momento a una puerta medio abierta para asegurarme de que la motocicleta Velocette Mk II seguía dentro. Ahí estaba, escondida entre las sombras, como un inmenso y fabuloso insecto negro, con el depósito lleno, el motor perfectamente lubricado y las bujías limpias, lista para sacarme de ahí en cuanto yo se lo pidiera. Al verla, algo se revolvió en lo más profundo de mi estómago. Supongo que sería la repentina urgencia que sentía por salir de ahí, el deseo acuciante de montarme en esa máquina, salir del hotel y no volver a ver nunca más a mis compañeros. No quería establecer ningún tipo de vínculo con ellos. Ni lo quería ni lo necesitaba, porque eso sólo podría traerme más dolor.

Pero mi agotamiento sofocó ese repentino impulso y seguí andando hacia la escalera.

Fue un ascenso lento y costoso. Cuando por fin llegué al tercer piso, avancé por un largo pasillo oscuro sin esperar a los demás y no me detuve hasta llegar a la esquina que había al final.

Me extrañó que el alemán fuera el último en llegar, pues era el más fuerte de todos. ¿Se habría detenido a explorar los cuartos que daban al pasillo, para ver si alguno de ellos le podía proporcionar una vía de escape? Qué demonios, estaba en su derecho. Aunque, desafortunadamente para él, eso no le iba a servir de ninguna ayuda cuando llegara el momento.

Les di la espalda y abrí la puerta de la suite 318.

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