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Capítulo 23

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Le di una última calada al Woodbine, tiré la colilla al suelo y, por alguna razón, tal vez simplemente por la fuerza de la costumbre, la aplasté con el tacón de la bota. Había sido una mañana muy larga y eso que no había hecho más que empezar.

Desde donde estaba, en lo alto de la colina, podía ver todo el flanco noroeste de la antigua fortaleza y las dos torres del gran puente que se alzaba detrás de ella. Un par de viejos dirigibles flotaban sobre los muelles que se extendían a lo largo de ambas riberas del río, mientras las grandes grúas portuarias ascendían hacia el cielo como si fueran pináculos torcidos de una iglesia. El puente levadizo estaba abierto, con los dos tramos prácticamente verticales, levantados hasta tal punto que casi tocaban las pasarelas que unían las torres gemelas entre sí. El barco para el que se había abierto el puente por última vez tenía que haber sido un buque espectacular para obligar a levantar los tramos levadizos hasta ese punto, aunque ya hacía mucho tiempo que estaría amarrado en algún muelle lejano. Atrás quedaba el inmenso guardián del río, perpetuamente abierto, ya que las manos que controlaban su mecanismo ahora sólo eran huesos y piel sin vida. Una solitaria gaviota pasó entre las torres y dio media vuelta, trazando una vertiginosa curva en el aire, como si, de repente, hubiera cambiado de opinión, como si intuyera que esa necrópolis no era un sitio recomendable.

Con los ojos entornados, seguí observando atentamente la fortaleza, buscando señales de vida, pero no vi ninguna.

La torre del homenaje, conocida como la Torre Blanca, se alzaba en medio de la fortaleza coronada por una bandera desvencijada. Al igual que todos los demás, los muros de la Torre Blanca se habían tornado grises después de siglos de suciedad y polución urbana, aunque todavía podían verse algunas zonas blancas, como vetas de piedra caliza en un acantilado, que parecían querer rememorar los antiguos momentos de gloria. Las almenas y los contrafuertes sí eran blancos, tanto que daba la sensación de que alguien los había frotado hasta dejarlos inmaculados, aunque realmente su color se debía a la naturaleza de la piedra y no tenía nada que ver con ningún tipo de atención ni de cuidados. Parte del bastión septentrional se había desplomado por las bombas de la Luftwaffe, y los muros de alrededor estaban salpicados de pequeños impactos de metralla. Al margen de eso, la Torre de Londres seguía irguiéndose orgullosa e inexpugnable, como lo había hecho durante siglos. Ese día de verano del año 1948, un hombre solo se disponía a atacar la fortaleza, un solitario invasor al que nadie esperaba. Y eso podría resultar determinante.

Me agaché para coger la bolsa de tela que había a mis pies, me colgué la correa del hombro y volví a incorporarme. Abrí la funda que tenía sujeta al cinturón, saqué la Browning P-35 y metí una bala en la recámara. El sonido metálico de la guía, al avanzar y retroceder a su posición original, resultaba reconfortante. Había elegido la P-35 porque era la mejor pistola de 9 milímetros. Además de ser muy precisa, el cargador daba cabida a trece balas; yo llevaba asimismo un segundo cargador lleno en el bolsillo izquierdo y otro en la bolsa. Cuando los alemanes invadieron Bélgica, se apoderaron de la fábrica donde se hacían estas pistolas, pero los trabajadores belgas empezaron a sabotearlas, y muchas de ellas explotaron en las manos de algún nazi en vez de abatir a sus enemigos. Afortunadamente, la que tenía yo venía de Canadá, así que sabía que no me daría ninguna sorpresa. Volví a guardarla en su funda. Tenía otras cuatro armas apoyadas contra el muro que había delante de mí, pues todavía no había decidido cuál de ellas iba a usar aquella mañana.

Normalmente hubiera optado por la Bren, una de las mejores metralletas que se habían fabricado nunca. Era firme y precisa y tenía una velocidad de disparo razonablemente baja que permitía apuntar mejor sin gastar demasiada munición. Además, sólo tenía tres clases de retenciones, mientras que algunas armas del mismo tipo llegaban a tener hasta veintitrés, y yo sabía cómo resolver las tres. Aun así, la deseché, porque, incluso con el bípode plegado hacia adelante, resultaba demasiado pesada si uno necesitaba moverse rápido, y yo iba a moverme muy rápido.

Cogí la Thompson y la levanté para sopesarla. La versión de combate que tenía entre las manos llevaba un cargador de veinte cartuchos que sólo tardaba dos segundos en vaciarse. Existía otro modelo con cincuenta disparos, pero con ese cargador los cartuchos hacían más ruido que una caja llena de tornillos, y eso podía resultar bastante embarazoso si uno pretendía coger al enemigo por sorpresa. Además, la Thompson tenía un efecto «rociador» que, aunque pudiera resultar útil para defender una trinchera, podía ser un serio inconveniente si los tipos buenos se mezclaban con los malos. Yo necesitaba más precisión.

Volví a apoyar la Thompson contra el muro y cogí la metralleta Sten que había al lado. Su principal ventaja consistía en que era ligera y fácil de transportar, sobre todo si se aprovechaba la correa, y en que su mecanismo era bastante simple, por lo que había menos cosas que podían fallar. Además, el cargador encajaba en el lado izquierdo del arma y eso permitía apoyar la metralleta sobre el antebrazo para obtener más estabilidad y disparar desde el suelo sin que nada entorpeciera los movimientos. La Sten tenía capacidad para treinta cartuchos, algo que, con los dos cargadores adicionales que tenía dentro de la bolsa, debería ser más que suficiente para lo que yo me proponía hacer. Pero, antes de optar por ese modelo, tuve que enfrentarme a otra decisión. Durante la guerra, como era lógico, los comandos y las unidades de asalto preferían usar armas silenciosas, así que se había fabricado una variación de la metralleta Sten con silenciador incorporado. Yo tenía una entre mi colección. Aun así, finalmente opté por la Sten sin silenciador, concretamente un modelo fabricado en 1944 con culata y pistolete de madera, pues ese día el ruido iba a jugar a mi favor.

Extraje el cargador, lo agité cerca del oído para oír el movimiento de los cartuchos y volví a encajarlo. Entró suavemente, con un sonido seco.

Satisfecho con la «artillería», saqué el cuchillo de combate de doble filo de la funda que tenía sujeta a la parte de atrás del cinturón. El mango, fino y rugoso, estaba forrado en cuero y la hoja, afiladísima, estaba bañada en un material antirreflectante. Desde luego, tenía un aspecto brutal, aunque yo esperaba no tener que recurrir a su uso, pues eso significaría que había sido necesario luchar cuerpo a cuerpo con el enemigo. Volví a guardar el cuchillo en su funda.

No había sido difícil reunir el resto de los objetos que tenía en la bolsa de lona. En 1941, cuando la Luftwaffe concentró sus esfuerzos en la Unión Soviética, un buen número de fábricas del East End de Londres se reconvirtieron a la producción de armas, y manufacturaron cargas de demolición, espoletas, dinamita y todo tipo de explosivos. Una de las fábricas más importantes estaba justo al otro lado del río, en Woolwich. Para las armas de mano, había ido a un almacén subterráneo que había a un par de kilómetros de allí, que era el arsenal donde solían aprovisionarse las tropas justo antes de que las enviaran al frente. Por desgracia, el último contingente de hombres no había ido a ninguna parte —la Muerte Sanguínea se había asegurado de que no lo hicieran—, por lo que el arsenal aún contaba con abundante material. Pese a ello, tardé bastante en encontrar todo lo que buscaba y sólo conseguí aguantar ahí abajo el tiempo necesario gracias a la profunda ira que me impedía cualquier otro sentimiento.

Por alguna extraña razón, ya no estaba temblando. Casi no había dormido la noche anterior y, mientras esperaba a que amaneciera pensando en todo lo tenía que hacer, las manos me habían empezado a temblar y la garganta se me había contraído hasta el punto de dificultarme la respiración. Además, la boca se me había secado mientras un terror tan intenso que casi resultaba físicamente doloroso se apoderaba de mí. Finalmente, incapaz de seguir esperando, me había levantado cuando todavía estaba oscuro y había empezado con los preparativos. Pero en ese momento, después de todo el ajetreo de las primeras horas de la mañana, ya no me temblaban las manos ni tampoco tenía la boca seca. Estaba resuelto a seguir adelante, como poseído por una oscura frialdad que ahogaba cualquier otro sentimiento. Por supuesto, tenía miedo; pero, por primera vez en tres años, sentía que era yo quien controlaba la situación.

Tras una última inspección visual de la vieja fortaleza y sus alrededores, me puse en marcha.

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