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Capítulo 24

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Mientras bajaba por la cuesta adoquinada hacia la entrada principal de la fortaleza me acordé de la primera vez que había visitado la Torre de Londres, en 1943. Este monumento turístico había estado cerrado al público durante la guerra; pero, en un esfuerzo de relaciones públicas, el gobierno británico había permitido a las tropas aliadas el acceso a los principales monumentos del país; yo tan sólo había sido uno de los miles de militares norteamericanos destinados en Inglaterra que habían visitado la Torre de Londres durante la guerra. Yo había acudido con un pequeño grupo de aviadores, una media docena si no recordaba mal. Dos de ellos eran ingleses y teníamos un guía, uno de esos alabarderos con túnica escarlata, para nosotros solos. Recordaba que el hombre había disfrutado hablando de la historia y las tradiciones de su país, aunque yo ya había olvidado la mayoría de las cosas que nos había contado. Eso sí, todavía me acordaba bastante bien de la distribución de la fortaleza y tenía alguna noción de los acontecimientos gloriosos, y también infames, que habían tenido lugar entre sus muros. La noche anterior, mientras pensaba en ello, me había parecido raro que Hubble y sus secuaces hubieran establecido su cuartel general en la fortaleza, cuando tenían cientos de sitios mucho más lujosos y confortables donde elegir, aunque finalmente me había dado cuenta de que la Torre de Londres, con todas sus asociaciones históricas y aristocráticas, se ajustaba perfectamente a la imagen que Hubble tenía de sí mismo. Hubble se veía a sí mismo como el elegido para liderar la nueva civilización, como el señor supremo del nuevo mundo o, si lo preferís, como el líder militar del nuevo orden. ¿Por qué, si no, los uniformes militares y su ejército de pacotilla? ¿Y qué mejor cuartel general para un nombre así que la fortaleza de Guillermo el Conquistador? Además, había habitaciones suficientemente cómodas detrás de esos muros, y no me cabía ninguna duda de que sir Max se habría quedado con la mejor. La calle que descendía por la colina estaba llena de cadáveres y vehículos abandonados, algunos de ellos militares. Cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasé junto a los restos de un caballo que seguía sujeto al carro del que tiraba cuando murió. Del caballo sólo quedaban los huesos, y la parte de atrás del carro, que seguía lleno de cajones de pescado, estaba apoyada contra uno de esos pivotes de hierro que flanqueaban la bajada. Al fijarme en esos pequeños cañones franceses capturados durante las guerras napoleónicas, iguales que el del callejón de Tyne Street, me acordé de que nuestro elegante guía nos había contado que los carreteros del mercado de pescado de Billingsgate solían apoyar sus carros contra esos cañones cuando sus caballos necesitaban un descanso, antes de seguir subiendo la pesada carga por la cuesta. Del carretero no quedaba ningún rastro, pero era evidente que alguien había intentado vaciar el contenido de las cajas que había sobre la carreta, pues estaban llenas de muescas y arañazos. Seguí andando; pero, al mirar hacia atrás, de repente comprendí lo que había pasado: al no poder acceder al pescado que había dentro de los cajones, los pájaros —tenían que haber sido pájaros por las marcas que había en la madera—, enloquecidos, se habían comido al caballo. Pero ¿qué tipo de pájaro podría rebañarle la carne a un animal de ese tamaño hasta que sólo quedaran los huesos? Pensé en la gaviota solitaria que había visto hacía unos minutos y seguí imaginándome distintos tipos de pájaros hasta que la cuesta empezó a perder inclinación delante de las grandes verjas de acceso al recinto de la fortaleza.

Permanecí unos segundos mirando a mi alrededor, atento a cualquier indicio de vida, antes de atravesarlas. Lo lógico habría sido encontrar un centinela en el puesto de vigilancia con el escudo real esculpido en piedra sobre el arco, pero no vi ni oí a nadie. Aunque, claro, a Hubble nunca se le pasaría por la cabeza que alguien pudiera invadir su fortaleza.

Cogí la metralleta Sten que llevaba colgada al hombro.

Apuntando hacia adelante, seguí avanzando. Me sentía demasiado vulnerable, ahí, al descubierto, pues podrían estar apuntándome desde cualquiera de las troneras de las murallas.

Bajo el arco blasonado, el aire era algo más fresco, pero eso no evitó que siguiera sudando mientras observaba el puente de piedra que atravesaba el foso. La robusta puerta de madera que había al fondo estaba abierta de par en par, aunque atravesarla no resultaba nada tentador. Al inclinarme sobre el foso sin agua, no pude evitar fruncir el ceño. Durante la guerra, el personal de la Torre de Londres había convertido el foso en un gran huerto para tener verduras frescas, pero ahora el huerto estaba desatendido, cubierto de maleza y agostado por el sol de verano. Si los Camisas Negras realmente se habían instalado allí, habría sido de esperar que hubieran seguido cuidando esa valiosa fuente de alimentos frescos. Aunque estuvieran enfermos, o precisamente por eso, necesitaban comer. De repente, me invadieron las dudas. ¿Acaso me habría equivocado? ¿Se estaría refiriendo Hubble a otra cosa cuando había hablado de su «castillo»? ¿Serían sus palabras una mera metáfora de su grandioso concepto de sí mismo? Desde luego, allí no había ningún indicio de vida, ningún sonido que interrumpiese el abrumador silencio de la ciudad vacía. ¿Me habría equivocado?

Y, entonces, vi una mancha roja en el foso. Y otra. Y otra más, aunque apenas se distinguían entre la tupida vegetación. Aunque las había de distintos colores, las manchas rojas sólo podían ser una cosa: los uniformes de los antiguos guardianes del castillo, las túnicas escarlatas de los alabarderos. No era difícil imaginar lo que había ocurrido.

Al instalarse en la fortaleza, los nuevos inquilinos habían arrojado al foso los cadáveres que habían encontrado en el interior. Los menos visibles eran los soldados, con sus uniformes caquis, y los hombres, mujeres y niños que estaban visitando el museo cuando habían caído los cohetes, vestidos con las típicas prendas de colores apagados de tiempos de guerra. A los Camisas Negras no les importaban las verduras del huerto: tenían toda la comida de Londres a su disposición. Así que habían convertido el huerto en una gran fosa común.

No, no me había equivocado. Aquél era el refugio de los Camisas Negras.

Abandoné las sombras del arco, corrí hasta la puerta de madera que había al otro extremo del puente y entré en la fortaleza de Hubble.

Una vez dentro, avancé con cautela, protegiéndome en las sombras. A mi izquierda estaba la pequeña calle conocida como Mint Street, donde, en los viejos tiempos, incluso se había llegado a acuñar moneda propia. Por lo que recordaba, esa calle también conducía a las diminutas y pintorescas habitaciones donde vivían los carceleros de la torre y sus familias. Delante de mí estaba Water Lane. La irregularidad de sus adoquines me recordó que, cuando las cosas se calentaran, debía tener cuidado para no volver a torcerme el tobillo. En la esquina donde se juntaban las dos calles había una torre con un campanario, y las aberturas de sus gruesos muros me hicieron sentir vulnerable nuevamente; era fácil imaginarse a los tiradores observándome desde detrás de esas aberturas, esperando el mejor momento para disparar. Crucé la intersección corriendo agachado y no me detuve hasta dejar atrás la torre. Seguí avanzando por Water Lane, atento a cualquier sonido, a cualquier movimiento entre las sombras, hasta que llegué a la puerta por la que se descendía hasta la Puerta de los Traidores. Por esta entrada, situada al nivel del río, habían llegado en barco a la fortaleza tanto criminales y proscritos como grandes dignatarios. Los rayos de sol atravesaban los barrotes de la enorme reja y se reflejaban en las quietas aguas, bajo un enorme arco que soportaba una estructura de madera con varias ventanas.

Corrí en busca de la protección del pasadizo que se abría debajo de la Torre Sangrienta; desde luego, el nombre resultaba apropiado. Al llegar al final del pasadizo subterráneo, me apoyé en una rodilla para inspeccionar el terreno.

Un ancho camino, flanqueado por árboles sin podar que ofrecían una agradable sombra y una amplia extensión de césped, ascendía hasta la gran estructura cuadrangular conocida como la Torre Blanca. Al final de los últimos escalones del camino, la legendaria torre, de unos treinta metros de altura, se perfilaba contra el cielo, coronada por la vieja bandera que yo había visto desde la colina. A mi izquierda había un gran muro gris con una estrecha abertura por la que se accedía, mediante una escalera, al siguiente nivel. Yo recordaba que, en ese nivel, detrás del muro, había dos filas anejas de casas blancas con vigas de madera. Una de ellas, la que se conocía como la Casa de la Reina, era la residencia oficial del gobernador de la Torre de Londres; ahí es donde esperaba encontrar a Hubble.

Estaba a punto de subir hacia esa escalera cuando vi algo moverse. Permanecí quieto, conteniendo la respiración, hasta que mis ojos encontraron las siniestras formas negras que se arrastraban entre la hierba, como oscuros asesinos acechando su presa. Respiré con alivio cuando una de ellas agitó las alas y remontó el vuelo. El gran pájaro se posó sobre un poste de madera y se puso a lanzar picotazos al aire al mismo tiempo que uno de sus compañeros se asomaba encima del gran muro gris. Eran los legendarios cuervos de la Torre de Londres. Siempre había habido al menos seis en la fortaleza, aunque para ello fuera necesario cortarles las alas, pues, según decía la tradición, el día en que hubiera menos de seis cuervos en la Torre de Londres, la monarquía inglesa desaparecería. Por lo visto, los cuervos habían seguido reproduciéndose después de la Muerte Sanguínea y, pese a que era común que los cuervos devorasen sus propios huevos, e incluso que los machos mataran a sus propias crías, era evidente que al menos dos de ellos habían logrado sobrevivir. Todo parecía indicar que, aunque hubieran dejado de recibir los cuidados de los guardianes de la torre, los cuervos no habían abandonado la fortaleza.

Ahora entendía lo que le había ocurrido al caballo que tiraba del carro; me alegré de no haberme detenido a examinar ninguno de los cadáveres humanos que había encontrado a mi paso. Pero eso me hizo pensar en otra cosa, en algo tan doloroso que las rodillas me flaquearon. Dejé caer la cabeza hasta tocarme el pecho con la barbilla. El recuerdo era como una pesadilla, como una de esas pesadillas que me acechaban cada noche. Vi la imagen, y el dolor que sentí fue tan intenso como el primer día: Sally, mi mujer, tumbada delante del modesto apartamento alquilado en el que vivíamos, con los ojos en blanco, muerta.

Y el dolor fluyó por mis ojos, mojándolos, impidiéndome ver con claridad. Me dejé caer de rodillas, con los hombros encorvados y la frente a escasos centímetros del suelo. Pero luché. Luché con todas mis fuerzas, hasta que conseguí volverme a levantar, sacudiendo la cabeza para intentar deshacerme de la imagen que estaba atrapada en su interior. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y volví a concentrarme en el presente. Después de todo, había ido a la Torre de Londres por Sally. Y también por Stern y por

Cagney y por todas las otras víctimas de los Camisas Negras, aunque, sobre todo, había ido por mí mismo. Extrañamente, lo que me devolvió a la realidad fue pensar en

Cagney, y no por lo que le habían hecho los Camisas Negras, sino por esos siniestros pájaros de la fortaleza, por lo que le habían intentado hacer a

Cagney cuando lo había visto por primera vez, a pocos kilómetros de allí. Los cuervos que lo habían atacado procedían de este lugar, el mismo lugar donde ahora se refugiaban Hubble y sus secuaces. Agarré la metralleta con fuerza. Me habría gustado mandar a esos malditos carroñeros al infierno del que habían salido, hacerlos volar en mil pedazos, convertirlos en un amasijo de carne y plumas sin vida. Me habría gustado acabar con ellos ahí mismo, pues, en mi cabeza, ellos representaban a todas las alimañas, tanto animales como humanas, que habían convertido este mundo en lo que era. Me acordé de

Cagney con las patas cubiertas de sangre en la puerta del número 26 de Tyne Street, pensé en todas las víctimas de la Muerte Sanguínea, que habían muerto a causa de la maldad y el odio de otros hombres, pensé en esos malditos bastardos que deambulaban por la ciudad como si fueran los amos de las calles, sembrando el mundo de muerte y destrucción, pensé en… Apunté al cuervo que había sobre el poste, deseoso de acabar con él y con todo lo que representaba, pero, en el último momento, cuando ya estaba acariciando el gatillo, recuperé el control de mí mismo. Yo no había ido allí a matar a esas criaturas negras, sino a otras distintas.

Sin esperar más, salí del pasadizo, avancé hasta el muro gris y empecé a subir los enmohecidos escalones de piedra. Justo antes de llegar al final, me puse en cuclillas y estudié con atención el patio abierto y las casas blancas que había detrás. No había señales de vida, tan sólo dos viejos camiones cisterna aparcados de cualquier manera delante de las casas. Pero eso me dijo todo lo que necesitaba saber: las viejas cañerías no habían podido resistir a los dos últimos inviernos, así que los nuevos moradores de la fortaleza se habían visto obligados a improvisar un método alternativo de suministro de agua. Esperé unos minutos, para asegurarme de que todo estaba tranquilo, antes de levantarme.

Pero, justo cuando lo estaba haciendo, una figura vestida de negro apareció a mi izquierda, al final de la hilera de casas. Debía de estar subiendo por una de las escaleras que llevaban a las torres de las murallas, pues primero le vi la cabeza y, después, los hombros y el resto del cuerpo. Me oculté en las sombras, y debí de hacerlo a tiempo, pues no oí ningún grito de alarma, tan sólo el taconeo de las botas. El hombre cruzó el patio desfilando, literalmente desfilando. Pasó junto al famoso tajo del verdugo y siguió hacia la Torre Blanca. Permanecí oculto unos segundos y volví a asomarme justo a tiempo para ver cómo el hombre desaparecía detrás de la Torre Blanca.

Sin atreverme a incorporarme del todo, abandoné las sombras de la escalera y corrí de puntillas para no hacer ruido. En medio del patio había una ametralladora sujeta sobre un trípode. Al pasar junto a ella, me alegré de ver que la Vickers Mk 1 no tenía munición. Lo más probable era que hubiera pertenecido a la guarnición de la torre y que los Camisas Negras se hubieran entretenido haciendo tiro al blanco con ella, pues la garita que había en el otro extremo del patio estaba llena de agujeros de bala. O, quién sabe, puede que Hubble se tomara tan en serio su papel de jefe militar que obligara a sus secuaces a hacer prácticas de tiro. Me pregunté si lo de desfilar por el patio también habría sido idea suya.

Llegué hasta la esquina de la Torre Blanca y me detuve unos instantes para examinar el terreno. Enfrente de la torre, a mi izquierda, había una capilla y, pegada a ella, un gran edificio con una cantidad desproporcionada de ventanas. El edificio estaba coronado por todo tipo de gárgolas y almenas y tenía una torreta octogonal a cada lado de la entrada. Creí oír algo en esa dirección, pero, aunque escuché atentamente, no volví a oírlo. Asomé la cabeza justo a tiempo para ver cómo el hombre del uniforme negro entraba en la Torre Blanca.

¿Habría llegado el momento de la verdad? ¿Sería allí donde iba a encontrar a los Camisas Negras con sus prisioneros? El resto de la fortaleza parecía desierto y, además, la Torre Blanca parecía el sitio perfecto para encerrar a los prisioneros. En las amplias salas interiores, llenas de cañones, armaduras y todo tipo de objetos de época, había sitio más que de sobra para todos los rehenes. Y, además, la Torre Blanca tenía multitud de habitaciones donde los Camisas Negras podrían… Rogué a Dios que no llegara demasiado tarde.

No había más tiempo que perder. Rodeé la esquina y corrí hacia la escalinata de piedra que subía hasta la puerta de la torre, preparado para encontrarme con los Camisas Negras en cualquier momento. Pero no apareció nadie. Sin dejar de correr, agarré la barandilla de hierro de la escalinata y subí los escalones de dos en dos, apuntando el cañón de la metralleta hacia la puerta.

La sólida puerta de doble hoja estaba abierta, pero no se oía ningún ruido dentro. Asomé la cabeza y la retiré inmediatamente. No podía creer lo que había visto dentro.

El suelo de piedra de la sala estaba a un nivel inferior al de la puerta. Era un amplio recinto con altos techos abovedados cubiertos de telas de araña. Multitud de cascos y petos de armaduras colgaban de las sórdidas paredes y, en los nichos que se abrían en los muros de piedra, había cañones de distintos tamaños dispuestos en filas perfectamente ordenadas. Aunque había varias arañas de hierro colgando del techo, la mayor parte de la luz procedía de las lámparas de pie y de la puerta abierta. La escena que iluminaban era tan horrible que hubiera preferido no tener que contemplarla nunca.

Apoyado contra el muro exterior, cerré los ojos con fuerza y luché contra las náuseas que se apoderaban de mí. Pero lo que me descomponía no era sólo la visión de esos cuerpos medio desnudos, de todos esos cadáveres tumbados sobre su propia sangre coagulada, con tubos de goma clavados en los brazos, ni tampoco el hedor de sus excrementos mezclándose con el de la sangre. No, lo que realmente me provocaba náuseas era mi sensación de fracaso. Les había fallado. Había esperado demasiado. Los Camisas Negras ya habían llevado a cabo su enloquecido experimento y, desde luego, los voluntarios habían pagado el precio de su necedad, porque sus cuerpos yacían sin vida junto a los de los donantes en esa fétida charca de color carmesí. Esperaba que al menos Hubble estuviera entre ellos.

Me obligué a volver a mirar con la esperanza de que alguno de esos infelices siguiera vivo. Además, quería saber si Hubble realmente había sucumbido ante su propia locura. Supongo que también quería saber si el cuerpo de Muriel estaba entre los muertos.

Algunos de los Camisas Negras estaban sentados en sillas de madera, con sus «donantes» tumbados junto a ellos, mientras que otros yacían encogidos en el suelo, con los dedos agarrotados y las bocas abiertas, como si estuvieran gritando en silencio, como si la sangre ajena les hubiera provocado algún tipo de paroxismo al entrar en sus venas, sumiendo sus cuerpos en una profunda agonía. Tenía ganas de insultarlos por su temeraria estupidez, por la inútil barbarie a la que se habían entregado. Ni siquiera habían sido capaces de esperar, de realizar las transfusiones una a una. Así, al menos habrían desistido después de un par de fracasos. Aunque supongo que estaba subestimando el alcance de su desesperación, además del deterioro de sus cerebros y la fe ciega que tenían en Hubble. Y, en cualquier caso, ¿qué tenían que perder?

Haciendo caso omiso del olor, atravesé el umbral de la puerta y busqué una cara conocida entre los cuerpos. Por desgracia, varios de ellos estaban boca abajo o dándome la espalda, y había otros muchos medio ocultos entre las sombras de los nichos. Si quería saber si Hubble y Muriel estaban entre los cadáveres, no me quedaba más remedio que entrar e inspeccionarlos de cerca.

Al descender a ese agujero infernal, me di cuenta de que no había suficientes cadáveres para que todos los Camisas Negras y todos sus prisioneros estuvieran allí. La idea me cogió por sorpresa. ¿Y las mujeres y los niños? Por lo que veía, no había ninguna mujer y, desde luego, no había ningún niño, pero, dos noches atrás, yo había visto mujeres y niños delante del Savoy. Habría unos veinte cadáveres en total y el ejército de Hubble por sí solo debía de alcanzar al menos el triple de ese número, y eso contando con las bajas que habían sufrido los Camisas Negras durante el bombardeo del hotel y los que yo había matado personalmente. Descendí el último escalón y, evitando las partes más profundas del lago de sangre, fui de nicho en nicho, mirando en cada esquina, buscando más cuerpos, sin perder la esperanza de encontrar a alguien vivo.

Debía de estar absorto en mi labor, porque, cuando oí el ruido, él ya estaba prácticamente a mi lado.

No es que hubiera olvidado al hombre que había entrado en la torre, pero me había distraído. Lo que hizo que me volviera fue el ruido de sus pisadas sobre la sangre. Supongo que se habría ocultado entre los cañones de uno de los nichos más lejanos. Ahora corría hacia mí, apuntándome directamente al estómago con la pica medieval que tenía cogida con las dos manos. Fue entonces cuando me di cuenta de que no llevaba el uniforme de los Camisas Negras. Aunque cubierta de polvo y desgarrada en varios sitios y con los galones rojos deshilachados, reconocí inmediatamente la guerrera azul marino de los miembros de la guardia de la Torre de Londres. El cabello enmarañado casi le tapaba los ojos y tenía la larga barba salpicada de saliva. A la distancia que me encontraba pude ver que, además de reflejar odio y locura, sus ojos estaban sangrando. Esos ojos casi me fulminaron, pero logré recuperar el dominio de mí mismo.

En vez de retroceder, di un paso hacia adelante, girando el cuerpo para no ofrecer un blanco demasiado fácil. No tenía tiempo para dispararle y, además, no quería alertar a los Camisas Negras, así que me aparté hacia un lado y pasé la correa de la metralleta alrededor de la punta de hierro de la pica. Cuando la correa se enganchó en la borla de seda roja y dorada que colgaba entre la punta y el fuste de madera de la pica, tiré, al tiempo que giraba el cuerpo, usando la inercia del guardián de la torre para hacerle perder el equilibrio. Él cayó de rodillas y gritó como un demente hasta que lo golpeé en la nuca con el puño izquierdo. Cayó pesadamente y se golpeó la cara contra el suelo ensangrentado. Mi maniobra había resultado, pero la torpeza del hombre había ayudado; la enfermedad corría por sus venas, igual que corría por las venas de los Camisas Negras.

Me abalancé sobre él y le clavé la rodilla en la espalda. Le cogí el pelo con una mano y, levantándole la cabeza, se la aplasté contra el suelo de piedra. Él gimió y permaneció inmóvil. Pero seguía consciente, pues un ligerísimo quejido salió de su boca. Sabía que ese hombre no era culpable de nada, que tenía el cerebro tan enfermo como la sangre, pero llevaba demasiado tiempo luchando contra otros como él para sentir ninguna piedad. Cuando estaba a punto de volver a golpearle la cabeza contra el suelo, pensé en las víctimas que nos rodeaban, en esos inocentes a los que habían asesinado por el mero hecho de ser diferentes, por tener algo que los demás querían para sí mismos. Y, entonces, me acordé de los compañeros de las víctimas, de esas mujeres y esos niños que podían seguir vivos, esperando morir en cualquier momento. Volví a levantarle la cabeza.

—¿Dónde están los otros? —le susurré al oído.

El guardia no estaba tan loco como para no saber que, si no contestaba, yo le aplastaría el cráneo contra el suelo.

—Se… Se los han llevado. —Las palabras apenas consiguieron salir por entre sus dientes rotos y sus labios hinchados.

—¿Adonde? —dije yo, dejándome llevar por la ira para vencer la repulsión que sentía. Le cogí el pelo todavía con más fuerza y le levanté la cabeza otro par de centímetros. Él pareció entender el mensaje y murmuró algo que no pude entender.

Seguí levantándole la cabeza hasta que pude mirarlo a los ojos. Tenía grandes surcos oscuros alrededor y las mejillas llenas de venas explotadas. Después le miré las manos; las tenía hinchadas y negras y olían a gangrena. Sentí ganas de vomitar.

—¿Adonde? —repetí sin apenas abrir la boca.

Supongo que no le gustaría lo que vio en mis ojos, porque, de repente, habló con gran nitidez.

—Necesitaban ayuda… Necesitaban la ayuda de Dios.

Yo seguí mirándolo fijamente, sin decir nada.

—Sir Max dijo que… Sir Max dijo que Dios…

Su voz se fue apagando, hasta convertirse en un gemido, mientras le empezaba a salir sangre por la boca. Su cuerpo se estremeció bajo el mío, al principio suavemente, pero cada vez más fuerte, hasta que las convulsiones lo sacudieron salvajemente. Cuando intentó gritar, yo no tuve otra elección. Tenía que sofocar el ruido antes de que pudieran oírlo los Camisas Negras.

Le aplasté la cabeza con todas mis fuerzas contra el suelo, y el ruido del impacto fue cien veces peor que el gruñido con el que perdió la conciencia. Los músculos de su cuerpo se relajaron e inclinó la cabeza hacia un lado. La expresión de su cara era de satisfacción, como si, de alguna manera, se alegrara de alejarse de este mundo. Al menos, eso es lo que quise creer yo para aliviar mi conciencia. No sabía si estaba muerto, pero deseaba que lo estuviera. Desde luego, eso era lo mejor que podía pasarle.

Liberé la correa de la metralleta de la pica medieval a la que seguía enganchada y me levanté. Y fue entonces cuando oí los acordes. Era música de órgano.

Me acordé de la capilla que había visto antes de entrar en la Torre Blanca.

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