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Capítulo 27

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Muriel se quedó mirándome fijamente, como si yo hubiera perdido definitivamente la cabeza, y supongo que mi sonrisa confirmó sus sospechas.

—Estamos atrapados —dijo con incredulidad mientras luchaba por recuperar el aliento.

—Sí, pero también lo están ellos —repuse yo moviendo la cabeza hacia los Camisas Negras que avanzaban lentamente hacia nosotros, mirándonos con gesto triunfal a pesar de su cansancio. Algunos todavía debían de estar subiendo la escalera, y los que ya habían alcanzado la pasarela intentaban recuperar el aliento agarrándose a las vigas de hierro o avanzaban con paso inseguro, ayudándose entre sí. Realmente, esas sanguijuelas enfermas resultaban patéticas. Al ver que les estaba apuntando con la pistola, los que encabezaban el grupo se detuvieron y levantaron sus armas.

Yo señalé hacia Muriel con la Browning y dije:

—Muerta no os servirá de nada. Ni yo tampoco.

Debieron de captar la idea, porque no siguieron avanzando.

—¡No disparéis!

Reconocí inmediatamente esa voz aguda y ahogada.

—No disparéis —insistió Hubble—. Están atrapados. No tienen escapatoria.

Sus secuaces se apartaron para dejarlo pasar, y Hubble se acercó lentamente apoyándose en McGruder y otro Camisa Negra. Me alegré de verlo, pues me preocupaba que no consiguiera subir hasta la pasarela.

Muriel se apartó de la puerta para acercarse a mí. Hubble la miró y frunció el entrecejo.

—Aléjese de él, señorita Drake —dijo mirando a Muriel fijamente. La piel ennegrecida que le rodeaba los ojos hacía que pareciese el villano de una vieja película de cine mudo. Intentó ponerse recto, como para confirmar su autoridad, pero sólo lo consiguió parcialmente—. Aunque sea un salvaje, ese hombre no le hará daño, señorita Drake. ¿Verdad que no, señor Hoke? ¿Verdad que usted no dispararía contra una chica tan frágil y encantadora como la señorita Drake?

—Supongo que no —contesté yo apuntando hacia la frente de Hubble.

La sonrisa desapareció de los labios de sir Max al tiempo que su figura volvía a encorvarse. El viejo fanático me miró con odio.

—No puede matarnos a todos, maldito iluso. —Sus palabras sonaron como el silbido de una serpiente—. Si intenta disparar, mis hombres lo acribillarán. —Volvió a buscar a Muriel con la mirada—. Apártese de él. Venga con nosotros. Vuelva a donde realmente pertenece, con la gente de su clase. Antes estaba desesperado. Si no, nunca hubiera intentado… —dejó la frase sin acabar, pues todavía conservaba el juicio suficiente para no recordarle a Muriel lo que había intentado hacer con ella—. Ahora lo tenemos a él. Ahora puedo usar su sangre.

Por increíble que parezca, Muriel dio un paso hacia adelante; pero, antes de seguir, se volvió hacia mí y me miró con indecisión.

—Vamos —dije yo, cansado de ese juego—. Vete con él si eso es lo que quieres, pero te aseguro que te sacará hasta la última gota de sangre.

—Pero ¿qué puedo hacer si no, Hoke? No quiero morir. —Muriel parecía haberse dado por vencida—. Si no hacemos lo que dice, nos matarán aquí mismo.

—Mi querida Muriel, nosotros nunca haríamos una cosa así. —Hubble había decidido que ya era hora de adoptar un tratamiento más familiar, más paternal, que el de «señorita Drake». Aun así, había algo obsceno en ese tono de voz acaramelado con el que pretendía engatusar a Muriel—. Tú y yo pertenecemos al mismo mundo. Tu padre era un querido amigo mío. Te prometo que, decidas lo que decidas, no te pasará nada.

Si Muriel caía en la trampa que le estaba tendiendo Hubble, realmente merecía cualquier cosa que le pudiera pasar después. Aunque, por otra parte, a mí la charla me venía bien, pues, gracias a ella, los Camisas Negras más rezagados se estaban uniendo a sus compañeros en la pasarela. Al mirar por encima de los Camisas Negras más próximos a mí, vi a dos de sus compañeros cruzando prácticamente a rastras la puerta de cristal. A juzgar por el número que había en la pasarela, esos dos debían de ser los últimos. Bien. Había llegado el momento de la verdad.

Abrí la bolsa de lona que llevaba al hombro y, con cuatro zancadas, me acerqué a las vigas de hierro del lado interior de la pasarela. Ayudándome con un puntal inclinado, me subí a la barandilla. Al fondo, detrás de los Camisas Negras, vi una silueta tras la puerta de cristal. Perfecto. Cissie había abandonado su escondite y estaba deslizando una barra de hierro a través de los tiradores de la puerta para que no pudiera abrirse desde fuera. Eso significaba que todos los Camisas Negras estaban ya en la pasarela. Le deseé buena suerte y un rápido descenso.

Los Camisas Negras me observaban con desconfianza, preguntándose qué podría estar tramando mientras esperaban el momento apropiado para abalanzarse sobre mí. Yo seguía apuntando a Hubble para contener el ímpetu de sus secuaces.

—Tienes dos opciones, Muriel —dije intentando parecer tranquilo—. O vienes conmigo o te quedas con estas alimañas y mueres con ellas.

Mis palabras parecieron aumentar todavía más su confusión, pero no había tiempo para explicaciones. McGruder soltó a Hubble y dio dos pasos en mi dirección. Pero, al ver que dirigía el cañón de la Browning hacia su cabeza, pareció pensarlo mejor.

—Me encantaría hacerte un agujero en la frente —aseguré yo, y el lugarteniente de Hubble se detuvo. Aun así, estaba demasiado cerca. Ahora o nunca, me dije a mí mismo. Pero, de repente, Hubble empezó a hacer unos extraños ruidos, como si tuviera algo atascado en la garganta que le impedía respirar.

Se llevó las temblorosas manos al cuello e intentó abrirse la camisa mientras sufría una gran convulsión. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas, y un hilo de sangre resbaló desde el lagrimal. También sangraba por los oídos y por la boca, abierta de par en par. McGruder llegó en su ayuda justo cuando Hubble se había puesto a chillar con un horrible sonido que parecía más propio de un animal que de un ser humano. Con el cuerpo cada vez más encogido, Hubble se llevó las manos al pecho, al estómago, a los hombros…, intentando tocar el dolor. Tenía los pantalones empapados en sangre, pues sus arterias taponadas estaban reventando y el líquido tenía que salir por alguna parte. Una mancha oscura comenzó a extenderse bajo su piel, y los músculos de su cuerpo se fueron contrayendo a medida que fallaban sus órganos vitales. El momento que tanto temía Hubble por fin había llegado: era la hora de su muerte.

Los gritos de dolor dieron paso a un alarido profundo y agudo que terminó bruscamente cuando un gran chorro de sangre le salió a presión por la boca y salpicó a sus secuaces más próximos. Igual que su vida, su muerte fue violenta, aterradora. Los que estábamos a su alrededor observábamos su agonía como hipnotizados, hasta que yo decidí que nadie, por muy retorcido o malvado que fuera, merecía una muerte así. Le disparé en la frente, y Hubble cayó al suelo sin emitir un solo sonido.

Al morir Hubble, los acontecimientos se precipitaron. Yo intenté moverme todo lo rápido que pude para que no me arrastrasen consigo. Los Camisas Negras empezaron a gritar, y McGruder se dejó caer de rodillas junto al cuerpo ensangrentado de Hubble. Los primeros secuaces se abalanzaron hacia mí como posesos; creo que, de haberles dado la oportunidad, me habrían descuartizado ahí mismo con sus manos desnudas. Le propiné una patada en la cara al tipo de aspecto robusto al que le había aplastado la cara con la puerta. El Camisa Negra cayó de espaldas, arrastrando consigo a sus compañeros. Eso me dio el tiempo necesario para meter la mano izquierda en la bolsa de lona y sacar lo que necesitaba antes de rodear el puntal de hierro con el brazo derecho para tener un mejor ángulo de tiro. Apunté cuidadosamente y disparé tres veces seguidas contra el cadáver con uniforme azul que estaba sentado en la silla, rodeado de cajas.

Con los disparos conseguí dos cosas: que el ruido, que habido cogido desprevenidos a los Camisas Negras, los paralizase durante unos segundos, y que el cadáver cayera de la silla, lo cual accionó el mecanismo de detonación de la granada de mano que yo había colocado cuidadosamente debajo del cuerpo hacía unas horas. Sólo tenía un par de segundos para alejarme de la pasarela. Después la granada explotaría y, con ella, la dinamita que había dentro de las cajas.

Pero, antes de huir, todavía me quedaba una cosa por hacer. Solté la pistola, tiré de la horquilla de la granada que acababa de sacar de la bolsa y la lancé hacia los Camisas Negras, justo al lado de los explosivos que había camuflado bajo una lona. Ahora sí que había llegado el momento de huir.

Me deslicé entre dos vigas, y el estómago se me hizo un nudo cuando me vi en la parte exterior de la pasarela. Debajo de mí, el río y los muelles parecieron salirme al encuentro, y el inmenso vacío que me envolvió estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Luchando contra el vértigo, me deslicé por el hueco que había entre el suelo de la pasarela y las protecciones laterales, hasta que mi pie encontró el borde superior del tramo levadizo del puente abierto. Los escasos segundos que tenía para escapar ya habían pasado, y me pregunté si le habría ocurrido algo a las granadas; nunca se sabía lo que todos esos años en un almacén podían haber hecho a sus mecanismos. Todavía tuve tiempo de ver la cara blanca y aterrorizada de Muriel buscándome entre las vigas y una figura negra gateando a su lado, antes de sujetarme en el borde del tramo levadizo.

Las granadas hicieron su trabajo, y el mundo pareció volverse del revés cuando el ruido de la primera explosión se mezcló con el de la segunda. Yo me sujeté con todas mis fuerzas mientras la estructura metálica de la pasarela se sacudía salvajemente encima de mí. Otra explosión se sumó a las dos primeras, un estallido aterrador que estuvo a punto de hacerme caer al río. La pasarela se convirtió en una inmensa bola de fuego, y yo grité aterrorizado al ver cómo las llamas arrastraban a Muriel hacia el vacío con un brazo amputado y la piel en llamas. Aunque la horrible visión no duró más de un segundo, supe inmediatamente que esa imagen no me abandonaría durante el resto de mis días; siempre y cuando sobreviviera a éste, claro está. Cerré los ojos, pero, al hacerlo, la imagen cobró todavía más nitidez.

El tramo levadizo cada vez temblaba más bajo mi cuerpo y, al empezar a resbalar, tuve que volver a abrir los ojos para buscar algo a lo que aferrarme. Una densa capa de restos de todo tipo —astillas, trozos de hierro, extremidades amputadas, cuerpos enteros— caía, casi pausadamente, hacia las aguas del Támesis entre el fuego, el humo y el polvo. El vértice superior del tramo levadizo era lo suficientemente ancho para que yo pudiera tumbarme y agarrarme a los caballetes de hierro, las hendiduras y los pernos con los que la gran estructura enganchaba con su tramo gemelo cuando el puente estaba cerrado. El temblor era tal que temí que todo el maldito puente fuera a venirse abajo; al amanecer, cuando había colocado la dinamita en la pasarela con ayuda de Cissie, no sabía realmente cuál era la capacidad de destrucción de la carga explosiva. Al igual que ocurría con las granadas, no había forma de saber cuál iba a ser la reacción de la dinamita después de tantos años en un almacén. Ahora lo estaba averiguando y resultaba aterrorizadora.

El cielo se empezó a cubrir de nubes de humo negro mientras el tramo levadizo vibraba como un inmenso diapasón. Me arrastré hacia uno de los laterales, perfectamente consciente de la caída que había a ambos lados, y llegué a la gruesa barandilla ornamental que separaba la calzada del paso peatonal. Los sólidos barrotes de la barandilla iban a ser los peldaños que me llevarían hasta la base del puente. Cuando me estaba descolgando, mordiéndome los labios, aterrorizado de poder resbalar y caer, vi a McGruder arrastrándose hacia mí por el vértice. Tenía la cara negra y el cuero cabelludo desnudo de pelo y cubierto de ampollas. Entonces me acordé de la figura que había visto gateando al lado de Muriel, pero el mundo volvió a sacudirse debajo de mí.

Los dos resbalamos. McGruder consiguió agarrarse a uno de los pernos del vértice, y yo evité caer aferrándome a uno de los barrotes de la barandilla. Nos mantuvimos así mientras el tramo levadizo descendía vertiginosamente hacia el río, hasta que de repente se detuvo con una nueva sacudida que estuvo a punto de arrancarme el brazo de cuajo.

Con las piernas colgando en el vacío, luché desesperadamente contra la gravedad; por fin, la mano que tenía libre encontró la barandilla y conseguí apoyar un pie sobre algo sólido. Temblando de pies a cabeza, me apreté contra la barandilla.

Al sentir un nuevo estremecimiento en la estructura, me di cuenta de que el tramo levadizo no se había parado del todo, sino que continuaba descendiendo, lenta y pesadamente, hacia el río. El mecanismo de apertura del puente debía de haberse visto afectado por las explosiones, de tal manera que el propio peso de la estructura la estaba haciendo descender. Al levantar la mirada, comprobé que el tramo septentrional del puente no se había movido. Puede que lo único que se hubiera visto afectado fuera el mecanismo de frenado de la torre meridional, y sólo quedaran los engranajes como soporte para controlar el descenso de la pesada estructura.

Me apreté contra la barandilla y recé por que la sacudida que se produciría cuando el tramo levadizo llegara a su posición horizontal no fuese demasiado fuerte. Pensándolo bien, incluso tenía razones para sonreír. Al fin y al cabo mi plan había funcionado a la perfección. Por fin me había deshecho de los Camisas Negras. Excepto de McGruder. Vi su cara abrasada a menos de un metro de la mía. Maldita sea, no sólo no se había caído, sino que se había arrastrado por el vértice y ahora estaba justo encima de mí, mirándome con los ojos llenos de odio y una sola idea en la cabeza: matarme.

Se inclinó hacia adelante y me dio un puñetazo en la cabeza. Volvió a intentar golpearme, pero, esa vez, yo conseguí apartarme. Al tercer intento, me cogió del pelo y empezó a tirar hacia arriba. Con las lágrimas nublándome la visión, yo le agarré la muñeca y se la retorcí hasta conseguir que me soltara, aunque se quedó con un mechón de pelo en la mano. Con el esfuerzo, mis pies resbalaron y me quedé colgando del brazo con el que rodeaba el barrote de la barandilla. Mientras pataleaba a ciegas, McGruder descendió por el otro lado de la barandilla, se inclinó sobre el pasamanos y empezó a golpearme el hombro y el brazo para hacerme caer. El tramo levadizo continuaba su lento y fatigoso descenso. De repente, los oídos se me destaponaron y oí por primera vez los crujidos que provocaba la tensión en la estructura de metal y el gemido del mecanismo oxidado que, después de tres años de inactividad, se veía forzado a ponerse en movimiento. Y también oí los ruidos que hacía McGruder mientras intentaba hacerme caer.

El tramo levadizo apenas había recorrido un tercio de su trayecto. El estómago se me encogió de nuevo al mirar hacia abajo. Sabía que, desde esa altura, caer al agua sería como caer sobre cemento.

Sentí un dolor punzante en el brazo con el que rodeaba el barrote de la barandilla y grité con todas mis fuerzas mientras estiraba el cuello para intentar ver qué lo había provocado. Al otro lado de la barandilla, McGruder me estaba clavando los dientes en la carne desnuda del brazo.

Seguí balanceándome hasta que, por fin, conseguí apoyar un pie en un saliente de la barandilla. Sin prestar atención al dolor, me aseguré de estar bien sujeto con la otra mano y con los pies antes de retirar el brazo de la barandilla. Al ver la sangre que brotaba de la profunda herida, al ver ese líquido, que tan valioso era para los Camisas Negras, por alguna razón, la ira y la rabia volvieron a apoderarse de mí. Supongo que llevaba tanto tiempo protegiendo mi fluido vital que la idea de que esa sanguijuela lo hubiera chupado me hizo enloquecer. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, me encaramé sobre la barandilla con una última reserva de adrenalina (sí, otra última reserva), salté a la empinada calzada y aplasté los nudillos contra la cara de McGruder.

De pie, rodeando el pasamanos con una mano, con el cuerpo inclinado hacia adelante para no caer por la pendiente, le golpeé una y otra vez, sin ninguna piedad, sin darle la oportunidad de defenderse. McGruder se sujetaba a la barandilla con una mano. Tenía la espalda apoyada contra el bordillo de la acera y el cuerpo justo debajo del mío. Por un instante pensé que había vencido, pero, retando a la gravedad, McGruder consiguió incorporar el tronco y, aun enfermo y agotado como estaba, me empujó con la fuerza de un coloso. Yo giré sobre mí mismo, sin soltar la mano de la barandilla, y choqué de espaldas contra el hierro. McGruder empezó a resbalar por la pendiente, pero consiguió frenar la caída rodeándome las piernas con los brazos. Se estaba riendo. Se estaba riendo como un poseso mientras me sujetaba las piernas y me las retorcía para intentar hacerme caer. Lo golpeé en la cabeza y en el cuello con la mano que tenía libre, pero él ni siquiera pareció notarlo. Seguía riéndose, mirándome con una sonrisa que mostraba hasta qué punto había llegado su locura. Y, entonces, hizo algo todavía más extraño: giró el cuello y miró hacia abajo con un movimiento tan exagerado que estaba claro que quería que yo también mirase.

Lo hice y vi perfectamente lo que pretendía.

Al final de la pendiente, cada vez menos inclinada, que dibujaba la calzada, donde el tramo levadizo se encontraba con la rampa de acceso, una larga y oscura zanja cruzaba el puente de un extremo a otro. Dentro de ese agujero estaban las grandes ruedas dentadas y el resto de las piezas del mecanismo de apertura y cierre del tramo levadizo del puente. No tenía ni idea de qué más podía haber ahí abajo, pero de lo que estaba seguro es de que McGruder quería hacernos caer a los dos en ese agujero negro. Qué demonios, a sus ojos enfermos, esa muerte rápida hasta podría parecer una bendición. Lo golpeé con todas mis fuerzas, intentando que me soltara, pero fue inútil. Era como si McGruder no sintiera los golpes. De pronto, levantó una mano, me cogió la muñeca del brazo con el que yo me sujetaba a la barandilla y tiró con todas sus fuerzas. Mis dedos empezaron a abrirse, incapaces de soportar el peso.

Mi otra mano encontró el cuello de McGruder y le clavé el pulgar en la tráquea, pero él siguió sonriendo. Mis botas empezaron a resbalar sobre el cemento.

Y entonces me acordé del cuchillo.

Le solté el cuello, extendí el brazo hacia atrás y aferré el mango. El cuchillo salió suavemente de la funda y lo clavé con todas mis fuerzas entre los omóplatos de McGruder, justo al lado de la columna vertebral.

Los ojos del lugarteniente de Hubble parecieron salirse de sus órbitas mientras unas diminutas venas se hinchaban alrededor de sus iris. No sé si fue por el dolor o por la sorpresa, o si lo hizo intencionadamente, pero, de repente, me apretó las piernas y tiró de mí. El brusco movimiento me hizo soltar el cuchillo, pero conseguí mantenerme sujeto a la barandilla y, al mirar a McGruder, vi que la sonrisa había desaparecido de sus labios. Poco a poco, la presión sobre mis piernas fue cediendo, hasta que McGruder empezó a resbalar, agarrándose desesperadamente a mis pantalones.

Cuando estaba a punto de soltarse, sus dedos se aferraron a mi tobillo y me hicieron perder el equilibrio. Caí de espaldas sobre el cemento y empecé a resbalar por la pendiente, pero mi mano encontró un barrote en la barandilla. Necesité de todas mis fuerzas, y no me quedaban muchas, para sujetarme mientras el peso de McGruder tiraba de mí, desencajándome los huesos.

Con el brazo temblándome y la espalda apretada contra el cemento que no dejaba de vibrar, levanté la cabeza para mirar a McGruder. Estaba boca abajo y, a pesar de tener el cuchillo clavado entre los hombros, intentaba subir hacia mí. Seguía mirándome, pero sus ojos parecían vacíos.

Consiguió subir lentamente, usando mi pierna como si fuera una cuerda, y, cuando su cabeza alcanzó la altura de mi rodilla, esa sonrisa enfermiza volvió a dibujarse en sus labios. Su mirada seguía vacía, vidriosa, como si sus pensamientos estuvieran en algún sitio lejano, pero sus labios agrietados y cubiertos de ampollas volvieron a estirarse, mostrándome una fila de dientes cubiertos de sangre. Yo levanté la pierna que tenía libre y le aplasté el tacón de la bota contra la nariz.

La sangre, la sangre enferma, coagulada, salió disparada por sus orificios nasales y su agarre se hizo más y más débil, hasta que se soltó y empezó a resbalar, deslizándose hacia la zanja negra, cada vez más estrecha, sin apartar sus ojos de los míos. Yo me levanté y, ayudándome con la barandilla, subí hacia el borde superior del tramo levadizo, me senté en el vértice, con una pierna colgando sobre el vacío, y observé cómo McGruder clavaba los dedos en el cemento mientras sus piernas desaparecían dentro de la estrecha zanja.

La parte inferior del tramo levadizo estaba empezando a encajar con la rampa de acceso, y el tronco de McGruder era demasiado voluminoso para seguir al resto de su cuerpo dentro de la grieta.

Por alguna razón, no pude apartar los ojos del horrible espectáculo: McGruder gritaba y gritaba mientras cientos de toneladas de cemento y hierro le aplastaban las piernas y las caderas, hasta que su alarido cesó bruscamente cuando su cuerpo reventó con una terrible explosión de sangre.

El tramo levadizo encajó en la rampa de acceso con una última sacudida. Yo perdí el equilibrio y caí y caí hasta chocar con el agua del río, diez metros más abajo.

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