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Capítulo 28

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Cissie gritaba y me presionaba el pecho al mismo tiempo. De hecho, no sé si lo que me reanimó fueron los gritos o el dolor. Vomité agua dulce e intenté ponerme de costado. Ella me ayudó a hacerlo y empezó a darme golpes en la espalda. Yo intenté protestar, pero sólo conseguí vomitar más agua. Lo único que hacía era vomitar agua, gemir y tragar aire mientras levantaba la cabeza del cemento mojado con cada nueva convulsión.

—¿Por qué? —La voz de Cissie retumbó en los húmedos muros que nos rodeaban—. ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué tenía que haber más muertes? ¡Maldito idiota! ¡Maldito idiota! Casi consigues que te maten. —Empezó a llorar, y los golpes que seguía dándome en la espalda se hicieron más débiles—. Nunca escuchas, ni tampoco hablas. ¡Ni siquiera sé por qué te quedaste en esta horrible ciudad, viviendo entre cadáveres, siempre huyendo, matando para sobrevivir!

Siguió hablando, llorando y blasfemando, sacándome el agua de los pulmones a golpes, hasta que yo empecé a reír. Los hombros me temblaban tanto que parecía estar sufriendo un ataque epiléptico, pero la risa expulsó las últimas gotas de agua que había tragado al cruzar el Támesis intentando llegar hasta esa pequeña plataforma cubierta.

Por suerte, al caer del tramo levadizo, el impacto contra el agua le había devuelto un poco de vida a mi cuerpo exhausto, la suficiente para que consiguiera mantenerme a flote, peleando contra la corriente. Sabía que, si no hacía un último esfuerzo, acabaría ahogándome y esa idea resultaba absurda después de haber sobrevivido a todo lo anterior, así que, cuando la corriente me arrastró hacia la torre septentrional, nadé hacia la orilla rodeado de escombros y cadáveres de Camisas Negras. Al llegar a un muelle, me sujeté a las ranuras que había entre los bloques de piedra, esperé unos segundos para recuperar el aliento y empecé a rodearlo. Mis manos resbalaban una y otra vez en la superficie viscosa que cubría los bloques de hormigón, y el cuerpo entero me temblaba por los efectos del frío y el agotamiento. Detrás del muelle vi unos escalones que subían hasta una plataforma cubierta. Realmente, los escalones estaban bastante cerca, aunque para llegar hasta ellos tendría que nadar de nuevo. ¡Un último esfuerzo! ¿Acaso tenía otra opción? Me quité las botas, me deshice de la funda de la pistola y empecé a nadar.

Me hundí un par de veces, no recuerdo exactamente cuántas, pero, cada vez que lo hacía, conseguía salir a flote y volvía a dar brazadas. Exhausto, a tan sólo unos metros de los escalones, volví a hundirme y, cuando pensaba que todo había acabado, mis pies tocaron algo sólido. Empujé y volví a la superficie. Un par de brazadas más y haría pie. Empecé a andar, tambaleándome, por la rampa que subía hacia los escalones y, cuando el agua me llegaba por la cintura, vi a Cissie corriendo hacia mí, llamándome por mi nombre. Saltó al río y metió la cabeza por debajo de mi hombro para ayudarme a llegar hasta la plataforma. Llorando, me contó que me había visto caer del puente, que sabía que era yo porque no iba vestido de negro y que, mientras buscaba un barco, había encontrado el túnel que llevaba hasta la plataforma hacia la que nos dirigíamos. Cissie tuvo que subirme a rastras por los escalones resbaladizos. Fue al llegar arriba cuando yo me desmayé, y ella empezó a darme golpes en el pecho.

Cissie no sabía que me estaba riendo. En vez de eso, creía que me estaba ahogando. Me golpeó aún más fuerte en la espalda, gritándome que no me diese por vencido, que lo iba a conseguir, que, por favor, por favor, ¡por favor!, no me muriera.

—Hoke, ¡no te mueras!

Yo levanté un brazo para apartarla, pero estaba demasiado débil.

—Para. ¡Ya basta! —conseguí decirle, y ella dejó de golpearme.

—Estás vivo. —Parecía sorprendida.

—Eso parece —dije yo. No tenía fuerzas para volver a reírme, pero conseguí esbozar una sonrisa.

Cissie empezó a reírse a carcajadas. Después se tiró encima de mí y se puso a llorar. Yo no tardé en acompañarla con mis propios sollozos.

Y, finalmente, cuando ya no nos quedaban más lágrimas, la abracé con fuerza, apoyado contra el muro de la oscura y húmeda cueva de ladrillo, y le dije por qué no me había marchado de la ciudad.

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