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Capítulo 3

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Mientras Cissie y el alemán miraban hacia donde yo señalaba, mis ojos se cruzaron con los de Muriel y una pequeña arruga se dibujó en su frente. Su mirada contenía una pregunta.

Pero fue Cissie quien la hizo.

—¿Al metro? ¿Quieres que bajemos ahí abajo?

Stern tampoco lo podía creer.

—Ahí no nos seguirán —dije yo y empecé a avanzar hacia la estación de metro.

—Claro que lo harán —me espetó Cissie—. Y, entonces, estaremos atrapados.

Yo me di la vuelta y me dirigí a mis tres compañeros.

—Creedme, no nos seguirán.

Detrás de nosotros, el Bedford arrancó ruidosamente el parachoques blanco de un pequeño Austin negro.

—¡Si queréis seguir vivos, os recomiendo que me sigáis! —les grité antes de continuar andando. Aunque cojeaba un poco, el dolor era soportable.

No sé si lo que los convenció fue la urgencia de mi voz o los disparos procedentes del camión, pero los tres empezaron a correr detrás de mí.

Unos segundos después, estábamos en la zona de expedición de billetes de la estación de metro de Holborn. Dejé que los demás se adelantaran y eché un último vistazo hacia el exterior. El camión militar estaba a menos de veinte metros de la entrada, frenando ruidosamente.

Me abrí paso hacia la taquilla, teniendo cuidado de no pisar ninguna de las formas oscuras que yacían en la penumbra; esperaba que mis nuevos compañeros estuvieran haciendo lo mismo. La cabina de la taquilla estaba justo delante del acceso a las escaleras mecánicas. Mientras me acercaba a la puerta grité:

—Coged una máscara. Vais a necesitarla.

Las dos chicas se limitaron a mirarme boquiabiertas mientras yo abría la puerta de una patada, pero Stern se agachó junto a una de las pequeñas cajas de cartón que había en el suelo. Sacó una máscara de gas y se la dio a Muriel.

Dentro de la cabina, me encontré con un traje lleno de huesos sentado en un alto taburete. Tenía el cráneo cubierto de piel curtida y las cuencas de los ojos vacías. Sus delgadas manos momificadas descansaban sobre el estrecho mostrador, justo delante de la ventanilla de atención al público, como si estuvieran a punto de recoger el dinero de algún viajero. Unos largos mechones de pelo gris le colgaban del cuero cabelludo, y los escasos dientes amarillentos que conservaba se alzaban en el borde de su boca abierta, como lápidas torcidas delante de una cripta negra. Di gracias por la escasez de luz, por la oscuridad que dificultaba la visión.

Había imaginado que el hedor sería todavía peor, pero supongo que el proceso de descomposición de este cuerpo hacía ya mucho tiempo que había acabado y que el olor se habría filtrado a través de la ventanilla y de los conductos de ventilación, pues en la cabina sólo había un desagradable ambiente rancio. Parecía que este empleado del metro había tenido suerte, pues la Muerte Sanguínea había acabado con su vida de forma súbita. La taquilla se había convertido en su mausoleo particular, en su sepulcro solitario e inviolado. Así, su cuerpo al menos se había descompuesto sin que nadie lo molestara.

No tardé en encontrar lo que buscaba. Sabía que en la taquilla habría algún tipo de linterna para los apagones de los bombardeos o para cualquier otro tipo de emergencia. Encontré la pesada linterna cromada en un pequeño armario justo al lado de la puerta. No me sorprendió que no se encendiera. Necesitaba pilas nuevas. Abrí un cajón detrás de otro, hasta encontrar un paquete de Ever Ready sin abrir. Sólo tardé un par de segundos en quitar las pilas viejas y poner las nuevas. Después, aguanté la respiración mientras accionaba el encendido. Un débil círculo de luz se dibujó en el otro extremo de la cabina y suspiré con alivio; las pilas no tenían demasiada fuerza, pero servirían. Salí de la cabina y le di la linterna al alemán.

Fuera, en la calle, los Camisas Negras que ocupaban la parte trasera del Bedford ya estaban saltando del camión.

—Dame la pistola —le ordené a Stern. Él se apartó, alejando el Colt de mi alcance—. ¡Por Dios santo, si ni siquiera está cargada! —le grité y, acto seguido, se la arranqué de la mano.

Cuando el primero de los Camisas Negras llegó a la acera, yo ya había introducido el nuevo cargador. Disparé una vez como advertencia. Los Camisas Negras se agacharon instintivamente y se pusieron a cubierto. La estación de metro tenía dos accesos, pero yo esperaba que esos matones no tuvieran la lucidez necesaria para usar el segundo; no creo que hubiera podido cubrir dos flancos.

—¡Lleva a las chicas abajo! —le grité al alemán señalando hacia las escaleras mecánicas que había detrás de las barreras—. ¡Esperadme en el andén!

Volví a disparar para mantener ocupados a los Camisas Negras.

—¿Y tú? —preguntó Cissie mientras Stern empujaba a las dos chicas hacia las escaleras.

—¡Yo iré en cuanto pueda! —contesté con otro grito. Después me cubrí detrás de la cabina y volví a disparar contra nuestros perseguidores. Los Camisas Negras empezaron a devolverme el fuego, aunque, temerosos de exponerse demasiado tiempo, disparaban sin apenas apuntar. Resulta curioso que cuando alguien tiene los días contados, como era el caso de esos matones, la vida parece cobrar todavía más importancia. Yo sabía que no se arriesgarían a avanzar a descubierto, así que no resultaría difícil contenerlos desde donde estaba. Aunque, antes o después, encontrarían una manera de sacarme de ahí.

Estuve disparando a intervalos espaciados, obligando a los Camisas Negras a mantenerse a cubierto sin desperdiciar munición, para ganar tiempo para el alemán y las chicas. Esperaba que, cuando se dieran cuenta de dónde se habían metido, tuvieran el valor necesario para seguir adelante. Después, tendría que encontrar la manera de seguirlos sin que nadie me cubriera a mí.

Aunque ese problema se resolvió solo.

Ocurrió sin previo aviso. Los Camisas Negras se mantuvieron ocultos hasta que, de repente, el Humber negro entró rugiendo por la boca de metro, precipitándose hacia mí mientras sus ocupantes disparaban continuas ráfagas desde las ventanas, como si de una película de gánsters se tratara.

Retrocedí sin perder ni un segundo más, disparando con el Colt a la altura de la cadera. Cuando el Humber chocó contra la taquilla, dejé de mirar hacia atrás y corrí hacia las barreras. Salté la más cercana, apoyándome con la mano izquierda, y seguí corriendo. Al volcar, el Humber me protegió de los Camisas Negras que empezaban a entrar, dándome tiempo para llegar hasta las escaleras mecánicas.

No necesité mirar para saber lo que había sobre los escalones; ya había usado otra estación de metro como vía de escape hacía casi tres años y no había sido precisamente una experiencia agradable. Por eso sabía que los Camisas Negras no me seguirían ahí abajo: les faltaban agallas. Pero también sabía que los restos humanos que cubrían las escaleras mecánicas, todos esos cadáveres putrefactos de hombres, mujeres y niños que habían intentado huir de la Muerte Sanguínea, pensando que la enfermedad, las toxinas, la maldita Venganza o lo que fuera que Hitler nos había enviado en sus cohetes no los alcanzaría en los túneles, convertirían mi descenso en una pesadilla. Sabía que las extremidades de todos esos cuerpos que yacían allí donde habían muerto se engancharían a mis piernas, que esos cuerpos amontonados me impedirían el paso, haciéndome tropezar, obligándome a trepar sobre ellos. Y sabía que eso les daría el tiempo necesario a los Camisas Negras para enviar una lluvia de balas que detuviera mis pasos para siempre en la oscuridad. Así que renuncié a las escaleras.

Salté sobre la rampa central que había entre las escaleras mecánicas y descendí como un niño en un trineo, deslizándome sobre el trasero, apartando con las piernas los cadáveres que encontraba a mi paso y aprovechando las farolas para aminorar la velocidad lo suficiente para no salir despedido por los aires.

Al final de la rampa, podía verse la débil luz de la linterna. Me estaban esperando, y el alemán parecía tener el suficiente sentido común para no alumbrarme con el foco de la linterna. De repente, una de las farolas sin luz se hizo añicos, rociándome con fragmentos de cristal, y la luz de la linterna desapareció. Esperaba que no hubieran dado a Stern; tenía mis propios planes para el alemán. Fue entonces cuando perdí el control. Descendiendo a una velocidad de vértigo, mi tronco adelantó a mis piernas y empecé a dar volteretas. Una nueva lluvia de disparos rasgó el aire a mi alrededor, pero mi figura debía de ser prácticamente invisible en su descenso hacia la oscuridad. Justo antes de saltar sobre la rampa, había metido la pistola en la funda de la cazadora y, al salir volando por el final de la rampa, me golpeé la muñeca con ella. Aterricé sobre unos objetos suaves, pero quebradizos, que amortiguaron mi caída.

Supongo que grité mientras rodaba sobre esos cuerpos que parecían derrumbarse ante mi contacto, hasta que finalmente me detuve bajo una avalancha de cadáveres.

Permanecí quieto, tumbado, mareado y sin aliento. Estaba aterrorizado. Algo áspero me rozó la mejilla, aunque prefería no pensar qué era. Aun así, no pude evitarlo y, al hacerlo, el pánico se apoderó de mí. Me peleé con la oscuridad, quitándome de encima ese amasijo de huesos y piel seca mientras le pegaba patadas a todo lo que encontraba. Fue entonces cuando el olor me golpeó con toda su intensidad. Me atraganté, sin aire en los pulmones, y luché contra las náuseas. Hasta que me di cuenta de que todo estaba en mi cabeza.

Desde luego, el aire era fétido en ese inmenso mausoleo subterráneo, pero eso se debía al carácter cerrado del lugar, no a la putrefacción de los cuerpos. El proceso de descomposición ya hacía tiempo que había acabado, y los cadáveres estaban todo lo deteriorados que podían estar en un sitio tan seco como éste. La primera vez que había entrado en uno de estos túneles, pocos meses después del holocausto, cuando los muertos todavía estaban frescos, el hedor resultaba insoportable. Pero debería haberme imaginado que, a estas alturas, una vez que los órganos internos y los tejidos corporales se hubieran descompuesto, los cuerpos estarían momificados. El hedor sólo estaba en mi imaginación y estaba ahí porque era lo que yo esperaba encontrarme. Lo verdaderamente aterrador de este espacio sin luz no era el olor, sino la presencia de tantos cadáveres amontonados.

—Hoke, ¿me oyes? Estamos aquí.

Reconocí la voz del alemán a pesar de la distorsión que causaba la máscara de gas que llevaba puesta. La débil luz, ausente de todo calor, no estaba lejos.

—¿Estás herido?

Haciendo caso omiso del alemán, miré hacia la luz que brillaba en lo alto de las escaleras mecánicas. Los fuertes fogonazos y las detonaciones amplificadas por las paredes alicatadas eran una invitación a salir de ahí lo antes posible. Los bultos sin forma que cubrían el suelo hacían que resultara casi imposible avanzar mientras las balas rebotaban en las paredes o se hundían en los blandos cuerpos que yacían a mi alrededor. Desesperado, cuando estaba a un par de metros del túnel donde se habían resguardado el alemán y las dos chicas, salté hacia ellos. Permanecí ahí, tumbado en la oscuridad, hasta que Cissie se agachó a mi lado y me tocó un hombro. Aunque me habló, no conseguí entender lo que decía con la máscara puesta. Pero ella insistió, hasta que yo moví la cabeza de un lado a otro.

—No, no estoy herido —dije y después me levanté; algo que cada vez me costaba más hacer.

Aun débil como era, la luz de la linterna me hizo daño en los ojos. La aparté con la mano y el foco de luz iluminó los cuerpos que abarrotaban el túnel. Me pregunté si las chicas tendrían el valor necesario para avanzar entre ellos. Aunque el olor no fuera tan malo como había imaginado, decidí no decirles que podían quitarse las máscaras. Los cristales limitarían su visión, sobre todo con tan poca luz, y, además, de alguna forma, las máscaras las aislaban de lo que las rodeaba. Y, qué demonios, fuera o no ése el caso, llevarlas puestas no les iba a hacer ningún daño.

—Tenemos que salir que aquí —le dije a Stern quitándole la linterna de la mano. Igual que ocurrió antes con la pistola, él intentó apartar la mano, aunque esta vez tampoco lo consiguió.

—¿Es que nos están siguiendo? —preguntó. El filtro redondo y los grandes cristales circulares de la máscara hacían que pareciese una criatura venida de otro mundo.

—No, no se atreverán a bajar —dije mirando a las dos chicas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —A pesar de la máscara, noté claramente la ansiedad que contenía la voz del alemán.

—Puede que los asusten los fantasmas —contesté. Fue una estupidez, porque las dos chicas se abrazaron—. Vámonos de aquí —añadí con impaciencia.

Los Camisas Negras ya habían dejado de disparar, pero sus gritos y sus burlas llegaban con nitidez hasta nuestro escondite. Yo me adentré en el túnel y los demás me siguieron en fila india, avanzando penosamente entre los cadáveres. Al poco tiempo, llegamos a otra escalera mecánica cubierta de cuerpos inertes.

—¿Adonde vamos?

Creo que fue Muriel quien lo preguntó, aunque, con las máscaras puestas, resultaba difícil distinguir las voces. Además, yo me había adelantado un poco y estaba concentrado intentando encontrar sitio en los escalones para poner los pies. En cualquier caso, decidí no contestar.

Al llegar al final de la escalera, iluminé al trío que me seguía, manteniendo la luz de la linterna a la altura de sus pies para ayudarlos a avanzar. Una cabeza con la piel del color del betún parecía seguir sus progresos con las cuencas vacías de los ojos y un brazo con restos de cartílago seco colgando de la mano y la muñeca resbaló delante de ellos, indicándoles el camino con un dedo gris extendido. Intenté ocultarles la visión, pero ellos necesitaban la luz para no tropezar y caer de bruces en medio de ese vertedero de restos humanos.

Cissie iba delante, tanteando el suelo con unos apropiados zapatos sin tacón. Para no perder el equilibrio, bajaba con los brazos extendidos. Por primera vez, me fijé en que llevaba puestos unos pantalones oscuros, azules, creo. Aunque no estaba tan delgada como Muriel, tenía una bonita figura. Desde luego, era evidente que había pasado demasiado tiempo solo; éste no era ni el momento ni el lugar apropiado para ese tipo de pensamientos. Supongo que debí de perder la concentración, porque la luz osciló un poco y Cissie trastabilló. Con un agudo chillido, cayó sobre mí.

La cogí sin demasiada dificultad y la sujeté entre mis brazos hasta que se tranquilizó. Ella se agarraba a mí con fuerza, reacia a soltarse. Hasta que me tocó la cara.

—¿Por qué no llevas puesta tu máscara? —me preguntó.

Yo tomé una decisión. Sería más duro para ellos, pero avanzaríamos más rápido si podían ver mejor.

—Ya no hacen falta —dije apartando a Cissie hacia un lado para volver a iluminar los escalones con la linterna. Aun así, mantuve un brazo alrededor de su hombro.

—¿Qué has dicho? —Muriel permanecía inmóvil en la escalera.

—He dicho que podéis quitaros las máscaras —repetí subiendo un poco la voz.

—Pero el olor… —Cissie movió la cabeza de un lado a otro.

—El olor no es para tanto.

Cissie se quitó la máscara e hizo una mueca mientras inspiraba el aire rancio y viciado. La redecilla con la que se sujetaba el moño se le había aflojado al quitarse la máscara. Se deshizo de ella agitando la cabeza hasta que el cabello le cayó libre alrededor de la cara. Cuando Muriel se reunió con nosotros, Cissie ya parecía haberse acostumbrado a la atmósfera, o, al menos, se la veía más tranquila. Afortunadamente, todo estaba demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle. Muriel se quitó la máscara y frunció el ceño al inspirar el aire.

—Me ayudaría tener un poco de luz. —El alemán, que ya se había quitado la máscara, nos observaba desde los últimos escalones. Yo dirigí la luz de la linterna en su dirección.

—¿Cuál es el plan? —dijo en cuanto llegó a nuestro lado—. ¿Esperamos aquí hasta que se vayan?

Hablaba un inglés impecable, pero su acento alemán me hacía sentir como si me estuvieran clavando un puñal en el pecho. Apenas conseguí controlar mi odio.

Pero no fue sólo el odio hacia este alemán, hacia este ejemplar de la supuesta raza superior, lo que me hizo guardar silencio. No quería tomar ninguna decisión por ellos. Estaba demasiado acostumbrado a no depender de nadie, a no preocuparme de nadie más que de mí mismo;

Cagney era independiente por naturaleza.

—Vamos, Hoke, dinos qué tienes pensado. —Cissie me estaba tirando de la cazadora.

Los maldije en silencio por haber entrado en mi vida, aun cuando me hubieran salvado.

—Podemos esperar a que se vayan —contesté finalmente—, o podemos escapar por los túneles.

—¡No! —La reacción de Muriel rayaba en la histeria—. No podemos meternos ahí. Yo no voy a entrar ahí.

Todos sabíamos a qué se refería.

—Yo estoy con ella —intervino Cissie—. Ya tengo de sobra con lo que he visto hasta ahora. Quién sabe lo que nos podemos encontrar ahí dentro —dijo señalando hacia la entrada al andén.

Estaba a punto de decirle que tan sólo más cadáveres, cuando ocurrió algo que nos dejó sin elección. Oímos ruido de cristales rotos y una especie de explosión amortiguada en lo alto de la escalera mecánica. Y otra vez. Cuando un brillante resplandor naranja iluminó el tramo superior de las escaleras, supe lo que estaba pasando.

—Están usando bombas de gasolina —dije, más que nada para mí mismo.

Los Camisas Negras ya habían intentado hacerme salir de otros escondites con esas bombas caseras que fabricaban con botellas llenas de combustible y un trapo que hacía las veces de mecha, pero yo siempre había tenido la suerte de conseguir escapar. Una de dos: o las acababan de fabricar, recogiendo las botellas de la calle o de alguna tienda, y sacando la gasolina de los depósitos de los vehículos, o ya tenían los cócteles preparados de antemano. Por un momento me pareció oírlos reír en lo alto de la escalera, pero el fuego ya había prendido y se empezaba a extender, pasando de un cuerpo momificado a otro, avanzando hacia nosotros con un rugido amortiguado. No tardamos en oír los chasquidos de los huesos al partirse y las detonaciones de los gases que liberaban los cadáveres. El fuego tenía alimento más que de sobra, y el rastro de cuerpos conducía directamente hacia nosotros.

—Ahí tenéis la respuesta —les dije—. No podemos quedarnos aquí.

—Pero ¿adónde vamos a ir? —se resistió Cissie. Todos sabíamos adonde.

—A los túneles.

Me di la vuelta, cansado de discutir. Ahora tendrían que decidir por sí mismos.

Una densa nube de humo negro empezó a descender por la escalera. Al mirar hacia arriba, comprobé que las llamas no iban demasiado rezagadas. Avanzaban reflejándose en las paredes, precedidas por sucesivas olas de calor. En el último momento, me acordé de mirar el gran mapa de la red de metro que colgaba en un panel. Con las llamas cada vez más cerca, no me hizo falta la linterna para averiguar lo que necesitaba saber. Las chicas empezaron a toser. El humo, cada vez más denso, avanzaba pegado al techo y descendía, dibujando rizos, por las paredes.

—Volved a poneros las máscaras —ordené.

Las chicas hicieron lo que les había dicho, antes de seguirme hacia el andén. Pero el alemán había dejado caer su máscara al borde de la escalera y, en vez de quitársela a cualquiera de los cadáveres, volvió a buscar la suya. Justo cuando se agachaba para cogerla, las primeras llamas aparecieron encima de él. Los cuerpos que yacían a su alrededor parecieron agitarse bajo el efecto de la luz cambiante, como si el avance de la tormenta de fuego los incomodara. Era una ilusión óptica macabra, incluso aterradora, pero nada más que una ilusión. Lo que sí empezó a arder fue la ropa de los cadáveres.

Grité para avisarle, pero ya era demasiado tarde. En el preciso instante en que se incorporó con la máscara en la mano, los gases y el material combustible unieron sus fuerzas para producir una gran bola de fuego que parecía venida del mismísimo infierno. No estoy seguro de si el alemán saltó instintivamente o si fue la explosión lo que lo lanzó hacia adelante, pero, de repente, estaba en el aire, con los brazos en cruz y la espalda arqueada.

Tuvo suerte de que el fuego no llegara a envolverlo por completo. Aterrizó cerca de mí, con la chaqueta ardiendo. Cuando lo hice rodar por el suelo para ahogar las llamas, él no se resistió; parecía entender lo que yo intentaba hacer. De no haberse tratado de un maldito alemán, puede que hasta hubiera admirado su sangre fría.

Lo arrastré hacia el andén mientras el fuego avanzaba por el techo como un río encolerizado, escupiendo llamas amarillas, rojas y azules. La corriente de fuego chocó contra un saliente del techo y descendió hacia el suelo, en una escena de una belleza aterradora, devorando los cadáveres, antes de volver a ascender en una inmensa bola de fuego.

—¡Al suelo! —grité, y todos nos tiramos al unísono mientras las llamas se abalanzaban sobre nosotros.

Tumbado entre los cuerpos que abarrotaban el andén, las llamas me pasaron sobre la cabeza, haciendo crepitar mi cabello. Cuando por fin empezaron a retroceder, en busca de más combustible, una nube asfixiante de humo ocupó su lugar. Esta vez fue Stern quien me ayudó a mí, gracias a la ventaja que le daba su máscara. Me levantó y me alejó del humo. Con los pulmones llenos de humo y lágrimas en los ojos, noté cómo me agarraban otras manos.

Alguien me puso una máscara y, aunque seguí teniendo arcadas, no tardé en notar el efecto del filtro. Parpadeé hasta que vi la imagen borrosa de Cissie delante de mí. Estaba señalando hacia las vías con una mano mientras me sujetaba con la otra. Yo asentí con un ademán exagerado, arqueando los hombros además de la cabeza. Avanzamos con dificultad entre el humo y los muertos, como si fuésemos los únicos supervivientes de una batalla subterránea, y pasamos junto a decenas de camastros esparcidos por el suelo del andén. Además, había todo tipo de objetos domésticos: teteras, sillas plegables, maletas, libros, un gramófono, incluso un pequeño perchero de madera lleno de ropa hecha jirones que, como tantos otros objetos dispuestos ordenadamente por el andén por quienes dormían a diario en estos túneles, habría servido para marcar el territorio de alguna familia modesta. Vi una muñeca, con los ojos muy abiertos, como aterrorizada ante la carnicería que la rodeaba. Vi un bombín, una bota sin pareja y un par de gafas con las lentes todavía intactas. Vi un par de pequeños hornillos portátiles, de los que se usan para calentar el té o los biberones, introducidos a escondidas por familias que no querían renunciar a ciertas comodidades. Vi un acordeón en una cuna y una máscara de gas para bebés, demasiado grande, demasiado fea. Vi hojas de periódico cubriendo cuerpos hechos un ovillo, con titulares tan irrelevantes como los anuncios de ginebra o leche para el té con los que compartían página.

Y todo ello entre un mar de cuerpos sin vida, de cadáveres que evitar, de cadáveres con los que tropezar. Parecía haber miles de cadáveres parpadeando bajo las llamas, caparazones vacíos que en algún momento habían pertenecido a seres vivos que habían ido allí huyendo de la muerte que acechaba en los cafés, en las oficinas, en los autobuses, los tranvías, los coches… Muchos de ellos probablemente ni vieron ni oyeron caer los cohetes de la venganza; simplemente se refugiaron allí como lo hacían cada vez que las sirenas anunciaban un nuevo ataque aéreo. Pero, aunque intentaran escapar buscando la seguridad de los refugios subterráneos, de las trincheras de los parques o de los túneles del metro, la Muerte Sanguínea les dio caza uno a uno y, apoderándose de su sangre, la endureció y solidificó hasta convertirla en cemento dentro de sus venas.

Sólo unos pocos lograron sobrevivir. Todos los demás acabaron sucumbiendo antes o después.

Avanzamos apresuradamente entre los despojos, luchando por controlar nuestras emociones mientras seguíamos las líneas de seguridad que había pintadas al borde del andén, rodeados de cabezas cubiertas de piel tirante y oscura de las que ya hacía tiempo que habían desaparecido los ojos. Lo veíamos todo, pero intentábamos no fijarnos en nada.

Yo iba delante con la linterna, evitando que el débil haz de luz permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio, buscando la mejor manera de avanzar entre los cadáveres, consciente de que las llamas nos estaban ganando terreno gracias a los cuerpos que les servían de alimento. El humo, ágil y sofocante, amenazaba con asfixiarnos a pesar de nuestras máscaras. Aceleré el paso al ver que el túnel ya no estaba lejos. El humo nos seguiría dentro del túnel, pero ahí al menos no habría tantos cadáveres dificultándonos el paso, y el fuego tendría menos material con el que alimentarse. Al iluminar los cuerpos que yacían sobre las vías, renuncié inmediatamente a la idea de avanzar por ellas.

Alguien gritó.

Me di la vuelta y moví la linterna de un lado a otro, hasta que vi a Muriel caída en el suelo, apoyada sobre los codos, con la cabeza y los hombros levantados. Se arrancó la máscara y gritó todavía más fuerte.

Fue una estupidez por su parte, aunque una estupidez que resultaba comprensible. Iluminé la causa de sus gritos con la luz de la linterna.

El pequeño cuerpo yacía inmóvil al lado de una maleta; me imagino que la maleta debía de haber mantenido ocultos los restos de la niña hasta que Muriel la tiró al caer al suelo. Era obvio que algo le había arrancado los ojos. Además, donde debería haber estado su tripa sólo había un oscuro agujero negro. Aunque no miré demasiado tiempo, aunque intenté no fijarme en los detalles, no pude evitar observar que también le faltaban otras partes del cuerpo. Cerré los ojos un par de segundos, pero, al hacerlo, un recuerdo, un recuerdo terrible, sustituyó la imagen de la niña. Volví a abrirlos inmediatamente.

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