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Capítulo 4

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—¿Qué son esas cosas?

Muriel me estaba agarrando el brazo con tanta fuerza que me hacía daño. Aun así, preferí pasar por alto su pregunta.

—¡Apartaos! —grité al tiempo que seguía mi propio consejo, arrastrando a la chica conmigo sin apartar la vista de la horda de animales que venían hacia nosotros. Había algo hipnótico en esas pequeñas bolas de fuego. Algunas de ellas intentaban subir por los muros, aunque siempre caían al llegar a cierta altura y, retorciéndose en el aire, aterrizaban en la vía, donde se consumían ardiendo como pequeñas fogatas. Pero la mayoría corrían despavoridas hacia nosotros, como propulsadas por alguna diabólica máquina de guerra medieval. Tardamos en reaccionar, pero, cuando finalmente lo hicimos, empezamos a correr como si nos persiguiera el mismísimo diablo. Al mirar hacia atrás, comprendí que nunca podríamos ganar esa carrera; las bolas de fuego estaban a punto de alcanzarnos. Había pensado que podríamos correr más rápido que ellas, que el fuego que cabalgaba sobre sus lomos las consumiría antes de que pudieran alcanzarnos, pero me había equivocado: seguían ganándonos terreno.

Mientras el agua mugrienta nos salpicaba las piernas, a nuestra espalda los afilados chillidos parecían burlarse de nuestro inútil intento de huida. La luz de la linterna, cada vez más débil, iluminó unos espacios oscuros en los muros del túnel: huecos de seguridad para que los trabajadores del metro se pudieran resguardar cuando pasaba un tren.

Stern, que iba delante con Cissie, también se había fijado en los nichos. De repente, se detuvo y se lanzó dentro de uno de ellos.

Yo alcancé a Cissie, la cogí de la cintura y las empujé, a ella y a Muriel, hacia la abertura más cercana. Una vez dentro, me apreté contra ellas, aplastándolas contra el muro del fondo. Podía notar cómo temblaban sus cuerpos. Yo también estaba temblando.

La agonía de las pequeñas criaturas en llamas las hacía correr cada vez más rápido sobre los charcos de agua, que no eran suficientemente profundos para apagar las llamas que envolvían sus cuerpos. Algunas tropezaban y rodaban en el agua entre nubes de vapor, llenando el túnel con sus chillidos, hasta que, finalmente, yacían inertes, con algún esporádico estremecimiento. Muriel se volvió hacia el muro y Cissie ocultó la cabeza contra mi hombro al darse cuenta de lo que eran esas criaturas.

Pero yo disfrutaba viendo cómo ardían. Quizá incluso esbozara una sonrisa al ver cómo los cuerpos consumidos de las ratas se retorcían de dolor y al oír sus gritos, cada vez más débiles. Estiraban sus feos y afilados hocicos y abrían y cerraban las mandíbulas una y otra vez, mostrando dientes como navajas, mientras sus extremidades se convertían en muñones carbonizados. Sí, estoy seguro de que sonreí, y también me acordé de lo que esos carroñeros habían comido durante todos estos años, de lo que habían hecho en el andén…

Algunas ratas murieron delante de nosotros, pero muchas otras siguieron corriendo, intentando huir de la muerte, iluminando el túnel a su paso, como si nos estuvieran mostrando el camino. Le di una patada a una que se acercó demasiado, y las llamas de su cuerpo se convirtieron en vapor al caer en un charco de agua negra. Mientras la rata se retorcía, sentí la tentación de acribillarla con el Colt. Me habría gustado acribillarlas a todas, y no por piedad, sino por repulsión, porque las odiaba con la misma intensidad con la que odiaba al alemán, porque las ratas y el alemán eran alimañas que no tenían derecho a seguir viviendo.

Pero me mantuve inmóvil, intentando controlar mis emociones. No fue fácil, pero lo conseguí.

Los agónicos gemidos de las ratas se fueron haciendo más débiles y pronto desaparecieron por completo. Sólo quedaron pequeñas piras funerarias esparcidas aquí y allá en la oscuridad. Todavía podíamos oír el lejano zumbido de las que seguían corriendo por el túnel, pero lo único que quedaba de ellas a nuestra altura era su profundo hedor. Maldita sea, aquí abajo el aire ya estaba suficientemente viciado, pero ahora, con el humo y la fetidez de la carne quemada, resultaba prácticamente irrespirable.

Muriel estaba llorando detrás de mí, incapaz de controlar el temblor de su cuerpo. Cissie levantó la cabeza de mi hombro y se apoyó contra el muro.

—Ya ha pasado todo, Mu —dijo al tiempo que acariciaba la espalda de su amiga—. Ya ha pasado todo.

No tenía ningún sentido sacarla de su error.

El alemán se acercó a nosotros. La luz de la linterna se había convertido en un haz anaranjado que apenas conseguía penetrar en la oscuridad. Lo oí toser y observé el pálido círculo de luz bailando en el aire.

Me uní a él junto a la vía, me saqué el Zippo del bolsillo y me agaché para apoyar la lámpara sobre un raíl. Abrí una de las ventanillas de cristal de la lámpara y encendí el mechero.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo el alemán—. Si no encontramos una salida pronto, no conseguiremos salir nunca de aquí.

—Sólo hay una manera de salir de aquí y es seguir adelante —repliqué mientras acercaba la llama del mechero a la mecha. Pero la mecha no prendió, así que mantuve el mechero contra ella, concentrando toda mi atención en la lámpara, como si eso fuera a ayudar a que el cordel encerado prendiera. Y, finalmente, prendió. Respiré hondo, feliz de que al menos algo saliera bien; realmente, no había sido un buen día.

Los sollozos de Muriel me devolvieron a la realidad. Levanté la lámpara hacia el nicho donde se resguardaban las dos mujeres. Cissie seguía abrazando a su amiga, acariciándole la espalda cariñosamente y murmurándole palabras reconfortantes.

—Por favor, diles que no hay tiempo para eso —dijo Stern.

Obviamente, el alemán pensaba que le harían más caso a un aliado que a un enemigo, y a mí me gustaba creer que sería así.

—Escuchad —dije intentando aparentar tranquilidad—. Tenemos que salir de aquí. Puede que estemos a salvo de las llamas, pero el humo va a empezar a salir por este túnel como si fuera el tiro de una chimenea. La próxima estación no está lejos. No creo que tardemos más de veinte minutos en llegar, así que será mejor que nos pongamos en marcha y que dejemos las niñerías para después.

No quería que mi último comentario sonara tan desagradable. De verdad que no, pero supongo que no pude evitarlo. Cissie me clavó una mirada afilada como un cuchillo.

—¿Es que no ves que no puede más? —contestó.

Yo asentí.

—Todos estamos al límite de nuestras fuerzas, pero no tenemos otra alternativa —repuse—. Vosotras sabréis si preferís venir con nosotros o quedaros aquí y asfixiaros. Podéis hacer lo que queráis.

Me di la vuelta, pasé por encima de un roedor que agonizaba en el agua y me adelanté al alemán, que se había quedado quieto como una estatua. No tardé en oír los pasos de mis tres acompañantes salpicando el agua detrás de mí.

—Malditos bastardos.

Cissie lo dijo fríamente, sin ira, con apenas un rastro de resentimiento en la voz. Supongo que se podría decir que era una mera constatación de los hechos y, realmente, no le faltaba razón.

Seguí adelante, manteniendo la lámpara en alto, sin apartar la mirada de los raíles. Todavía se veían algunas bolas de fuego a lo lejos. Al ver cómo luchaban contra la muerte, no pude evitar preguntarme cuántas de ellas habrían sobrevivido a la Muerte Sanguínea para disfrutar de los restos de la tragedia. Los médicos y los científicos sabían que los grupos sanguíneos de los animales eran distintos de los de los humanos, pero las bajas entre los animales habían sido comparables a las humanas; tal vez habría servido de algo investigar la sangre de los animales supervivientes, pero no había habido tiempo.

Volví a la realidad al oír a las dos chicas avanzando fatigosamente detrás de mí. Por fortuna, los sollozos de Muriel habían cesado, y Cissie se callaba la opinión que le merecíamos tanto el alemán como yo. La linterna se apagó definitivamente, y Stern la tiró al suelo al tiempo que murmuraba algo que probablemente fuera una maldición en alemán. El ruido que hizo el metal al rebotar contra el muro del túnel nos sobresaltó a todos, pero, aunque la idea de pegarle un tiro ahí mismo resultaba tentadora, decidí dejar las cosas como estaban y seguí andando.

El nivel del agua fue descendiendo paulatinamente, hasta que sólo quedaron algunos charcos dispersos, pero la atmósfera cada vez se hacía más irrespirable. El humo, que nos había acompañado pegado al techo durante todo el trayecto, estaba descendiendo y volviéndose contra nosotros, como si algo estuviera obstruyendo el túnel más adelante. Le dije a Stern que le diera su máscara a Muriel y le aconsejé a Cissie que se pusiera la suya.

—La he perdido —comentó fríamente Cissie, como si no fuera asunto mío—. Además, la verdad es que no me parece que ayuden mucho —añadió para dejar claro que no sentía ningún arrepentimiento.

Yo me acordé de lo bien que le había venido en el andén, pero preferí no decir nada; no me sentía con fuerzas para discutir con ella.

Stern esperó a que Muriel llegara a su altura y le dio su máscara.

—Si el humo sigue aumentando… —dijo el alemán, y ella asintió agradecida.

Sólo tardé unos segundos en ver lo que obstruía el paso. Parte del humo conseguía pasar por encima de los vagones, o bordeándolos, pero la mayor parte rebotaba contra el tren y volvía directamente hacia nosotros.

Agitando una mano delante de mí en un vano intento por despejar un poco el aire, sólo tardé unos segundos en alcanzar el tren. Me puse de puntillas para ver lo que había dentro de la pequeña cabina del conductor, dudando si sería buena idea entrar en los vagones y avanzar por ellos. Los otros me siguieron mientras yo rodeaba la cabina, manteniendo la lámpara de queroseno lo suficientemente alta para ver a través de las ventanas.

Después de tres años viviendo en una pesadilla convertida en realidad, yo creía que ya nada podría sorprenderme, pero la calavera que me devolvió la mirada, con sus ojos negros y vacíos y su enorme sonrisa, estuvo a punto de hacerme caer al suelo. Aunque no tuviera ningún sentido, me había imaginado que los vagones estarían vacíos. Pero, claro, las bombas habían caído sobre la ciudad con los vagones de la red subterránea llenos de pasajeros, y la Muerte Sanguínea había penetrado en los túneles, buscando a sus víctimas como un depredador que recorre una madriguera. Al alcanzar al conductor, éste se habría desplomado sobre los mandos del tren, haciendo que los vagones se detuvieran en la oscuridad mientras sus ocupantes iban sucumbiendo uno detrás de otro. ¿Cuántos habrían logrado escapar? ¿Cuántos AB negativos, si es que había alguno a bordo de esos vagones, habrían conseguido arrastrarse por los túneles hasta llegar a la superficie? ¿Y cuántos de ellos no habrían deseado entonces haber muerto al descubrir cuál había sido el destino de la ciudad?

La calavera, apoyada contra la ventanilla, todavía llevaba puesta una gorra de conductor con la visera aplastada contra el cristal. Con su inmensa sonrisa, el esqueleto parecía de buen humor, aunque a mí no me hacía ninguna gracia. Pensé en decirles a los demás que no mirasen dentro de los vagones, pero no tuve oportunidad de hacerlo.

La luz barrió el túnel como si de un relámpago se tratara, tiñendo el mundo de un blanco cegador. Una décima de segundo después, un trueno ensordecedor hizo que se estremecieran los muros, y una ráfaga abrasadora de aire caliente se abalanzó sobre nosotros. Pero conseguimos cubrirnos detrás del vagón, que nos protegió todo el cuerpo, excepto las piernas. Durante unos segundos, pareció que el túnel había recuperado la tranquilidad, pero, cuando caímos de rodillas, nos vimos inmersos en un nuevo caos de temblores y explosiones que nos obligó a tumbarnos entre los raíles con las manos sobre la cabeza.

No estoy seguro de si lo noté o si lo intuí, pero, cuando el vagón empezó a moverse, me arrastré instintivamente hasta las chicas y usé el peso de mi cuerpo para mantenerlas sujetas hasta que las ruedas del tren se detuvieron. Parpadeando sin parar, noté que el aire había recuperado su pureza. El humo había retrocedido con la explosión, pero, mientras me frotaba los ojos, las partículas negras empezaron a caer del techo y las paredes, acompañadas de trozos de yeso y ladrillo. Todavía aturdido, mientras intentaba recuperar el control de mis sentidos, me imaginé la causa de la explosión. Pero ése no era momento para buscar explicaciones. Aunque el tren nos hubiera protegido, ahora estábamos todavía peor que antes; nuestras probabilidades de sobrevivir disminuían con cada segundo que pasaba.

Me levanté, cogí la lámpara, que seguía encendida en el suelo, me di la vuelta y observé las sombras que parpadeaban a nuestra espalda. Vi la silueta borrosa del alemán apoyada contra el vagón. Estaba sacudiendo la cabeza, como si intentara recuperar el sentido común. Detrás de él, los últimos vagones habían empezado a arder y las llamas se propagaban rápidamente hacia nosotros. Una gran nube de humo cubrió el aire y, en un abrir y cerrar de ojos, perdí de vista a Stern.

La atmósfera era abrasadora. Era como si toda la humedad hubiera desaparecido del aire, hasta tal punto que empezaba a resultar difícil respirar.

—¡Atrás! —conseguí gritar, pero no creo que me oyeran.

Empujé a las chicas, intentando alejarlas de la nueva amenaza que se cernía sobre nosotros. Stern se acercó, tambaleándose entre el humo y el polvo que caía del techo, y cogió a Muriel de un brazo mientras yo me encargaba de Cissie. Apenas separados por unos centímetros, los cuatro empezamos a retroceder por la vía, intentando no pensar, luchando contra el miedo y el calor mientras el humo, cada vez más denso y asfixiante, nos envolvía. El agotamiento, que no el sentido común, nos hizo aminorar la marcha al cabo de unos cien metros. Muriel fue la primera en dejarse caer de rodillas. Cissie la siguió inmediatamente.

Stern intentó levantar a Muriel, pero la chica estaba totalmente encorvada, asfixiándose con el humo; era como intentar levantar a un muerto.

Yo me agaché junto a Cissie.

—¡Vamos! Si nos quedamos aquí nos vamos a asfixiar. —Después de la explosión, me costaba incluso oírme a mí mismo. Mi voz sonaba como si estuviera atrapada dentro de mi cabeza. Aun así, creo que ella me oyó.

Aunque su voz también sonaba distante, entendí lo que dijo.

—¿Y adónde podemos ir? —preguntó—. ¿Es que no ves que estamos atrapados entre dos fuegos? Y todo por tu culpa. Tú eres el que nos ha traído a este infierno.

Realmente, no le faltaba razón. Pero, maldita sea, ¿acaso teníamos otra opción?

Primero miré hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Lo que vi no resultaba esperanzador. Habíamos escapado de un fuego para encontrarnos con otro. Realmente, había días en que todo salía mal.

El alemán estaba tosiendo con tanta violencia que por un momento pensé que se le iban a salir los pulmones por la boca. A su lado, la arqueada figura de Muriel se estremecía entre convulsiones. Detrás de ellos, la densa nube de humo resplandecía por el reflejo de las llamas. En la otra dirección, el humo avanzaba hacia nosotros en un torrente tan espeso que, más que de humo, parecía hecho de algo sólido.

Intenté incorporarme, pero las piernas apenas me sujetaban. No me quedaban fuerzas y estaba mareado por la falta de oxígeno. Me sentía como si alguien estuviera corriendo un velo sobre mi mente y la verdad es que no resultaba desagradable. De hecho, era como si estuviera escapando, como si hubiera encontrado un refugio donde descansar de este infierno de humo negro. No obstante, intenté luchar contra ello. Lo hice porque llevaba toda la vida luchando contra la maldad, contra la injusticia, porque esa lucha siempre había formado parte de mi naturaleza. Por eso me había involucrado en la maldita guerra antes de que lo hicieran la mayoría de mis compatriotas. Sí, yo era un luchador; la vida y la muerte me habían convertido en ello, pero parecía que ésta iba a ser mi última batalla.

Me rebelé contra esa posibilidad. Incluso levanté un puño desafiante, pero, en el fondo, sabía que esta vez había perdido. Esta vez no había escapatoria. Como había dicho la chica, yo los había conducido a esta trampa, y el precio que pagaría por ello era la muerte. Sí, iba a morir al lado de esas alimañas abrasadas.

Y, cuando el humo estaba a punto de nublar definitivamente mis sentidos, cubriendo mi mente con un velo cada vez más denso, algo hizo que mi cuerpo encontrara una última reserva de adrenalina.

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