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Capítulo 14

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Lo primero que pensé fue en pegarle un tiro al alemán; lo segundo, en tirarme al suelo para evitar los disparos.

Menos mal que los Camisas Negras no disparaban a matar; tan sólo querían asustarnos para atraparnos. El espejo que había detrás de mí se hizo añicos, y el salón se llenó de ráfagas de metralleta y de los gritos de las chicas. Yo rodé por el suelo hasta la gran columna central mientras las balas partían las velas que había en la mesa. Una lámpara de queroseno explotó ruidosamente en una esquina, y el aire se llenó de astillas. Me incorporé sobre una rodilla y vi cómo

Cagney escapaba hacia el salón de al lado. Bien hecho, pensé mientras me asomaba para disparar contra el Camisa Negra que estaba causando mayores estragos. Pero el secuaz de Hubble estaba esperando que yo hiciera precisamente eso, y envió una lluvia de balas contra la columna que me obligó a ocultarme de nuevo. Permanecí a cubierto, intentando ganar tiempo mientras las balas desgarraban las cortinas y hacían añicos los cristales de las ventanas. De repente, cesaron los disparos y, con ellos, los gritos y los chillidos. Suponiendo que habrían vaciado los cargadores, rodeé el pilar con el brazo de la pistola extendido y busqué mi objetivo.

Una inmensa nube de humo cubría el salón, mezclándose con el olor de la cera y el queroseno de las lámparas. Pero había algo más: el hedor de los intrusos. Esa pestilencia putrefacta que los acompañaba allá donde fueran, como si de una especie de aura hedionda se tratase. Cissie estaba hecha un ovillo al lado de la mesa y Potter se encontraba de rodillas junto a ella, mientras que Muriel, que había retrocedido hasta la pared, estaba de pie, paralizada. Stern, por su parte, tenía las manos en alto, en actitud de rendición. Los Camisas Negras se apelotonaban delante de la puerta, vestidos con sus soeces atuendos negros, apuntando hacia todos los rincones del salón; realmente, no era una visión nada esperanzadora. El más adelantado estaba intentando introducir un nuevo cargador en su metralleta Sterling. Yo me moví con rapidez. Sabía que no podía enfrentarme a todos ellos con un simple Colt; sólo teníamos una posibilidad, y no era muy buena que digamos. Salté sobre la mesa, tirando las copas de

brandy y las tazas de café, confiando en que la enfermedad que corría por las venas de los Camisas Negras les impidiera reaccionar a tiempo. Me deslicé hasta donde estaba Stern, salté al suelo, le rodeé el cuello con un brazo y apreté el Colt contra su sien.

—¡Quietos! —grité con todas mis fuerzas, intentando que no me temblara demasiado la mano con la que sujetaba el Colt. Después puse al alemán delante de mí, utilizándolo como escudo.

Los cinco o seis Camisas Negras que ya habían entrado en el salón me apuntaron a la vez. El de la Sterling acabó de introducir el nuevo cargador y levantó la metralleta a la altura del pecho; las manos le temblaban todavía más que a mí.

—Os juro que lo mataré si os movéis —grité como advertencia.

Stern apenas podía respirar, ni mucho menos hablar, pero, aun así, intentó decir algo.

—¡Cállate, maldito nazi! —le susurre al oído—. Ya veo que encontraste a tus amigos fascistas al salir del hotel esta mañana.

Stern intentó liberarse, pero yo lo tenía bien sujeto. Apreté el Colt todavía más fuerte contra su sien. La tentación de matarlo ahí mismo era casi irresistible, pero lo necesitaba como rehén, todos lo necesitábamos.

—¡Atrás! ¡He dicho que no os mováis! —grité mientras seguían entrando Camisas Negras en el salón. Aun así, fui yo el que retrocedió, llevándome mi escudo protector conmigo. No me gustaba la locura que veía en los ojos de los Camisas Negras, pero supongo que a ellos tampoco les gustó lo que vieron en los míos, porque, finalmente, se detuvieron, dando paso a una especie de tregua.

—Como deis un solo paso más —les advertí—, os juro que usaré los sesos de vuestro amigo alemán para decorar las paredes.

Había decidido deshacerme primero del de la Sterling y después de los dos matones que había a su lado, con sendas pistolas en la mano. Y entonces, mientras el resto de los Camisas Negras corrieran a ponerse a cubierto, acabaría con Stern. Sólo los dioses sabían lo que pasaría después. Lo único que sabía yo era que no iba a permitir que me atraparan vivo. Al notar que yo cambiaba el peso de pierna, el alemán se puso todavía más tenso, como si pudiera adivinar mis intenciones.

—Si eso lo hace feliz, señor Hoke, por mí puede matar a nuestro supuesto amigo alemán cuando le plazca.

Aunque sólo la había oído una vez, en un programa radiofónico de la BBC al principio de la guerra, supe inmediatamente a quién pertenecía la voz que llegaba desde la puerta del comedor. Eso sí, me sorprendió que supiera mi nombre; hasta que me di cuenta de que, evidentemente, lo había aprendido ese mismo día, cuando se lo había dicho el traidor al que yo tenía sujeto por el cuello.

Los Camisas Negras se apartaron para dejar paso a su líder, y sir Max Hubble no tardó en aparecer, apoyando una mano en su bastón y la otra en el brazo de McGruder. Ni siquiera la escasez de luz conseguía suavizar su horrible aspecto. Una de las chicas, creo que fue Cissie, no pudo contener un pequeño grito al verlo entrar. Hubble dio un par de pasos más y se detuvo.

—Y bien, ¿va a matar a ese hombre o no, señor Hoke? —Su voz aguda tenía un tono burlón, como si estuviera disfrutando de la situación; puede que le gustaran los faroles.

Pero yo no tenía nada que perder.

—Como no se vayan todos sus hombres inmediatamente, le aseguro que lo mataré.

Stern intentó soltarse, mientras decía algo que yo no logré entender, pero lo sujeté con fuerza.

—Si lo prefiere, nosotros podemos ahorrarle las molestias —dijo Hubble, y sus azulados labios dibujaron una sonrisa bajo su bigote. Después le hizo un gesto con la cabeza a uno de sus matones. Obedeciendo, el Camisa Negra levantó su pistola y apuntó a la cabeza de Stern.

«Está bien, adelante», pensé, pero luego vi que empezaba a apretar el gatillo.

—Joder —suspiré entre dientes.

—¡No!

Fue Muriel quien gritó justo antes de interponerse entre nosotros y los Camisas Negras.

—Me dijo que no le haría daño a nadie. Me lo prometió.

Estaba mirando a Hubble.

Yo no podía creer lo que estaba viendo. La pistola me tembló en la mano mientras miraba atónito la espalda de Muriel. Cissie estaba mirando boquiabierta a su amiga.

—Eso sólo depende del señor Hoke —dijo Hubble—. Puede soltar la pistola y rendirse o puede obligarnos a que matemos al hombre que está agarrando antes de dispararle a él. A mí me es indiferente, pues ya no necesitamos su sangre.

Cissie golpeó la mesa con el puño.

—¿Has sido tú? —le gritó a Muriel—. ¿Nos has traicionado tú? Dios mío, Muriel, ¿cómo has podido?

Muriel palideció al tener que enfrentarse a su amiga.

—El padre de la señorita Drake y yo éramos buenos amigos —explicó Hubble al tiempo que giraba el cuerpo entero hacia Cissie—. Compartíamos los mismos principios, los mismos ideales. ¿Qué tiene de sorprendente que la hija de lord Drake comparta esos mismos valores?

Tengo que reconocer que nunca he sido muy propenso a la charlatanería. Y, después de tres años sin apenas hablar, con la excepción de ese último par de días, no se me ocurrió nada que decir. Y, en cualquier caso, qué importaba lo que yo pudiera decir: ya sabía todo lo que tenía que saber.

Empujé a Stern hacia un lado y le hice un agujero en plena garganta al Camisa Negra que nos apuntaba con su pistola; él tenía que ser el primero, pues era el que menos tardaría en disparar. Me habría encantado encargarme de Hubble a continuación, pero Muriel estaba en medio y, por mucho que la odiara, mis buenos modales no me permitían disparar a una mujer por la espalda, así que me tuve que conformar con disparar al Camisa Negra de la Sterling. Aunque sólo le di en el brazo, eso bastó para hacerlo gritar como un búho de granja antes de desplomarse encima de los tres compañeros que tenía detrás. Aproveché el desorden que se produjo para saltar hasta Cissie y empujarla hacia un lado. Después volví a disparar contra el enemigo.

Cuando Cissie gritó para avisarme que estaban entrando más Camisas Negras por la puerta del salón Princesa Aída, me di cuenta de que, realmente, no teníamos escapatoria. Aunque pudiera confiar en mi Colt y en mi velocidad, no podía disparar contra todos al mismo tiempo y no tenía ningún sitio hacia donde correr.

Algo, sólo Dios sabe qué, me golpeó en la frente y caí al suelo como un peso muerto. Un segundo después, estaba recibiendo patadas y culatazos de fusil. Alguien me arrancó el Colt de la mano, y la cabeza se me llenó de brillantes explosiones mientras oía unos gritos en la distancia.

No tenía elección. Me retiré a mi propio refugio de paz, dejando que las luces retrocedieran hasta dar paso a una oscuridad absoluta. Realmente, era una oscuridad agradable, muy agradable.

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