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Capítulo 15

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Me despertó un dolor repentino, aunque no era demasiado intenso. El segundo golpe —o tal vez el tercero o el cuarto— me hizo abrir los ojos. Como no me gustó lo que vi, volví a cerrarlos, pero una nueva bofetada, esta vez en la otra mejilla, me convenció de que era preferible mantenerlos abiertos. Aun así, parpadeé varias veces, en parte porque la luz me hacía daño en los ojos y en parte porque no podía creer lo que estaba viendo.

Varios candelabros de gran tamaño colgaban del techo y había numerosas lámparas de pie esparcidas por el salón. Pero, como si eso no bastara, también entraba luz por la puerta que daba al comedor con vistas al río y por el vestíbulo de la entrada principal del Savoy. Por un instante, pensé que estaba soñando y que, en mi sueño, el hotel había recuperado su antiguo esplendor, pero entonces vi los cadáveres, recostados sobre elegantes sillas cubiertas de polvo y tumbados de cualquier forma en el suelo enmoquetado, apartados a un lado junto a los muebles, como un bulto cualquiera, para dejar un gran espacio libre en el centro del salón. Los Camisas Negras seguían ocupados aumentando el espacio libre, moviendo las mesas bajas y las sillas, volcando las vajillas, amontonando más cadáveres junto a las paredes, apartando a patadas los que ya estaban en el suelo, sin importarles que las calaveras rodaran lejos de sus cuerpos.

Miré al Camisa Negra que me había golpeado y gruñí con repugnancia al ver sus ojos de muerto, la sangre seca pegada en sus pestañas y sus párpados oscuros y las llagas que cubrían su rostro, azulado por la oxigenación insuficiente de la sangre. El hombre me sonrió, mostrándome sus encías ensangrentadas. Al intentar golpearlo, me di cuenta de que tenía las muñecas atadas a los mullidos brazos de una de esas sillas cómodas y elegantes al mismo tiempo en las que las clases privilegiadas solían tomar el té o los aperitivos previos a la cena.

Yo empezaba a recuperar el pleno dominio de mis sentidos y, al ver que me habían roto la camisa para dejar el brazo y el hombro izquierdo al descubierto, empecé a sospechar lo que estaba ocurriendo. De repente, me invadió el pánico y forcejeé por liberarme. El matón que tenía delante se limitó a mirarme, riéndose de mis esfuerzos. Finalmente, dejé de luchar contra mis ataduras al ver a Stern, a Cissie y a Potter de rodillas en el suelo, a pocos metros de donde estaba yo, rodeados por un grupo de Camisas Negras con cuchillos y pistolas. Y, entonces, apareció Hubble, decrépito, descendiendo por la escalinata enmoquetada que continuaba hasta el vestíbulo con la ayuda de McGruder y otro de sus secuaces. Al verme, intentó sonreír, pero sus labios sólo dibujaron una pequeña mueca torcida.

—Realmente, son unos candelabros bellísimos —comentó mientras se acercaba, sin apartar del techo sus ojos inyectados de sangre—. Hacía mucho tiempo que no presenciaba tal esplendor. Demasiado tiempo. —Hizo una breve pausa para observar a los prisioneros arrodillados en el suelo y asintió, como si estuviera satisfecho con el número de cabezas, antes de seguir arrastrando los pies hacia mí. Detrás de él, Muriel empezó a descender por la escalinata con un falso ademán de orgullo, como si tuviera que esforzarse por mantener la cabeza erguida mientras eludía la mirada acusatoria de Cissie. A pesar de los ruegos de su amiga, ni siquiera se detuvo un momento al pasar junto a ella.

Hubble se acercó a mí y apoyó ambas manos en su bastón, aferrándose al mango con unos dedos tan ennegrecidos que parecían garras. Sus dos ayudantes permanecieron cerca de él por si era necesaria su ayuda. Hubble temblaba como un viejo y olía como un cadáver.

Aun así, inclinó el cuerpo hacia atrás para admirar una vez más el esplendor de los candelabros antes de recorrer el salón con la mirada, entornando los ojos, como si no quisiera ver los cadáveres.

—Realmente, si uno no se fija demasiado en los detalles podría parecer que el Savoy ha recuperado su viejo esplendor —musitó. El tono agudo de su voz era tan débil como sus huesos. Al verlo ahí de pie, rodeado de cadáveres, doblado sobre su bastón con su uniforme negro y la piel colgándole del cuello como un saco vacío, me recordó a un buitre, un buitre demasiado viejo. Pero él continuó hablando, como si realmente estuviera disfrutando de la escena—. Incluso después de todos estos años, mis hombres sólo han tardado veinte minutos en poner en marcha el viejo generador del hotel. Me sorprende que no intentara hacerlo usted mismo, señor Hoke. Aunque, claro, supongo que no desearía llamar la atención sobre su paradero.

Resultaba difícil entenderle; era como si estuviera hablando desde otra habitación. Pese a ello, merecía una respuesta.

—Viejo loco… —empecé a decir.

Pero él levantó una mano temblorosa para hacerme callar, y tengo que reconocer que obedecí. ¿Qué demonios podía decirle yo que él no supiera de sobra?

Se volvió hacia mí y acercó su cabeza a la mía; el hedor de su aliento me dio náuseas.

—Resulta extraño, ¿verdad? —dijo respirando con dificultad—. Todo este tiempo persiguiéndolo, y nunca hemos tenido la oportunidad de hablar entre nosotros.

—No creo que tengamos muchas cosas en común —le contesté intentando inspirar el menor aire posible.

A esas alturas, Muriel ya se había unido a nosotros.

—Estarás contenta, ¿no? —le dije—. Te habrás divertido vendiéndonos a estos nazis de pacotilla, ¿no? Aunque claro, como suele decirse, de tal palo, tal astilla.

—Mi padre hubiera sacrificado gustosamente su vida por Inglaterra —contestó ella, transformando su distanciamiento en ira—. Pero supo reconocer el veneno que se había apoderado de nuestro país.

—Sí, claro. El veneno judío, ¿no? —Yo cada vez pensaba con más claridad, pero eso sólo hacía que fuera más consciente de lo dolorido que tenía el cuerpo. Supongo que debía de ser el resultado de la paliza que me habían dado en el comedor. Maldita sea, si apenas me había repuesto de las heridas que había sufrido el día en que había conocido a esta traidora.

A Hubble no le gustó nada el tono con el que me había dirigido a Muriel.

—Incluso el rey de Inglaterra, cuando abdicó, ya era consciente de la amenaza judía, igual que lo eran muchas otras personas —dijo acudiendo en ayuda de Muriel—. Si nuestro propio gobierno no hubiera estado en manos de acreedores y extorsionistas judíos, si nuestros dirigentes no hubieran temido tanto al proletariado, a esos parásitos insatisfechos que nunca dejaban de quejarse, a esos enemigos del orden natural de las cosas, es muy posible que el mundo hubiera tenido un futuro muy distinto, un futuro glorioso.

—Por Cristo bendito… —empecé a decir yo.

—Los judíos asesinaron a Cristo, señor Hoke.

Los ojos de Hubble parecían haber recuperado un poco de vida y brillaban con la pasión del fanatismo.

—El duque de Windsor y otros muchos aristócratas habrían compartido gustosamente la maravillosa visión del mundo que predicaba Adolf Hitler —continuó diciendo, cada vez más animado—. Y los aristócratas no hubieran sido los únicos. Muchos líderes y personas eminentes, industriales, militares, incluso muchos intelectuales, se hubieran unido a la cruzada para purgar nuestra civilización de la corrupción insidiosa y la procreación de degenerados. De hecho, ya estábamos negociando discretamente con emisarios de Hitler, unas negociaciones que hubieran resultado beneficiosas tanto para Alemania como para el Reino Unido, cuando ese imbécil de Chamberlain le declaró la guerra a una nación que debería haber sido nuestra gran aliada en el nuevo orden global.

Mientras escuchaba ese rimbombante discurso, me acordé de una cosa. Volví a mirar a Muriel e interrumpí a Hubble.

—¿No dijiste la otra noche que tus propios hermanos habían luchado contra el fascismo?

—Luchar por su patria era su deber —contestó ella. Su pálida tez había recuperado un poco de color—. Pero eso no significa que compartieran la hostilidad de nuestro gobierno hacia Alemania.

 

Supongo que su argumento tendría algún tipo de lógica retorcida, pero yo no estaba de humor para seguir hablando de eso.

—Sólo te pido que nos digas por qué nos has entregado a este montón de fanáticos locos. Creía que al menos ellos eran tus amigos —dije señalando hacia las tres figuras arrodilladas.

—¿Acaso no es evidente? —contestó Muriel recobrando su frialdad—. Es imprescindible que salvemos a sir Max. Lo reconocí delante de la National Gallery cuando te ayudamos a escapar, pero todo ocurrió tan rápido que no pude hacer nada.

Un hombre con aspecto demacrado se acercó a nosotros y uno de sus compañeros lo ayudó a quitarse la camisa negra. El hombre tenía unos ojos enormes que lo hacían parecer embrujado; era como si sus párpados negros hubieran encogido alrededor de sus ojos.

—El mundo, o lo que queda del mundo, necesita volver a encontrar algún tipo de orden —siguió diciendo Muriel—, y eso sólo lo puede conseguir alguien como sir Max. ¿Es que no lo entiendes? Nuestras vidas no son tan importantes como la suya.

—Pues, entonces, ofrécele tu propia sangre —sugerí.

—Eso no será necesario —intervino Hubble—. Para eso los tenemos a ustedes.

Sin decir nada más, Hubble se apartó para dejar pasar al hombre de aspecto demacrado. Yo hice una mueca de dolor al ver las heridas y los golpes que le cubrían los brazos y el torso desnudo. El compañero que lo había ayudado a quitarse la camisa depositó un maletín de médico a mis pies y lo abrió. Mientras otro Camisa Negra extendía un mantel sucio sobre la moqueta, al lado de mi silla, su compañero sacó del maletín unas pinzas de metal y un largo tubo de goma con lo que parecían ser agujas de acero en ambos extremos.

—Esto es una locura —le imploré a Hubble—. No funcionará. Para poder realizar una transfusión, las dos personas tienen que ser del mismo grupo sanguíneo. De esta manera, sólo conseguirá matarnos a los dos.

Hubble se volvió hacia mí y me miró con ojos de demente.

—El que no lo entiende es usted, señor Hoke. No tengo nada que perder. Si la transfusión no funciona, lo único que puede ocurrir es que yo muera unos días antes de lo previsto. —No sé si se rió o si tosió—. Además —continuó—, para asegurarnos, primero haremos una pequeña prueba con este noble voluntario —dijo señalando con el bastón al hombre de aspecto demacrado.

El hombre se sentó sobre el mantel sucio y miró a Hubble como un acólito mira al dios al que adora.

—Le aseguro que morirá —dije yo.

—Está dispuesto a hacerlo, pero no creo que sea así. ¿Sabía usted, señor Hoke, que hace cientos de años los incas realizaban transfusiones asiduamente con utensilios mucho más primitivos que los nuestros y que en la mayoría de los casos tenían éxito? Lo único que tenemos que hacer es perforar un pequeño agujero en cada vena. La gravedad se encargará del resto.

Wilhelm Stern estaba lo suficientemente cerca para que pudiéramos oír sus palabras con nitidez.

—¿Y sabía usted, señor Hubble —intervino—, que en el siglo XVII se prohibieron las transfusiones en Europa por la gran cantidad de muertes que ocasionaban?

Me alegró oírle, aunque no sé si me alegré porque sus palabras podrían ayudarme o porque lo más probable era que él fuera el siguiente conejillo de Indias.

—En esa época no se sabía que existían distintos grupos sanguíneos. Para los hombres del siglo XVII toda la sangre era igual —continuó diciendo Stern—. Las transfusiones sólo tenían éxito cuando se realizaban entre gente que, por pura casualidad, compartían el mismo grupo sanguíneo.

Mein Gott! Si hasta usaban sangre de cerdos y de ovejas. Muriel, tienes que hacerle comprender a este hombre que lo que pretende hacer es imposible.

—Yo no soy médico —contestó ella.

—Tú misma fuiste testigo de lo que pasó en la clínica, Muriel —le imploró Cissie a su amiga—. Sabes perfectamente que todos los intentos de realizar transfusiones fueron un fracaso.

—¿Cómo puedo saber eso? No sabíamos nada. No nos decían nada. Ni siquiera comentaban nuestros casos con nosotros. Nos mantenían al margen de todo.

—¡Por Dios santo! Si hubiera sido posible mezclar sangre de distintos grupos, los médicos se habrían salvado a sí mismos —intentó razonar Cissie.

Irritado por la disputa dialéctica, Hubble golpeó el respaldo de mi silla con su bastón.

—Estoy seguro de que no intentaron una cosa —dijo con su remota voz fantasmal—. Estoy convencido de que no intentaron extraerle toda la sangre al donante y transferirla después a un receptor con las venas vacías.

Ésa era la confirmación de que Hubble estaba completamente loco. Me pregunté si siempre habría sido así o si su enfermedad le estaría pudriendo el cerebro.

—¡Está usted completamente loco! —exclamé sin poder contenerme. Tenía que decirle lo que pensaba.

Esta vez, el bastón cayó contra mi cabeza, aunque el débil golpe no dolió mucho y, además, tuve la satisfacción de ver cómo Hubble perdía el equilibrio. De hecho, de no ser porque su fiel McGruder estaba a su lado para ayudarlo, probablemente se habría caído al suelo. Uno de sus secuaces le alcanzó inmediatamente una silla, y Hubble se sentó enfrente de mí, a unos dos metros de distancia. Vi cómo le temblaban las manos, las piernas, los hombros, la cabeza… Le temblaba todo el cuerpo mientras intentaba recobrar el aliento.

—No, no es ninguna locura —continuó hablando entre jadeos—. Se puede hacer si se vacía la sangre del receptor al mismo tiempo que la sangre del donante va llenando lentamente sus venas.

Yo me reí. Puede que no fuera más que una reacción nerviosa, pero, realmente, su razonamiento era tan retorcido que casi resultaba cómico.

—Lo único que conseguirá es matar a dos personas —afirmó Stern.

Por una vez, su acento alemán no me molestó. Después de todo, Stern estaba hablando en mi favor. Realizaran o no la transfusión, yo iba a morir, pero prefería que me matara una bala a ir desangrándome lentamente.

—Su hombre morirá por la pérdida de sangre antes de que su cuerpo acepte la nueva sangre —prosiguió Stern con autoridad, como un profesor que le explica un problema a un niño—. Ni siquiera morirá a causa de la incompatibilidad de los distintos grupos sanguíneos. Simplemente se desangrará, igual que lo haría si le cortase el cuello con un cuchillo.

—¡Su sangre será reemplazada tan pronto como sea extraída!

El énfasis de sus palabras volvió a hacer jadear a Hubble. El líder de los Camisas Negras se llevó un pañuelo a la boca, con el cuerpo doblado en la silla y los hombros temblando a causa de los espasmos. Cuando se enderezó de nuevo y se apartó el pañuelo de la boca, vi que la fina tela blanca estaba manchada de sangre. Respiró larga y profundamente, y un fuerte silbido acompañó el movimiento de sus pulmones. Tenía los ojos húmedos y el brillo había desaparecido de su mirada.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo de forma apenas audible—. Ya es hora de empezar.

Alguien me agarró los hombros por detrás, y el Camisa Negra encargado del maletín levantó los dos extremos del tubo de goma sonriendo estúpidamente.

—Espere un momento —dije yo con desesperación—. Escúcheme. Sólo somos cuatro las personas con el grupo sanguíneo que resiste la enfermedad, cinco si contamos a esta traidora —añadí moviendo la cabeza hacia Muriel. Ella no se inmutó—. ¿Es que no lo entiende? Aunque las transfusiones funcionaran, sólo podría salvar a tres de sus hombres. Los demás morirán.

—¿Entonces reconoce que las transfusiones podrían funcionar? —La idea parecía agradarle.

Yo moví la cabeza, de un lado a otro.

—Las posibilidades son de una entre un millón.

Hubble sonrió, mostrándome su amarillenta dentadura.

—Esta transfusión será la prueba de que sí pueden funcionar. Además, al segundo o tercer intento habremos perfeccionado el procedimiento.

Ahora entendía por qué Hubble estaba dispuesto a esperar. Era mejor cometer los errores con un par de sus secuaces, de manera que los problemas ya estuvieran resueltos cuando llegara su turno. Después de todo, tal vez ese viejo no estuviera tan loco como parecía.

—Después iremos a buscar más donantes a los suburbios de la ciudad y, antes o después, todos mis hombres se salvarán. —Tras un breve silencio, Hubble dio la orden, impaciente por seguir adelante—. ¡Procedan con el tubo! Señorita Drake, me hará usted el favor de ayudarnos con la transfusión. Estoy seguro de que aprendería algo sobre transfusiones durante su estancia en la clínica.

No sabría describir lo que vi en los ojos de Muriel mientras se agachaba a mi lado. ¿Sería miedo? ¿Estaría empezando a arrepentirse de haber traicionado a sus compañeros?

—Escúchame —le susurré mientras ella giraba mi muñeca bajo las ataduras para dejar mis venas al descubierto—. Dile que esto no va a funcionar. Piensa en nosotros, Muriel. Piensa en Cissie. ¿De verdad quieres matarla?

Ella también me contestó susurrando.

—Cissie es judía. ¿O no? —dijo.

Enderecé el cuerpo con tanta fuerza que me golpeé la cabeza contra el respaldo de la silla. Aunque debería habérmelo imaginado, su comentario me había cogido totalmente por sorpresa. Tras esa dulce máscara de cortesía inglesa se escondía el corazón de una víbora. Y, durante los tres días que habíamos estado juntos, mientras le hablaba de mis padres, de las razones por las que había venido a luchar a esta sangrienta guerra antes que el resto de mis compatriotas, mientras hacíamos el amor y dormíamos bajo la misma sábana, nunca había sospechado que ella pudiera odiar tanto a su prójimo como para seguir a un fascista dispuesto a traicionar a su propio país. Y entonces me di cuenta de que ella ni siquiera se había visto obligada a mentirme. La verdad es que nuestras conversaciones nunca giraron en torno a sus tenebrosos ideales. Yo nunca le había preguntado la opinión que le merecían los judíos, los negros o los gitanos, ni lo que pensaba de Hitler y de su maldita raza superior, ni de los nazis ni del fascismo. De hecho, yo ni siquiera había mencionado esos temas y, por lo que se ve, Cissie tampoco lo había hecho en todo el tiempo que habían estado juntas. Desde luego, ninguno de los dos le había preguntado si estaría dispuesta a entregar a sus compañeros a los Camisas Negras. No, realmente Muriel no nos había mentido. Pero tampoco había sido sincera con nosotros.

Y, entonces, volví a pensar en la expresión que había visto en sus ojos. No era arrepentimiento, era miedo. ¿De qué tenía miedo? Y, de repente, supe la respuesta.

 

—Sabes que antes o después hará lo mismo contigo, ¿verdad?

Se lo dije sin subir la voz y tuve el placer de ver cómo dudaba durante unos instantes. Pero, inmediatamente, apartó esa terrible posibilidad de su mente y sus ojos recobraron toda su frialdad. Ya no podía hacer nada más, sólo sentir la cólera que me corría por las venas mientras ella me estiraba la piel del dorso del brazo y apartaba los músculos buscando una vena.

Entonces entraron dos Camisas Negras con unos cubos de hojalata y los dejaron al lado del hombre demacrado, que esperaba tumbado sobre el mantel mientras su compañero sacaba un escalpelo del maletín.

—Una última pregunta, Muriel —dije intentando retrasar lo inevitable—. ¿Cómo encontraste a los Camisas Negras? ¿Cómo supiste dónde buscarlos? No sé cuántos años llevo jugando al gato y al ratón con estos malditos muertos vivientes y sigo sin saber dónde tienen su guarida. De hecho, si hubiera sabido dónde estaba, ya hace tiempo que habría llevado la guerra a su territorio.

Fue Hubble quien contestó y, a pesar de su fragilidad, pareció disfrutar al hacerlo.

—¿Un hombre solo contra una fortaleza? No lo creo, mi presuntuoso amigo norteamericano, porque, igual que usted tenía su palacio, yo tengo mi castillo. —Dejó de hablar un momento para limpiarse la humedad de los labios con el pañuelo salpicado de sangre—. En cuanto a la señorita Drake, se limitó a usar el sentido común: volvió al sitio donde nos había visto por primera vez. Tenemos uno de nuestros puestos de mando en la National Gallery. O al menos lo teníamos antes, cuando nuestra misión consistía en capturarlo. ¿O es que no se había dado cuenta de que algunos de mis hombres siguieron a su chucho hasta el palacio de Buckingham? ¿Cómo pensaba que lo habíamos encontrado si no? Éramos perfectamente conscientes de su naturaleza escurridiza, así que colocamos vehículos vigilando en las principales intersecciones de la ciudad y dirigimos el operativo desde la gran pinacoteca de Trafalgar Square. La señorita Drake no tardó ni diez minutos en encontrar a varios de mis soldados en el puesto de control. Después de eso, sólo era cuestión de esperar al momento adecuado, como una buena y relajante cena en la que corriera copiosamente el alcohol. Realmente, tendrá que darme la razón cuando le digo que el plan funcionó a la perfección.

Sentí un fuerte dolor cuando Muriel me clavó la aguja en la vena. Después, ella esperó a que empezara a fluir la sangre y obstruyó el conducto de goma con las pinzas de metal. El hombre que estaba en el suelo gritó cuando su compañero del maletín le hizo un corte en la muñeca y se la sostuvo sobre uno de los cubos de hojalata. Muriel soltó la pinza, y la sangre llenó rápidamente el tubo y salió por la aguja del extremo contrario. Esperó a que desaparecieran las burbujas de aire que podían penetrar en las venas del receptor y, después, le clavó la aguja.

—Esto es un asesinato, Muriel —dije yo, pero ella se limitó a mirar en la dirección contraria.

—¡No puedes hacerle esto! —Cissie se había levantado, pero uno de los secuaces de Hubble la cogió del pelo y la obligó a ponerse de rodillas. Indignado ante esa falta de caballerosidad, Albert Potter se levantó y empujó al Camisa Negra. Al ver que había llegado el momento de actuar, Stern se agarró al fusil del Camisa Negra más cercano y lo usó de apoyo para levantarse del suelo, pero otro matón se acercó rápidamente y lo golpeó con una porra en la cabeza. El alemán cayó sobre una rodilla y levantó los brazos para protegerse del siguiente golpe. A pesar de estar sujeta por el pelo, Cissie se revolvió y golpeó a su atacante en la entrepierna con la rodilla. El Camisa Negra aulló de dolor y soltó a la chica.

Pero todo acabó en cuestión de segundos. Un nutrido grupo de secuaces de Hubble se abalanzó sobre ellos, los golpeó con porras y fusiles hasta hacerlos caer al suelo y siguió propinándoles patadas sin que ellos pudieran defenderse. Yo no podía hacer nada para ayudarlos. Por mucho que me retorcía, no conseguía deshacer las ataduras que sujetaban mis muñecas. Pero sí podía usar los pies.

Muriel se echó a un lado al verme patalear, y el hombre que me estaba sujetando los hombros tiró de mí, intentando inmovilizarme, pero yo conseguí clavar los talones en la alfombra y empecé a balancear la silla. Un puñado de Camisas Negras, encabezados por el inmenso McGruder, se acercó y apartó rápidamente a Muriel. Yo conseguí agarrarme al extremo del brazo de la silla con la mano derecha, clavé los tacones en la alfombra con desesperación e intenté levantarme mientras el hombre de detrás seguía sujetándome. La silla se inclinó hacia un lado y empezó a tambalearse.

El Camisa Negra intentó sujetarme con todas sus fuerzas, pero uno de los hombres que tenía delante tropezó y cayó sobre mí; la silla se inclinó hacia atrás, donde se encontró con el cuerpo de su compañero. Caímos estrepitosamente hacia un costado, sobre el hombre que estaba tumbado sobre el mantel.

Nos convertimos en un desordenado montón de extremidades humanas, con el hombre demacrado soportando todo el peso. Siguió un breve instante de quietud, como si la caída nos hubiera cogido a todos por sorpresa. Yo tenía la cabeza apoyada contra la piel desnuda de alguien, pero mis muñecas seguían sujetas a los brazos de la silla. Vi el tubo de goma en el suelo, a unos centímetros de mi cabeza, sin la aguja de metal; un chorro de sangre salía por la abertura. El Camisa Negra que estaba encima de mí intentaba desenredarse, y me asfixiaba con su olor.

Yo estaba a punto de darme por vencido. Por muy enfermos que estuvieran estos payasos, eran demasiados. Las fuerzas me fallaban y la desesperanza se apoderaba paulatinamente de mí. Esta vez no tenía escapatoria.

Y entonces oí un rumor lejano que me resultaba familiar.

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