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Capítulo 17

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Al volverme hacia Cissie, vi unas figuras oscuras corriendo hacia nosotros por un callejón que daba a la calle en la que estábamos; otro grupo de Camisas Negras había escapado del edificio en llamas por una salida lateral. Al ver la multitud que se agrupaba en la calle y en la acera, delante del parque, los Camisas Negras se detuvieron en seco. Uno de ellos gritó al reconocernos.

—Estamos atrapados —me dijo Cissie con un tono de voz sorprendentemente tranquilo.

—No, no lo estamos. Podemos huir por el parque —repuse, señalando con la pistola hacia una pequeña puerta que se abría en la verja de hierro.

—Pero… ¿Y esa pobre gente? Tenemos que hacer algo.

Cogí a Stern y apoyé su brazo sobre mi hombro, dejándome libre la mano de la pistola.

—No podemos hacer nada por ellos. Tendrán que cuidar de sí mismos.

Empecé a avanzar con Stern.

—¡No te quedes atrás! —le grité a Cissie al ver que dudaba.

—¡Corred! —Cissie le estaba gritando a la multitud que seguía contemplando la escena sin moverse—. ¡No dejéis que os cojan!

Pero ellos permanecieron donde estaban, confusos, supongo que asustados, sin entender nada de lo que ocurría a su alrededor. Hice un par de disparos al aire para intentar hacerlos reaccionar; pero, aunque uno o dos de ellos empezaron a correr, la mayoría se limitaron a agacharse o a arrodillarse en el suelo.

—¡Vamos, Cissie!

Ella todavía vaciló unos instantes, pero sólo hasta que los Camisas Negras del callejón lateral empezaron a disparar. Entonces corrió rápidamente hacia nosotros. De camino a la entrada del parque, intentamos convencer a las personas que encontrábamos a nuestro paso de que huyeran, pero ellos estaban demasiado desconcertados para reaccionar. Tal vez creyeran que los villanos éramos nosotros y que esas personas uniformadas eran los representantes de la única ley que quedaba en la ciudad o tal vez pensaran que, si intentaban huir, los Camisas Negras les dispararían. Yo no podía saberlo, ni tampoco podía ayudarlos; estaba demasiado ocupado intentando salvar mi pellejo y el de Stern, y supongo que Cissie compartía mi misma preocupación, porque, en cuanto llegó a nuestra altura, me ayudó a cargar con el peso del alemán y seguimos adelante. No podíamos ayudarlos si ellos no se dejaban; lo único que podíamos hacer era ofrecerles nuestros consejos apresurados. Y eso fue exactamente lo que hicimos. Con las balas de los Camisas Negras silbando a nuestro alrededor, les gritamos, incluso tiramos de algunos de ellos, mientras huíamos hacia el parque, pero no sirvió de nada. Ellos se limitaban a agacharse para evitar las balas. Y, pensándolo bien, realmente eran ellos los que nos estaban ayudando a nosotros, pues los Camisas Negras no estaban dispuestos a dañar la valiosa remesa de sangre que acababan de encontrar. Además, con su aparición, nuestro valor como donantes se había depreciado considerablemente.

Tras esquivar dos coches que había aparcados junto a la acera, llegamos a la entrada del parque. Cuando miré hacia atrás por última vez, la mayoría de los Camisas Negras estaban ocupados rodeando a sus futuros suministradores de sangre. Sólo nos seguían tres secuaces de Hubble. Sosteniendo el peso de Stern con un hombro, apunté cuidadosamente y disparé contra los dos que iban delante. El primero cayó de rodillas, abrazándose el pecho, y el segundo se desplomó sobre el capó de un coche y resbaló lentamente hasta el suelo. Con eso bastó para desanimar al tercero, que se detuvo de golpe y se quedó quieto, sin retroceder ni avanzar, maldiciéndonos a gritos mientras agitaba un puño amenazante. Cuando levanté la pistola para apuntarle, Stern me apoyó una mano temblorosa en el brazo.

—Vámonos ya —dijo. Su voz sonaba tensa, como si las palabras tuvieran que salir por un conducto demasiado estrecho.

Yo escupí sobre la acera, consciente de que el alemán tenía razón, de que realmente ya no había nada que pudiéramos hacer por esa gente. Nos dimos la vuelta y nos adentramos en las espesas sombras del parque.

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