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Capítulo 21

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Me detuve un momento en el diminuto rellano que había delante del dormitorio donde acababa de dejar a Cissie y levanté una pierna hasta apoyar el pie sobre el borde del profundo antepecho de la ventana que había al otro lado de los escalones descendentes. Después me incliné hacia adelante y abrí la ventana. Era una maniobra fácil, pues no habría más de un metro entre el rellano y el antepecho. La ventana se abrió hacia adentro, ofreciéndome una magnífica vista de los tejados del este de Londres, con la blanca torre de la iglesia de Spitalfields perfilándose en la distancia contra el cielo azul, su reloj congelado eternamente a las cuatro menos diez. Me pregunté de qué día, de qué mes, de qué año y pensé en lo insignificante que había sido ese segundo en el que las agujas se habían detenido sin que hubiera nadie alrededor para darle cuenta. No sé por qué, pero tenía la sensación de que era domingo; puede que fuera porque Sally y yo solíamos ir al mercado los domingos. Y, a juzgar por la posición del sol, debía de ser más o menos mediodía. El mes sería julio, o agosto, no estaba seguro de cuál de los dos. Eso sí, el año era 1948. Digamos que era un domingo del verano de 1948. Realmente, no tenía importancia. No tenía ni idea de por qué me había venido ese pensamiento a la cabeza; a no ser que algún tipo de orden se estuviera filtrando nuevamente en mi vida. ¿Sería la presencia de Cissie, la toma de conciencia de que, ahora, ella me necesitaba? ¿Acaso tener otra vida de la que preocuparme iba a darle algún tipo de orden a la mía?

Aparté la idea de mi cabeza y examiné los pequeños patios traseros que tenía delante para asegurarme de que no había nadie acechándonos ahí abajo. Había una caída de unos nueve metros hasta el patio trasero del número 26. La mitad del patio estaba cubierta con un tejado de finas láminas de hierro ondulado que protegía de la lluvia el carbón y la pila para lavar la ropa que había debajo. En la mitad descubierta del patio, podía verse un grifo y la puerta del aseo exterior. Tal como esperaba, todo estaba en silencio, así que retrocedí y me apoyé en la barandilla para empujarme hacia atrás.

Los escalones de madera crujieron mientras bajaba hacia el siguiente rellano. Me paré un momento delante de la puerta del dormitorio donde yacía el cuerpo frío de Wilhelm Stern, pero preferí no asomarme. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Para ver el cuerpo sin vida de un hombre valeroso? No, gracias. Ese día no. Seguí bajando, deslizando la mano izquierda alrededor del grueso pilar de carga que subía desde el distribuidor del piso bajo hasta el rellano del último piso.

Al llenar la tetera vi que el agua del grifo salía marrón, algo de lo que, dada la escasa iluminación, no me había dado cuenta la noche anterior. Me encogí de hombros y puse la tetera sobre el hornillo de gas; el hervor mataría todos los gérmenes y, en cuanto al sabor, tendríamos que acostumbrarnos. Cuando extendí la mano hacia la caja de cerillas para encender el hornillo, oí el ruido.

Era como si algo estuviera arañando un trozo de madera.

¿Ratones? ¿Ratas? ¿Diminutos animales que, al igual que yo, habían sobrevivido a la Muerte Sanguínea? ¿Criaturas acechando detrás de las paredes o debajo de las tablas del suelo? Mientras encendía la cerilla, volví a oírlo y esta vez pude distinguir que venía de la puerta principal.

Apagué la cerilla y rodeé el cajón blindado que hacía las veces de mesa para acercarme a la ventana. Me incliné sobre las flores marchitas y el transistor que había sobre el aparador, y miré a través del cristal. No se veía a nadie.

El ladrido que oí a continuación me hizo correr hacia la puerta. Abrí a toda prisa los pestillos que había cerrado al volver del hospital, giré la llave, tiré de la puerta y vi a

Cagney, sentado, con una pata levantada para volver a arañar la madera. Al verme,

Cagney volvió a ladrar, aunque el sonido que le salió de la garganta era muy débil. Se puso de pie e intentó mover el rabo, pero el esfuerzo estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Entonces vi que tenía las patas cubiertas de sangre y que había un pequeño charco donde había estado sentado. También tenía franjas ensangrentadas cruzándole el lomo y los costados, como si alguien lo hubiera golpeado con una vara de madera, o con un látigo.

—Dios santo, chico… —Me dejé caer sobre una rodilla, y

Cagney intentó lamerme la cara—. ¿Qué te han hecho?

Abrí los brazos y me incliné hacia adelante, para que él pudiera apretarse contra mí. Parecía desesperadamente necesitado de cariño. Una baba llena de sangre cayó al suelo desde su mandíbula, y la ira se apoderó de mí, mezclada con la pena que sentía al ver en ese estado a ese chucho que era mi amigo y mi compañero.

Cagney… —empecé a decir justo en el momento en que el marco de la puerta estallaba a mi lado, cubriéndome de astillas.

El ruido de la metralleta y el impacto de las astillas me hicieron perder el equilibrio y caí de espaldas dentro de la casa. La segunda ráfaga de metralleta impactó contra el cuerpo de

Cagney, destrozándole el lomo, y lo levantó del suelo mientras su aullido agonizante rasgaba el aire.

Volví a gritar su nombre justo antes de que otra bala le abriera la cabeza. Su cuerpo se desplomó sin vida en el umbral de la puerta y, por mucho que quisiera a ese animal, mi instinto de supervivencia tomó el mando y no tuve más remedio que darle una patada para apartarlo antes de cerrar la puerta.

Las balas agujerearon la madera y unos finos rayos de luz atravesaron los diminutos orificios, iluminando las partículas que flotaban en el aire. Oí pisadas en la calle y algo chocó contra la puerta con tanta fuerza que temí que fuera a desplomarse hacia adentro. Corrí los pestillos antes de alejarme a toda prisa de los haces de luz. A los pocos segundos, oí cómo se rompía el cristal de la única ventana de la habitación del piso bajo.

Subí los escalones de tres en tres, maldiciéndome por haber sido tan estúpido como para dejar la pistola al lado de la cama. Cuando llegué al primer rellano, oí el ruido de muebles cayendo al suelo en la habitación de abajo. Justo después, sonaron más disparos sobre la dura madera de la puerta principal; esta vez, supongo que alrededor de la cerradura. Al oír que algo chocaba estrepitosamente contra el suelo, supe que estaban dentro.

Me encontré con Cissie en el primer rellano. Estaba descalza y tenía mi pistola en la mano; además de ser hermosa, esa chica tenía agallas.

—¡Atrás! —le grité. No había tiempo para dar explicaciones. Y, además, ella ya había descifrado por sí misma lo que ocurría.

Oímos pisadas y gritos en el distribuidor.

Cogí la pistola y empujé a Cissie hacia arriba. Ella tropezó, pero recuperó el equilibrio inmediatamente, apoyando las manos en los escalones superiores.

—¡Arriba estaremos atrapados! —me gritó, pero yo seguí empujándola, obligándola a subir cada vez más rápido.

Me detuve un momento y me incliné sobre el sólido pilar central para disparar contra la figura que empezaba a subir por la escalera. El Camisa Negra vaciló un instante, reacio a recibir la próxima bala, dándonos el tiempo necesario para alcanzar el rellano de arriba.

—¿Cómo nos han encontrado? —me preguntó Cissie agarrándose a mí—. Creía que no conocían este refugio.

—Han seguido a

Cagney —fue todo lo que pude decir mientras los escalones del primer tramo crujían bajo el peso de las botas de los Camisas Negras. Lo más probable era que los secuaces de Hubble hubieran cogido a

Cagney en el hotel y lo hubieran encerrado en alguna habitación por si podía serles de utilidad. Después lo habían apaleado hasta dejarlo prácticamente cojo, para que no pudiera moverse demasiado rápido, y lo habían soltado con la esperanza de que los condujera a alguno de mis refugios. Y así había sido, porque

Cagney conocía mis planes a la perfección, incluso aunque yo no fuera consciente de tenerlos. Pero, pensándolo bien, yo siempre iba allí cuando me cansaba del Savoy. Era una costumbre que había adquirido de forma inconsciente a lo largo de los años: primero el palacio, después el hotel, Tyne Street y, finalmente, un apartamento cerca de Holland Park antes de volver al hotel. Puede que fuera su instinto natural lo que había llevado a

Cagney hasta allí, pero parecía más lógico que simplemente estuviera siguiendo un plan. Y, por supuesto, había llegado por el callejón, como lo hacíamos siempre, un camino que yo había pensado que los Camisas Negras nunca encontrarían. Y ahora estaban aquí. Hubble se había dejado guiar por su intuición y había acertado. Lo que no lograba entender era por qué se había tomado tantas molestias cuando ya tenía abundantes provisiones de sangre sana.

Las balas de metralleta agujerearon la pared al lado de la ventana del último rellano. Cissie gritó mientras retrocedía hacia el dormitorio. Yo la cogí del brazo y la volví a sacar al rellano, disparando cuatro veces en la dirección de los Camisas Negras para darles algo en que pensar. Ellos contestaron con una nueva ráfaga de balas, que impactó en el techo, justo encima de nuestras cabezas.

Y entonces me di cuenta. Esta vez esos lunáticos no habían ido a capturarnos. ¡Maldita sea! Ya no necesitaban nuestra sangre. Esta vez habían ido a matarme, a vengar a todos sus compañeros muertos, a resarcirse de todos sus fracasos pasados. O puede que simplemente quisieran matarme por una cuestión de envidia, porque yo tenía algo que ellos no tenían: sangre sana. De lo que no había duda era de que estaban decididos a acabar conmigo de una vez por todas, y supongo que eso también incluía a quienquiera que estuviese a mi lado.

—Cissie —dije aparentando más tranquilidad de la que sentía—, vamos a saltar.

Ella me miró como si hubiera perdido la cabeza. Después miró por la ventana, y su rostro se contrajo en una mueca de pánico. Intentó deshacerse de mí, pero yo le sujeté el brazo con fuerza.

—Hay un tejadillo debajo que frenará la caída —dije rápidamente—. No nos pasará nada. Confía en mí.

Una nueva ráfaga de metralleta impactó en el techo y en el borde del rellano y los Camisas Negras empezaron a gritar, dándose ánimos entre sí. Estaban a punto de subir tras nosotros.

—¡Ahora, Cissie! ¡Ahora!

Ella me acompañó sin dudarlo, atravesando de un salto el espacio que nos separaba del antepecho. Durante una fracción de segundo, nuestros cuerpos taparon la luz que entraba por la ventana mientras las balas silbaban a nuestro alrededor. Y luego estábamos en el aire, cayendo como si fuéramos de plomo, cayendo en un terrible descenso que no debió de durar más de tres segundos, mientras el tejadillo subía a toda velocidad a nuestro encuentro.

Los dos gritamos al mismo tiempo y las viejas láminas de hierro del tejadillo cedieron bajo nuestro peso. Seguimos cayendo hasta aterrizar sobre la pila de carbón que había en el patio, que amortiguó la caída, evitando que nos rompiéramos las piernas, puede que incluso la espalda. Rodamos por la pequeña montaña negra, como en una avalancha, hasta quedar tendidos sobre el suelo de cemento del patio.

Respiré hondo, todavía demasiado aturdido para notar el dolor, con los ojos desenfocados, incapaz de ver otra cosa que la inmensa mancha de cielo azul que no paraba de girar a mi alrededor. Mientras esperaba a que el mareo desapareciese, dejé que Cissie, que había caído encima de mí, descansara la cabeza sobre mi pecho. Hasta que conseguí distinguir el borde del tejadillo que habíamos atravesado y, después, los ladrillos de la casa, ascendiendo hasta una altura imposible; ahí, tumbado boca arriba sobre un montón de trozos de carbón, la pequeña ventana del rellano parecía estar a un kilómetro de distancia.

Empujado por el miedo, no tardé en recuperar el control de mis sentidos. De un momento a otro, veríamos asomarse el cañón de una metralleta por esa abertura. Me incorporé lentamente, levantando a Cissie conmigo, hasta que los dos estuvimos sentados. Cissie parpadeaba sin parar, intentando recuperarse. Fue ella quien hizo la pregunta primero.

—¿Estás bien? —Su voz parecía ajena a la borrosa incertidumbre que reflejaban sus ojos.

En vez de contestar, yo me apoyé sobre una rodilla, me puse de pie y luego la ayudé a levantarse. Busqué la pistola con la mirada, pues la había dejado caer al chocar contra el tejadillo. Recorrí con los ojos el patio: la bomba de agua en una esquina oscura, la vieja bañera con dos asas apoyada contra una pared, el montón de ropa vieja en un cesto de mimbre y los trozos de carbón esparcidos por todas partes, que dificultaban aún más mi búsqueda. Finalmente, encontré la Browning al lado del pequeño desagüe que había en el centro del patio.

Cogí la pistola, me aseguré de que seguía intacta y empujé a Cissie hacia el muro que había al final del patio mientras oíamos los gritos y las pisadas de los Camisas Negras bajando por la escalera. Teníamos que saltar ese muro antes de que ellos corrieran los pestillos y giraran la rígida llave de la puerta trasera. Y antes de que el cañón de esa metralleta se asomara por la ventana del rellano de arriba.

Sin decir nada, me metí la pistola debajo del cinturón y rodeé las pantorrillas de Cissie con los brazos. La levanté hasta que consiguió alcanzar la parte superior del muro, que medía poco más de dos metros de altura. Después le di un último empujón para ayudarla a encaramarse sobre el muro y empecé a subir detrás de ella, clavando las punteras entre los bastos ladrillos. Todo el proceso no duraría más de unos segundos y, cuando llegué arriba, Cissie ya se había dejado caer al otro lado. Antes de saltar detrás de ella, miré la ventana del rellano por última vez.

Vi el cañón de una metralleta y una cara contraída, y supuse que el Camisa Negra estaría siendo sostenido en alto por uno de sus compañeros. Eso nos daba cierta ventaja; incluso era posible que consiguiéramos atravesar el gran patio de mercado antes de que el Camisa Negra encontrara una postura que le permitiera apuntar bien.

Entonces, algo chocó contra la puerta que daba al patio.

Yo sabía que el final del distribuidor del número 26 estaría oscuro y era esa falta de luz lo que estaba obligando a los Camisas Negras a buscar a tientas los pestillos y la llave de la puerta del patio. Aun así, no nos quedaba mucho tiempo. Decidí aprovechar el que teníamos.

Sujetando la pistola con las dos manos, apunté cuidadosamente a la cabeza que se asomaba por la ventana y apreté suavemente el gatillo con la yema del dedo índice. Pero el Camisa Negra me vio a tiempo y se apartó en el preciso instante en que la bala salía de la pistola.

Oí los gritos de sus compañeros cuando el Camisa Negra de la ventana cayó encima de ellos. Sin perder más tiempo, salté al otro lado del muro, cogí a Cissie por la cintura y empecé a correr entre los restos de los viejos puestos de mercancías, sorteando cajones de madera, trozos de metal, ruedas viejas y todo tipo de cajas, avanzando hacia las grandes puertas que había al final del patio.

Estábamos a medio camino cuando Cissie tropezó con un cajón roto de naranjas y cayó al suelo, arrastrándome detrás de ella. Lo más probable es que esa caída nos salvara la vida, porque, en ese mismo momento, una lluvia de balas pasó silbando sobre nuestras cabezas e impactó en las tablas de madera del puesto que había delante de nosotros. Sin levantarme del suelo, apunté hacia el número 26.

Ahora se veían dos caras en la ventana del rellano. Los dos Camisas Negras habían conseguido asomarse por la ventana apoyando los codos en el antepecho. Uno tenía una metralleta y el otro un fusil, pero era la metralleta la que estaba escupiendo fuego. Debajo de ellos, vi cómo empezaban a aparecer brazos sobre el muro del patio trasero del número 26; los Camisas Negras del piso bajo habían conseguido abrir la puerta del patio y venían detrás de nosotros. Disparé cuatro o cinco veces hacia la ventana, rezando por que no se me acabaran las balas.

Incluso a esa distancia, vi perfectamente los dos orificios que aparecieron en la frente del Camisa Negra de la metralleta. Pero el que gritó, justo antes de ocultarse tras la ventana, fue su compañero; el muerto se limitó a escurrirse lentamente hacia adentro, como si se estuviera hundiendo en arenas movedizas. Inmediatamente después, disparé contra la cabeza que acababa de aparecer sobre el muro. Las balas impactaron contra el ladrillo, pero, afortunadamente, eso bastó para que nuestros perseguidores renunciaran a intentar escalar el muro. Al volver a apretar el gatillo, solo oí un sonido hueco; me había quedado sin balas. Tiré la pistola al suelo.

En cuanto nos levantamos, Cissie y yo supimos que no conseguiríamos llegar a tiempo al final del patio, pues ofrecíamos un blanco imposible de fallar. Sólo teníamos una posibilidad y no había tiempo para explicaciones. Empujé a Cissie hacia el puesto cercano que había junto al muro del patio trasero de una casa situada a nuestra izquierda, salté encima de la plataforma de madera y me agaché para ayudar a subir a Cissie. Justo en ese momento, los Camisas Negras empezaban a encaramarse sobre el otro muro. Escalamos la pared y saltamos a un nuevo patio cerrado; estuve a punto de gritar de felicidad al ver que la puerta de la casa estaba abierta de par en par. Corrimos hacia la penumbra del interior. Una vez dentro, yo me di la vuelta y cerré la puerta, rogando a Dios que los Camisas Negras no hubieran tenido tiempo de ver por dónde habíamos huido.

Cissie se dejó caer de rodillas, pero no había tiempo que perder. Me agaché y la obligué a levantarse. Ella se apoyó contra mí, rozando mi cuerpo con su pecho mientras respiraba pesadamente.

—No podemos quedarnos aquí —dije, también yo jadeante—. Tenemos que encontrar un sitio donde escondernos antes de que empiecen a registrar todas las casas.

Cissie se apartó unos centímetros de mí, justo lo suficiente para que yo pudiera ver que asentía. Estaba sangrando por un corte en la frente que probablemente se había hecho al caer sobre el tejadillo de hierro. Abrió la boca para decir algo, pero yo apreté una mano contra sus labios. Durante un largo instante, nos miramos fijamente. Ella tenía los ojos muy abiertos, llenos de temor; igual que yo.

Sin entretenernos más, fuimos hasta la puerta principal de la casa. Casi sin atreverme ni a respirar, por miedo a que eso pudiera delatarme, abrí la puerta y me asomé a la calle. A la izquierda, no demasiado lejos, vi la farola que había en la entrada del callejón que llevaba a Tyne Street y, un poco más allá, el Austin descapotable aparcado delante de la casa de baños. Intentar llegar al coche era demasiado arriesgado, pues tendríamos que cruzar el callejón, así que opté por huir en la dirección contraria. Le indiqué a Cissie con un gesto que me siguiera y salí a la luz del sol.

Avanzamos calle arriba pegados a las fachadas. Detrás de la fila de casas se oían los gritos de los Camisas Negras, que disparaban a las sombras, o por pura frustración. A mi lado, Cissie cojeaba todavía más que yo. Al llegar a una esquina, nos detuvimos.

La bocacalle era tan estrecha que sólo harían falta cuatro pasos para atravesarla, pero conducía directamente a las puertas del patio de mercado, que, como mucho, estarían a unos cincuenta metros. Aunque las puertas estaban cerradas, sabía que bastaría una buena patada para abrirlas. Oímos las voces de los Camisas Negras cerca de las puertas. Sonaban furiosas.

No sabía a cuántos de ellos nos estábamos enfrentando, pero, a juzgar por el ruido, debían de ser bastantes, y no tardarían en aparecer por la pequeña bocacalle.

 

—¿Te quedan fuerzas para un último esfuerzo? —le susurré a Cissie.

Ella apretó los dientes y asintió.

—Tú preocúpate por ti mismo —dijo.

—Está bien. Intenta no hacer ruido. —Los dos bajamos la mirada hacia sus ensangrentados pies desnudos y yo me encogí de hombros.

Después empezamos a correr.

Nos adentramos en el laberinto de callejuelas que antes se conocía como el mercado de Petticoat Lane, sin detenernos a recuperar el aliento hasta que dejamos de oír los gritos y los disparos de los Camisas Negras. Descansamos hasta recuperar mínimamente el aliento y volvimos a ponernos en marcha, buscando algún lugar donde escondernos. Había multitud de sitios donde refugiarse, pero no nos decidimos por uno hasta que pasamos bajo un arco y entramos en un patio rodeado por balcones ornamentales de hierro. Elegimos al azar un apartamento del segundo piso, abrimos la puerta y, una vez dentro, la cerramos rápidamente, corrimos los pestillos y nos dejamos caer sobre el suelo del recibidor.

Permanecimos así unos minutos, hasta que, sin mediar palabra, Cissie se acercó a mí y se apretó contra mi pecho. Yo la abracé y apoyé la barbilla sobre su cabello. Resultaba agradable abrazarla, estar cerca de ella. Cuando me rodeó el cuello con una mano y empezó a acariciarme… Bueno, digamos que eso también fue muy agradable.

Pero, a medida que fue pasando el tiempo y yo fui recuperando las fuerzas, la rabia y el odio se apoderaron de mí.

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