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334 » Sexta Parte: 2026 » 36. Boz

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36. Boz

—¡Bulgaria! —exclamó Milly, y no hacía falta ningún equipo especial para adivinar cuáles iban a ser sus próximas palabras—. He estado en Bulgaria.

—Vale, ¿por qué no sacas las diapositivas y nos las enseñas? —dijo Boz volviendo a colocar suavemente la tapadera sobre el ego de Milly—. ¿A quién le toca el turno ahora? —preguntó después a pesar de que ya lo sabía.

Enero bajó de las nubes y sacudió los dados.

—¡Siete! —contó siete casillas en voz alta y acabó en Ve a la Cárcel—. Bueno, espero quedarme aquí —dijo con voz jovial—. Si vuelvo a caer en el Gran Paseo la partida ha terminado para mí.

—Estoy intentando recordar cómo era —dijo Milly con el codo apoyado sobre la mesa mientras sostenía los dados delante de su cara suspendiendo el transcurrir del tiempo y de la partida—. Lo único que consigo recordar es que la gente de allí contaba chistes. Tenías que estar sentada durante horas escuchando chistes y más chistes… Chistes sobre pechos, ¿sabéis?

Boz y Milly intercambiaron una rápida mirada, y Enero y Gamba hicieron lo mismo.

A Boz le habría encantado replicar con alguna observación lo más grosera posible, pero resistió la tentación. Se irguió un poco más en la silla y su mano bajó hacia el plato de canapés calientes formando un lánguido contraste con el estiramiento de su espalda. Estaban mucho más buenos fríos.

Milly tiró los dados. Cuatro. Su cañón aterrizó sobre el supermercado B y O y tuvo que pagar doscientos dólares a Gamba. Volvió a tirar los dados. Once, y esta vez la ficha se posó sobre una de sus propiedades.

El tablero de Monopoly era una herencia de la rama O’Meara de la familia. Las casas y los hoteles eran de madera, las fichas eran juguetitos de plomo. Milly tenía el cañón, como siempre, Gamba el cochecito de carreras, Boz el acorazado y Enero la plancha. Milly y Gamba estaban ganando. Boz y Enero estaban perdiendo. C’est la vie.

—Bulgaria —dijo Boz, quizá porque era una palabra muy hermosa que pedía ser pronunciada en voz alta, pero también porque sus deberes de anfitrión le obligaban a guiar la conversación devolviéndola a la invitada interrumpida—. Pero… ¿Por qué?

Gamba les explicó el sistema de intercambio existente entre las dos escuelas sin dejar de estudiar el reverso de sus títulos de propiedad para averiguar cuántas casas más podría comprar hipotecando algunos inmuebles.

—Eso era lo que la tenía tan preocupada la primavera pasada, ¿no? —dijo Milly—. Creo que entonces la beca se la llevó otra chica.

—Celeste diCecca, la que murió al estrellarse el avión.

—¡Oh! —exclamó Milly mientras la luz se hacía en su cerebro—. Vaya, no había establecido la conexión.

—¿Qué pasa, pensabas que Gamba se mantiene al corriente de los últimos accidentes de aviación porque eso la divierte? —le preguntó Boz.

—No sé lo que pensaba, queridísimo. Así que ahora va a ir por fin… ¡Para que luego digan que la suerte no existe!

Gamba compró tres casas más. Después el cochecito de carreras pasó a toda velocidad por Aparcamiento, el Gran Paseo, Adelante e Impuestos y acabó deteniéndose en la Avenida Vermont, una de las propiedades sobre las que el banco tenía una hipoteca.

—¡Eso, para que luego digan que la suerte no existe! —exclamó Enero.

La charla centrada en el tema de la suerte continuó durante varias rondas más —quién tenía suerte y quién no la tenía, y si podía afirmarse que la suerte era una fuerza real poseedora de una existencia independiente fuera del juego del Monopoly—, y Boz acabó preguntando si alguno de los presentes conocía a alguien que hubiera ganado un premio en la lotería de los números. El hermano de Enero había ganado quinientos dólares hacía tres años.

—Pero, naturalmente —añadió Enero poniéndose muy seria—, haciendo un balance global ha perdido mucho más dinero jugando a la lotería del que ganó con ese premio.

—No cabe duda de que para los pasajeros de un avión el estrellarse es algo que depende de la suerte —insistió Milly.

—¿Pensabas mucho en el estrellarse y los accidentes cuando trabajabas de azafata?

Enero formuló la pregunta con la misma falta de interés que utilizaba para jugar al Monopoly.

Milly empezó a contar su historia del Gran Desastre Aéreo del año 2021, y Boz se escabulló detrás del biombo para ver qué tal andaban de horchata y añadir un poco de hielo. Gatota estaba observando a las minúsculas siluetas que jugaban al fútbol en la pantalla del televisor y Cacahuete dormía apaciblemente. Cuando volvió con la bandeja la historia del Gran Desastre Aéreo ya había llegado a su conclusión y Gamba estaba exponiendo su filosofía de la vida.

—Puede que superficialmente parezca suerte, pero si profundizas un poco te darás cuenta de que lo normal es que las personas acaben cosechando lo que han sembrado. En el caso de Amparo si no hubiera sido esta beca habría sido alguna otra cosa. Se ha esforzado por conseguirlo.

—¿Y Mickey? —preguntó Milly.

—Pobre Mickey —murmuró Enero, y su tono de voz indicaba que estaba totalmente de acuerdo con ella.

—Mickey obtuvo exactamente lo que se merecía.

Y, por una vez, Boz no pudo llevarle la contraria a su hermana.

—Cuando las personas hacen ese tipo de cosas es porque suelen estar buscando que la castiguen.

La horchata de Enero escogió aquel preciso instante para escapar del vaso. Milly consiguió salvar el tablero justo a tiempo y sólo se mojó una esquina. Enero tenía tan poco dinero delante de ella que la pérdida tampoco fue muy grave. Boz se sintió bastante más incómodo que Enero, quizá porque sus últimas palabras parecían dar a entender que Enero había volcado el vaso deliberadamente, y bien sabía Dios que tenía todas las razones del mundo para querer hacer algo semejante. No hay nada tan aburrido como dos horas seguidas perdiendo al Monopoly.

Dos rondas después el deseo de Enero se convirtió en realidad. Aterrizó en el Gran Paseo y quedó fuera de la partida. Boz —que estaba siendo hecho picadillo de forma más lenta pero igualmente inapelable— insistió en darse por vencido, y salió al balcón con Enero.

—No tenías por qué abandonar la partida sólo para hacerme compañía, ¿sabes?

—Oh, se lo pasarán mucho mejor sin nosotros. Ahora pueden luchar entre ellas con garras y dientes hasta que una de las dos se alce con la victoria.

—¿Sabes que nunca he conseguido ganar una partida de Monopoly? ¡Ni una sola vez en toda mi vida! —Enero lanzó un suspiro—. Tenéis una vista preciosa —añadió para no dar la impresión de que era una invitada ingrata que no sabía apreciar los esfuerzos de sus anfitriones.

Disfrutaron del panorama nocturno en silencio durante un rato —luces que se movían, coches y aviones; luces inmóviles, estrellas, ventanas, farolas callejeras—, y Boz empezó a sentirse un poquito incómodo.

—Sí —dijo decidiendo utilizar la bromita habitual que empleaba siempre que tenían visitas y salían al balcón—, tengo el sol por la mañana y las nubes por la tarde.

Es posible que Enero no la comprendiese y, de todas formas, parecía haber entrado en una fase de seriedad.

—Boz, quizá podrías aconsejarme…

—¿Yo? ¡Desde luego que sí! —Boz adoraba dar consejos—. ¿Sobre qué?

—Sobre lo que estamos haciendo.

—Creía que el problema pertenece a la categoría de lo que ya se ha hecho.

—¿Qué?

—Quiero decir que por lo que cuenta Gamba creía que era un… —pero no podía decir fait accompli, claro, y optó por una aproximación que Enero pudiese comprender—. Algo que ya está hecho.

—Supongo que sí, por lo menos en lo que respecta al que hayamos sido aceptadas. Todo el mundo se ha portado muy bien con nosotras. Lo que me preocupa no es tanto lo que nos pueda pasar como lo que le pueda ocurrir a su madre.

—¿Mamá? Oh, ya lo superará.

—Anoche parecía muy afectada.

—Siempre se lo toma todo a la tremenda, pero luego se recupera muy deprisa. Nuestra mamá es así, ¿sabes? Todos los miembros de la familia Hanson tienen unos increíbles poderes de recuperación…, cosa que supongo ya habrás notado.

No era un comentario muy agradable, pero las palabras parecieron pasar silbando junto a los oídos de Enero y se perdieron sin que comprendiera a qué se refería.

—Aún tiene a Lottie. Y a Mickey cuando vuelva.

—Sí, claro —pero el asentimiento estaba teñido por un leve sarcasmo. Enero intentaba quitar importancia a los problemas, pero su torpeza estaba empezando a irritarle—. Y de todas formas aunque le resulte tan doloroso como dice no podéis permitir que eso os detenga, ¿verdad? Incluso suponiendo que mamá no tuviera a nadie más eso no debe haceros cambiar de parecer, ¿no te parece?

—¿Lo crees de veras?

—Si no lo creyera tendría que volver a vivir con ella, ¿no? Si la situación empeorara hasta el extremo de que fuese a perder el apartamento yo… ¡Oh, mira quién está aquí!

Era Gatota. Boz la cogió en brazos y fue rascando por orden todos los sitios donde más le gustaba que la rascaran.

—Pero tú tienes tu propia… familia —insistió Enero.

—No. Tengo mi propia vida, igual que tú o que Gamba.

—Entonces… ¿Crees que estamos obrando correctamente?

Ah, pero Boz no estaba dispuesto a ponerle las cosas tan fáciles como le habría gustado a Enero.

—¿Estás haciendo lo que quieres hacer? Sí o no.

—Sí.

—Entonces estás obrando correctamente —y después de haber emitido sentencia concentró toda su atención en Gatota—. ¿Qué está pasando ahí dentro, chiquitina? Anda, dime si ese par de pesadas siguen con su rollo… ¿Quién va a ganar, eh?

Enero no sabía que la gata había estado viendo la televisión, y se apresuró a responder en su lugar.

—Creo que ganará Gamba.

—¿Oh?

¿Cómo era posible que Gamba hubiese…? Boz nunca había logrado entenderlo.

—Sí. Siempre gana. Es increíble. Tiene suerte.

Y por eso ganaba siempre, claro.

37. Mickey

Iba a ser jugador de pelota. Lo ideal sería llegar a convertirse en recogedor de los Mets, pero a falta de eso se conformaría con jugar en primera división. Si su hermana podía convertirse en bailarina no había ninguna razón por la que él no pudiera ser atleta. Poseía el mismo equipo genético básico, reflejos rápidos y una buena mente. Podía conseguirlo. El doctor Sullivan le había dicho que podía conseguirlo y Greg Lincoln, el director de actividades deportivas, le había dicho que tenía tantas posibilidades como cualquier otro chico, probablemente más. Eso significaba interminables sesiones de práctica, someterse a una disciplina muy rígida y una voluntad de hierro, pero con el doctor Sullivan ayudándole a librarse de sus hábitos mentales nocivos no había ninguna razón por la que no pudiera satisfacer esos requisitos.

Pero ¿cómo podía explicar todo eso durante media hora en la sala de visitas? ¿Cómo podía explicar esas cosas nada menos que a su madre, que no sabía distinguir a Kike Chalmers de Opal Nash, que era la fuente (ahora podía comprenderlo) de la que habían surgido casi todos sus errores y problemas mentales? Sólo había una forma de hacerlo, y era soltárselo de golpe.

—No quiero volver al 334. Ni esta semana, ni la semana próxima, ni… —logró contenerse cuando estaba a punto de soltar la palabra «nunca»—. No volveré allí durante mucho tiempo.

Las emociones iluminaron el rostro de su madre con una veloz sucesión de destellos estroboscópicos. Mickey desvió la mirada.

—¿Por qué, Mickey? —le preguntó—. ¿Qué he hecho?

—Nada. No es por eso.

—Bueno, entonces… ¿Por qué? Dame una razón.

—Hablas en sueños. Te pasas toda la noche hablando.

—Eso no es una razón válida. Si te quedas conmigo puedes dormir en la sala, tal y como hacía Boz.

—Bueno, pues entonces estás loca. ¿Qué te parece eso? ¿Es una buena razón? Estás loca, todos estáis locos.

Eso la redujo al silencio durante unos momentos, pero enseguida se recuperó y unos segundos después ya estaba volviendo a la carga.

—Puede que todo el mundo esté un poquito loco. Pero este sitio, Mickey… No puedes querer… Quiero decir que… ¡Bueno, échale un vistazo!

—Me gusta. Y en lo que a mí concierne toda la gente de aquí es como yo, y eso es justamente lo que quiero. No quiero volver a vivir contigo. No volveré nunca. Si me obligas a volver haré lo mismo una y otra vez. Juro que lo haré, y esta vez usaré la cantidad de fluido suficiente y también le mataré a él. Le mataré de verdad en vez de hacerlo ver, ¿entiendes?

—De acuerdo, Mickey, es tu vida.

—Sí, es mi vida.

Esas palabras y las lágrimas que les servían de fronteras equivalieron a un montón de cemento arrojado sobre los cimientos que sostendrían su nueva vida. Mañana por la mañana la masa húmeda de sentimientos y emociones se habría vuelto tan sólida como la roca, y pasado un año allí donde ahora sólo había un agujero bostezante se alzaría un rascacielos.

38. Padre Charmain

La reverenda Cox acababa de coger el Kerygma de Bunyan después de una semana de retraso y se había instalado cómodamente disponiéndose a disfrutar de una reconfortante inmersión en aquella prosa sólida, mesurada y tranquilizadora cuando el timbre hizo «ding-dong», y antes de que hubiera podido volver a desdoblar las piernas volvió a hacer «ding-dong». Alguien tenía problemas.

Era una anciana regordeta con el rostro ajado, la piel color leche agria, el párpado izquierdo caído, el ojo derecho sobresaliendo de su cuenca. En cuanto la puerta se abrió delante de ellos esos ojos que parecían pertenecer a dos personas distintas pasaron por la ya familiar pauta de la sorpresa, la desconfianza y el encogimiento receloso.

—Entre, por favor.

Movió la mano señalando la débil claridad que salía por la puerta del despacho que había al otro extremo del pasillo.

—He venido a ver al padre Cox.

Alzó uno de los impresos que enviaba el departamento: Si alguna vez experimenta la necesidad

Charmain le ofreció la mano.

—Soy Charmain Cox.

La visitante recordó las exigencias de la buena educación el tiempo suficiente para aceptar la mano que se le ofrecía.

—Yo soy Nora Hanson. ¿Usted es…?

—¿Su esposa? —sonrió—. No, me temo que soy el sacerdote. ¿Qué opina? ¿Cree que eso le va a facilitar las cosas o hará que le resulten todavía más difíciles? Pero entre, hace un frío horrible. Si le parece que se sentiría más cómoda hablando con un hombre puedo telefonear a San Marcos y hablar con mi colega el reverendo Gogardin. Está al otro lado de la esquina.

La guio hacia su despacho y acabó instalándola en el cómodo confesionario del sillón marrón.

—Hace mucho tiempo que no iba a la iglesia. Leí su carta, pero no se me pasó por la cabeza que…

—Sí, supongo que utilizar sólo mis iniciales equivale a hacer una pequeña trampa.

Y se embarcó en su no muy ingenioso pero siempre útil sermón basado en las historias de la mujer que se había desmayado y el hombre que le había quitado el pectoral de un manotazo. Después renovó su oferta anterior de telefonear a San Marcos, pero a esas alturas la señora Hanson ya se había resignado a la idea de que sus tratos con la iglesia se desarrollarían a través de una mujer.

Su historia era un mosaico de pequeñas culpas, indignidades, debilidades y dolores varios, pero la imagen que acabó emergiendo de ella podía ser identificada sin ninguna dificultad como el retrato de la desintegración de una familia. Charmain empezó a ordenar y exponer todos los argumentos que apoyaban la triste verdad de que no podría ayudarla en su lucha contra el gran pulpo conocido con el temible nombre de Burocracia. El más importante se reducía a que durante la porción nueve-a-cinco de su vida era una esclava cautiva en uno de los santuarios del pulpo (el Departamento de Asistencia Temporal), pero no tardó en comprender que los problemas de la señora Hanson involucraban a la Iglesia e incluso al mismísimo Dios. La hija mayor y su amante iban a abandonar el maltrecho navío familiar para unirse a la Hermandad de Santa Clara, y durante la discusión que había terminado con la tambaleante huida de la pobre anciana y su llegada al despacho de la reverenda Cox la amante había llegado al extremo de utilizar la Biblia de la pobre señora Hanson como munición. La versión de los acontecimientos extremadamente partidista con que la obsequió la señora Hanson también resultaba un poco confusa, y Charmain necesitó algún tiempo para localizar el pasaje que tanto la había trastornado, pero por fin logró seguirle la pista y acabó posando la mirada en el tercer capítulo versículos treinta y tres al treinta y cinco del Evangelio de San Marcos:

Y les respondió diciendo «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?».

Y contempló a los que estaban sentados a su alrededor y dijo: «¡Ved, ésta es mi madre y éstos son mis hermanos!».

Pues quien cumpla la voluntad de Dios también es mi hermano, mi hermana y mi madre.

—Bueno, y ahora yo le pregunto…

—Naturalmente —le explicó Charmain—, Jesucristo no está afirmando que nadie tenga licencia para insultar o maltratar a sus parientes.

—¡Naturalmente que no!

—Pero no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que… Se llama Enero, ¿no?

—Sí. Un nombre ridículo, ¿verdad?

—¿No se le ha pasado por la cabeza que Enero y su hija quizá tengan razón?

—¿Qué quiere decir?

—Intentaré expresarlo de una forma distinta. ¿Cuál es la voluntad de Dios?

La señora Hanson se encogió de hombros.

—Me temo que ahí me ha pillado —y cuando su cerebro hubo tenido tiempo de digerir la pregunta—: Pero si usted cree que Gamba sabe… ¡Ja!

Charmain pensó que el Evangelio de San Marcos ya había hecho bastante daño, y le fue soltando sin mucho convencimiento su repertorio habitual de buenos consejos para situaciones catastróficas sintiéndose tan inútil y ridícula como si fuese la dependienta de una tienda y la estuviera ayudando a escoger un sombrero —o quizá más aún—, porque cada nuevo modelo de comportamiento que le ofrecía daba el invariable resultado de revelar una señora Hanson todavía más grotesca que la anterior.

—En otras palabras —dijo la señora Hanson resumiendo toda su charla—, usted cree que estoy equivocada.

—No, pero por otra parte tampoco estoy muy segura de que sea su hija quien se equivoca. Oiga, ¿ha intentado ver las cosas poniéndose en su lugar? ¿Ha intentado comprender por qué quiere unirse a una Hermandad?

—Sí, lo he intentado. Le gusta cagarse encima mío y llamar pastel a la mierda.

Charmain dejó escapar una carcajada no muy convincente.

—Bueno, señora Hanson, puede que la razón esté de su parte y sea su hija la que se equivoca. Espero que podremos volver a hablar del asunto después de que las dos hayan tenido ocasión de pensarlo un poco.

—Lo que quiere decir es que quiere que me vaya.

—Sí, supongo que eso es lo que quiero decir. Ya es muy tarde, y tengo trabajo que hacer.

—De acuerdo, me voy; pero quiero preguntarle una cosa antes de irme. Ese libro que hay en el suelo…

—¿Kerygma?

—¿Qué significa?

—Es una palabra griega y significa mensaje. Se supone que es una de las misiones de la Iglesia: transmitir un mensaje.

—¿Qué mensaje?

—Resumiéndolo mucho… Cristo ha vuelto de la tumba. Estamos salvados.

—¿Y usted lo cree?

—No lo sé, señora Hanson. Pero lo que yo crea no importa. No soy más que la mensajera, ¿comprende?

—¿Me permite que le diga una cosa?

—¿Qué quiere decirme?

—Creo que usted no vale para el sacerdocio.

—Gracias, señora Hanson. Ya lo sabía.

39. Las marionetas de las cinco y cuarto

La señora Hanson estaba sola en el apartamento con las puertas cerradas y la mente atrancada sin apartar los ojos del televisor, contemplando la pantalla con una intensa concentración que saltaba continuamente de una cosa a otra. Los que llamaban eran ignorados, incluso Ab Holt, quien ya era lo bastante mayorcito para saber que seguirles el juego equivalía a hacer el imbécil. «No ha sido más que una discusión, Nora…» ¡Nora! Nunca la había llamado Nora. Su vozarrón se abría paso a través de la puerta del armario que había sido un vestíbulo. La señora Hanson no podía creer que fuese capaz de llegar al extremo de usar la fuerza física para sacarla de allí. ¡Después de quince años! Había centenares de personas que no cumplían los requisitos de permanencia en el edificio, y si quisiera habría podido recitar sus nombres y sus apellidos, gente que acogía a cualquier temporal del pasillo y lo llamaba «inquilino». «Señora Hanson, me gustaría presentarle a mi nueva hija…» ¡Oh, sí, claro! La corrupción no era una lacra exclusiva de la cima, sino algo que se iba infiltrando por todo el sistema. Y cuando le había preguntado «¿Por qué yo?» aquella zorra había tenido la cara dura de contestar «Me temo que es un caso de Che sera sera». Si al menos hubiera sido la señora Miller… Sí, la señora Miller era algo más que un montón de falsa simpatía y Che sera sera, la señora Miller realmente se preocupaba por lo que pudiera ocurrirte. ¿Y si la telefoneaba? Quizá… Pero el teléfono de Williken había desaparecido con él, y de todas formas no pensaba moverse de allí. Tendrían que sacarla a rastras. ¿Osarían llegar tan lejos? Desconectarían la electricidad, por supuesto, eso siempre era el primer paso, y entonces sólo Dios sabía cómo se las iba a arreglar sin la televisión.

Una chica rubia le demostró lo fácil que era hacer algo, uno, dos, tres, así de sencillo, y luego cuatro, y cinco, y seis, ¿y se rompería? Después llegó Clínica terminal. El médico nuevo aún tenía problemas con la enfermera Loughtis. Ah, sí, menudos cabellos de bruja, y además no podías creer ni una palabra de lo que te dijera. Esa mirada maligna suya y de repente «No puede luchar contra el Ayuntamiento, doctor», y se lo había soltado así tan tranquila. Claro, eso era justo lo que querían hacerte creer, que una persona sola no puede hacer nada. Cambió de canal. Jodienda en el 5, clase de cocina en el 4. Volvió a prestar atención a la pantalla. Un par de manos amasaban una enorme bola de harina. ¡Comida! Pero esa señora chicana tan agradable del Comité de Inquilinos —aunque realmente no se podía decir que fuese chicana, era sólo el apellido— le había prometido que no se moriría de hambre, y en cuanto al agua varios días antes ya había llenado todos los recipientes que había en la casa.

Todo era tan injusto… La señora Manuel, si es que se apellidaba así, le había dicho que estaba atada de pies y manos. Alguien debía tenerle echado el ojo al apartamento desde hacía mucho tiempo y había estado esperando aquella oportunidad, pero cada vez que intentaba hablar con el gilipollas de Blake para averiguar quién iba a mudarse allí… oh, no, eso era «confidencial». Un solo vistazo a esos ojillos porcinos suyos y había estado segura de que él sacaría tajada de aquel asunto.

Todo se reducía a seguir aguantando. Lottie volvería a casa dentro de unos días. No era la primera vez que pasaba algún tiempo fuera, y luego siempre acababa regresando. Toda su ropa estaba allí y sólo se había llevado una maletita, un detalle del que no había querido informar a la señorita Reptil. Lottie estaría fuera el tiempo necesario para disfrutar de su pequeño ataque de nervios o lo que fuera, pero volvería a casa y cuando hubiera vuelto el apartamento estaría ocupado por dos personas, y la administración tendría que concederle los seis meses de prórroga fijados por la ley. La señora Manuel se lo había dejado bien claro, ¿no? Seis meses… Y Gamba no aguantaría seis meses en esa especie de convento porque para ella la religión era otro pasatiempo, nada más. Antes de que pasaran seis meses ya habría sustituido la religión por otra manía, y entonces serían tres, y la administración no tendría absolutamente nada en que apoyarse.

Los plazos que te iban dando eran otro farol, ahora lo veía claro. Ya había pasado una semana de la fecha fijada. Bueno, que llamaran a la puerta todo lo que quisieran, aunque le bastaba con pensar en lo que había ocurrido para sentir que empezaba a perder los estribos. Y Ab Holt les estaba ayudando… ¡Maldición!

—Me encantaría fumar un cigarrillo —dijo con voz muy tranquila, como si dijera exactamente eso cada vez que llegaban las cinco y empezaban a dar las noticias.

Fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda y cogió los cigarrillos y las cerillas. Todo se veía tan ordenado… La ropa estaba pulcramente doblada, e incluso había arreglado la persiana rota aunque el resultado de la reparación era que ahora no había forma humana de mover las tablillas. Se sentó al borde de la cama y encendió un cigarrillo. Necesitó dos cerillas y luego. Aj, el sabor. ¿Estaría pasado? Pero su cabeza parecía necesitar los efectos del humo. Sus pensamientos dejaron de moverse en el círculo que los había atrapado y se dirigieron hacia su arma secreta.

Su arma secreta era el mobiliario. A lo largo de los años había ido acumulando una cantidad increíble de muebles —la gran mayoría procedían de los restos que quedaban en los apartamentos cuando sus ocupantes se morían o se mudaban—, y no conseguirían sacarla de allí sin dejarlo todo limpio antes porque eso era lo que decía la ley, y no bastaba con sacarlo al pasillo, oh no, tendrían que bajarlo hasta la calle. Bueno, ¿y qué iban a hacer? ¿Contratar a todo un ejército para que lo bajara por esa escalera? ¿Dieciocho pisos? No, mientras insistiera en que respetaran sus derechos estaba tan segura como si se encontrase dentro de un castillo, y ellos seguirían haciendo justo lo que habían estado haciendo hasta ahora. Ejercerían toda la presión psicológica posible para que firmara sus jodidos impresos, pero nada más.

Volvió la cabeza hacia el televisor y vio que un grupo de bailarines acababa de ir a una fiesta en las oficinas de Greenwich Village de la Unión de Fabricantes Hanover. El noticiario ya había terminado. La señora Hanson volvió a la sala con su segundo cigarrillo de sabor horrible y entró en ella acompañada por las notas de «Conociéndote», lo cual resultaba un tanto irónico.

Y por fin llegaron las marionetas, sus viejas amigas…, no, sus únicas amigas. El cumpleaños de Garabatín… Bowser acababa de aparecer trayendo consigo un regalo metido dentro de una caja gigantesca. «¿Es para mí?», preguntó Garabatín con su vocecita aflautada. «Venga, ábrelo», dijo Bowser, y por el tono de su voz sabías que iba a ocurrir algo bastante horrible. «Para mí… ¡Oh, chico, es para mí!» Dentro de la caja había otra caja y dentro de esa caja había otra, y luego otra, y luego otra más. Bowser se iba poniendo cada vez más impaciente. «Vamos, vamos, sigue, ábrela…» «Oh, ya me he hartado de esto», dijo Garabatín. «Deja que te enseñe cómo se hace», dijo Bowser, y lo hizo, y un martillo maravillosamente colosal salió disparado de la última caja y le golpeó en la cabeza. La señora Hanson rio y rio hasta que no pudo más, y las chispas y las cenizas del cigarrillo se le desparramaron sobre el regazo.

40. La salsa de tomate Hunt

El superintendente les dejó entrar por el armario usando su llave antes de que hubiera amanecido, y los dos auxiliares empezaron a vaciar el apartamento. La señora Hanson les pidió cortésmente que se marcharan y acabó gritándoles que se fueran de allí, pero no le hicieron ningún caso.

Cuando bajaba por la escalera para ir a hablar con la mujer del Comité de Inquilinos se encontró con el superintendente.

—¿Qué pasa con mi mobiliario? —le preguntó.

—Bueno, ¿qué pasa con su mobiliario?

—No puede echarme del apartamento sin mis pertenencias. Es la ley.

—Vaya a hablar con ellos. Yo no tengo nada que ver con esto.

—Usted les dejó entrar. Ahora están ahí dentro, y tendría que ver el jaleo que están armando. No puede decirme que eso es legal…, son los objetos personales de una ciudadana, y no estoy hablando sólo de mis cosas sino de las de toda una familia, y…

—¿Y qué? De acuerdo, es ilegal… ¿Le gusta más así?

El superintendente giró sobre sus talones y empezó a bajar por la escalera.

Acordarse del caos que se estaba adueñando del apartamento —la ropa fuera del armario, los cuadros descolgados, los platos metidos a toda prisa en las cajas de cartón—, hizo que tomara una decisión. No valía la pena. No estaba muy segura de si lograría encontrar a la señora Manuel, y aunque lo consiguiera ella no arriesgaría el cuello por la familia Hanson. Cuando volvió al 1812 el auxiliar pelirrojo estaba orinando en el fregadero de la cocina.

—¡Oh, no se disculpe! —dijo la señora Hanson cuando vio que abría la boca—. Un trabajo es un trabajo, ¿verdad? Tiene que hacer lo que le mandan.

Tenía la sensación de que de un momento a otro chillaría, echaría a correr en círculos o, sencillamente, estallaría; pero había algo que se lo impedía y era el saber que nada de cuanto pudiera hacer tendría el más mínimo efecto sobre lo que le estaba ocurriendo. La televisión le había proporcionado modelos para enfrentarse a casi todas las situaciones de la vida real que se le habían ido presentando a lo largo de su existencia —la felicidad, las desgracias y todos los tramos intermedios—, pero esta mañana la había sorprendido sola y sin un guion en el que apoyarse, sin ni tan siquiera una vaga idea de lo que se suponía que iba a ocurrir después o de lo que debía hacer. ¿Cooperar con esas malditas apisonadoras? Era lo que las apisonadoras parecían estar esperando. Sí, la señorita Reptil y los que se atrincheraban en sus despachos protegiéndose con murallas de impresos y buenos modales esperaban que se portaría bien y que colaboraría en su expulsión, pero la señora Hanson prefería la muerte a hacer algo semejante.

Resistiría, y seguiría resistiendo aunque intentaran hacerle comprender que no le serviría de nada, aunque se lo cantaran a coro todos juntos. Tomar esa decisión le permitió comprender que acababa de encontrar su papel, y que después de todo era un papel familiar insertado en una historia muy conocida: moriría luchando. En ese tipo de situaciones donde todas las probabilidades estaban en tu contra aguantar el tiempo suficiente servía para que la marea se retirase de repente, ¿no? Pues claro que sí, y la señora Hanson lo había visto ocurrir en más de una ocasión.

La señorita Reptil entró en el apartamento a las diez y examinó la labor de destrucción llevada a cabo por los auxiliares. Intentó convencer a la señora Hanson de que debía firmar un documento para que parte de las cajas y el contenido de las alacenas fuera guardado en un almacén a expensas del ayuntamiento —lo cual hacía suponer que el resto sería considerado como basura pura y simple—, y la señora Hanson replicó diciendo que hasta que la hubieran echado del apartamento todo aquello seguía siendo de su propiedad, por lo que si la señorita Reptil tenía la bondad de marcharse llevándose consigo a sus dos meafregaderos le quedaría terriblemente agradecida.

Después se sentó junto a la pantalla sin vida del televisor (por fin habían desconectado la electricidad) y se fumó otro cigarrillo. Salsa de tomate Hunt, proclamaba la caja de fósforos, y dentro había una receta para cocinar judías a la Waikiki que la señora Hanson siempre había tenido intención de utilizar, pero que por una cosa u otra nunca había llegado a preparar. Mezclibuey o Trocitos de Cerdo, un poquito de piña trinchada, una cucharada sopera de Aceite Wesson y montones de salsa de tomate, calor y sírvase encima de una tostada. La señora Hanson se quedó dormida en el sillón planeando toda una cena al estilo hawaiano que giraría alrededor de las judías a la Waikiki.

A las cuatro de la tarde oyó golpes y un considerable estrépito al otro lado de la puerta de lo que volvía a ser el vestíbulo. Eran los de la mudanza. Bueno, por lo menos había tenido tiempo de echar un sueñecito antes de que encontraran al superintendente para que les dejara entrar en el apartamento… La señora Hanson observó con expresión lúgubre cómo vaciaban la cocina despojándola del mobiliario, los estantes y las cajas, pero incluso vacía, los dibujos creados por el desgaste del linóleo y las manchas de las paredes seguían proclamando que aquella habitación era la cocina de los Hanson.

El contenido de la cocina fue amontonado en el rellano de la escalera. Ésa era la parte que había estado esperando. ¡Adelante, romperos la espalda bajándolo!

Y entonces oyó el gemido y el temblor de una maquinaria lejana. El ascensor volvía a funcionar. Oh, claro, era obra de Gamba y su ridícula campaña, el último bofetón en la cara, la despedida definitiva. El arma secreta de la señora Hanson había fallado. La cocina fue cargada en el ascensor, los tipos de la mudanza entraron en la cabina con cierta dificultad y apretaron el botón. Las puertas exteriores primero y las interiores después se cerraron con un chirrido. El disco de tenue luz amarilla empezó a moverle y acabó desapareciendo. La señora Hanson fue hacia la sucia ventana y observó el temblor de los cables de acero que vibraban como las cuerdas de un violín gigantesco. Después de mucho, mucho rato, el gigantesco bloque del contrapeso emergió de la oscuridad y subió lentamente hacia ella.

¿El apartamento o el mobiliario? Tenía que decidirse por uno u otro, y acabó optando —debían estar seguros de que tomaría esa decisión— por el mobiliario. Volvió a entrar por última vez en el 1812 y cogió su abrigo marrón, su bolso y su gorra Lanudo Marca Registrada. El apartamento estaba sumido en la penumbra —sin luces, sin persianas que taparan las ventanas, con las paredes desnudas y el suelo lleno de enormes cajas precintadas—, y no había nadie de quien despedirse salvo la mecedora, el televisor, el sofá, y pronto estarían en la calle con ella.

Cerró la puerta con dos vueltas de llave, y se detuvo en el comienzo del tramo de escalones porque acababa de oír el gemido del ascensor que volvía a subir. ¿Por qué matarse bajando dieciocho pisos? Entró en la cabina del ascensor un segundo después de que los encargados de la mudanza hubieran salido de él.

—¿Alguna objeción? —preguntó.

Las puertas se cerraron y la señora Hanson experimentó los efectos de la caída libre antes de que los de la mudanza descubrieran que no podían entrar.

—Espero que se caiga —dijo, sintiendo una pequeña punzada de temor ante la remota posibilidad de que su deseo se convirtiera en realidad.

Reptil estaba montando guardia junto a la cocina acurrucada bajo la pequeña isla de luz proyectada por un farol callejero. Ya casi había anochecido. Un viento bastante frío cargado de copos de nieve seca de la nevada de ayer soplaba desde el oeste barriendo toda la calle Once con sus ráfagas. La señora Hanson obsequió a Reptil con un feroz fruncimiento de ceño, se dejó caer sobre una silla de la cocina y deseó con todas sus fuerzas que Reptil osara imitarla.

El segundo cargamento no tardó en llegar —sillones, el catre desmontado, alacenas llenas de ropa, el televisor—, y una segunda habitación hipotética empezó a cobrar forma junto a la primera. La señora Hanson se trasladó a su sillón favorito, se metió las manos en los bolsillos del abrigo e intentó calentarse los dedos pegándolos a la ingle.

La señorita Reptil parecía haber decidido que era el momento de aplicar la máxima presión posible. Los impresos emergieron del maletín, pero la señora Hanson se libró de ella con gran elegancia mediante el recurso de encender un cigarrillo. Reptil retrocedió alejándose del humo como si acabaran de ofrecerle una cucharadita de cáncer. ¡Malditos asistentes sociales!

Los objetos más voluminosos llegaron con el tercer cargamento —el sofá, la mecedora, las tres camas, la cómoda a la que le faltaba un cajón—, y los encargados de la mudanza informaron a Reptil de que sólo necesitarían un viaje más para acabar de bajarlo todo. Cuando hubieron vuelto a entrar en el edificio Reptil enarboló los impresos y el bolígrafo disponiéndose a reanudar la ofensiva.

—Comprendo que esté enfadada y no se lo reprocho, señora Hanson, créame, pero alguien tiene que ocuparse de estos asuntos y procurar que todo se lleve a cabo de la forma más justa posible dada la situación, y ahora tenga la bondad de firmar estos impresos para que cuando llegue la camioneta…

La señora Hanson se levantó del sillón, cogió los impresos, los rasgó en dos mitades, volvió a rasgar en dos cada mitad y entregó los trocitos de papel a Reptil, quien no dijo nada.

—¿Alguna cosa más? —preguntó utilizando su mismo tono de voz.

—Sólo intento ayudarla.

—Si intenta ayudarme aunque sólo sea un segundo más la dejaré esparcida por toda la acera como si…, como si…, ¡como si fuera una lata de salsa de tomate!

—Amenazar con la violencia no resuelve los problemas, señora Hanson.

La señora Hanson cogió la mitad superior del palo de la lámpara, la levantó del regazo de la mecedora y la hizo girar dirigiendo el arma improvisada hacia la parte central del grueso abrigo de Reptil. El impacto produjo un ¡whap! altamente satisfactorio, y la pantalla de plástico que siempre le había parecido tan horrible se rompió. Reptil echó a caminar hacia la Primera Avenida sin decir ni una palabra más.

Las últimas cajas fueron sacadas del vestíbulo del edificio y colocadas junto al resto del mobiliario. Las habitaciones se habían confundido unas con otras formando un gigantesco amasijo irracional. Dos mocosos de color que vivían en el 334 habían empezado a saltar sobre el trampolín formado por las colchonetas del catre y el colchón de la cama de Lottie. La señora Hanson les obligó a huir amenazándoles con el palo de la lámpara, y los mocosos se unieron a la pequeña multitud congregada en la acera que permanecía inmóvil al otro lado de la frontera invisible formada por las paredes imaginarias del apartamento imaginario. Unas cuantas siluetas observaban desde las ventanas de los primeros pisos del edificio.

No podía dejar que hicieran eso. Como si estuviera muerta y pudieran hurgarle impunemente en los bolsillos… Aquellos muebles eran propiedad suya, y lo único que hacían era permanecer inmóviles y contemplarla esperando a que Reptil volviera con refuerzos para llevárselo todo. Eran como buitres.

Bueno, por lo que a ella respectaba podían esperar hasta que se cayeran de cansancio. ¡No iban a quedarse con nada que fuese suyo!

Metió la mano en su cada vez más frío bolso para coger los cigarrillos y las cerillas, y vio que sólo quedaban tres. Bueno, tendrían que bastar, ¿no? Logró encontrar los cajones de la cómoda de madera que había sacado del apartamento de la señorita Shore después de que muriera. La cómoda era el mueble del que se sentía más orgullosa, roble auténtico. Antes de volver a colocarlos en su sitio usó el palo de la lámpara para hacer agujeros en las tablillas de cartón que hacían de fondo. Después abrió las cajas precintadas y empezó a buscar objetos que ardieran bien. Artículos de baño, sábanas y fundas de almohada, sus flores… Echó las flores al suelo y desgarró la caja de cartón hasta convertirla en tiras que fueron a parar al último cajón de la cómoda. Esperó a que no soplara viento, pero aun así necesitó las tres cerillas para que las tiras empezaran a arder.

La multitud había crecido un poco, pero aún estaba compuesta por una considerable mayoría de niños y se mantenía alejada de las paredes. La señora Hanson miró a su alrededor buscando algo para alimentar las llamitas. Páginas de libros, los restos de un calendario y las acuarelas que Mickey había pintado en tercer curso («Prometedor» y «Será bastante independiente») fueron a parar al cajón, y antes de que hubiera pasado mucho tiempo la señora Hanson ya había conseguido crear una hoguera que desprendía un calorcito muy agradable; pero no podía meter más cosas dentro de los cajones, y ahora el gran problema era conseguir que las llamas se transmitieran al resto del mobiliario.

El palo de la lámpara le permitió volcar la cómoda. Un chorro de chispas salió disparado hacia el cielo y fue dispersado por el viento haciendo retroceder a la multitud que se había acercado un poco al fuego. La señora Hanson cogió la mesa de la cocina y las sillas y las arrojó a las llamas. Eran los últimos objetos grandes que conservaba de la época de la calle Mott, y ver cómo se consumían le resultó bastante doloroso.

En cuanto las sillas empezaron a arder las usó como antorchas para prender fuego al resto del mobiliario. Las alacenas estaban hechas de materiales baratos y se convirtieron en manantiales de fuego. La multitud contempló cómo quedaban envueltas en humo negro y saludó cada nuevo estallido llameante con vítores y gritos de alegría. Ah, sí, ¿verdad que no hay nada como un buen fuego?

El sofá, los sillones y los colchones fueron los que ofrecieron más resistencia. La tela se calcinaba y el relleno desprendía una humareda apestosa, pero se negaba a arder. La señora Hanson tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarlos hasta la pira central, pero cuando le tocó el turno al último colchón sólo consiguió llevarlo hasta el televisor antes de que se le agotaran las fuerzas.

Una figura emergió de la multitud y fue hacia ella, pero si querían detenerla ya era demasiado tarde. ¿Quién era? Una mujer muy gorda con una maletita en la mano.

—¿Mamá? —preguntó la silueta.

—¡Lottie!

—He vuelto a casa, ¿sabes? Oye, ¿qué estás haciendo con…?

Una alacena llena de ropa se desmoronó creando una dispersión de módulos llameantes adaptados a la escala humana.

—Se lo dije. ¡Les dije que volverías!

—Son… Son nuestros muebles, ¿no?

—Quédate aquí —la señora Hanson alargó la mano hacia la maleta, se la quitó de entre los dedos y vio que estaban llenos de arañazos, pobrecita, y dejó la maleta sobre la acera—. Que no se te ocurra irte a ningún sitio, ¿entendido? Voy a buscar a alguien, pero volveré enseguida. Hemos perdido una batalla, pero aún ganaremos la guerra.

—Mamá, ¿te encuentras bien?

—Me encuentro estupendamente. No te muevas de aquí, ¿de acuerdo? Y no hay por qué preocuparse. Ahora ya no hay por qué preocuparse, ¿comprendes? Nadie va a quitarnos nuestros seis meses.

41. En las cataratas

¿Increíble? Había visto a su madre corriendo a través de las llamas como una estrella de la ópera que se dispone a saludar después de que haya bajado el telón. Su maleta había aplastado las flores de plástico. Lottie se inclinó y cogió una flor, un iris que arrojó hacia las llamas más o menos en la misma dirección por la que había visto desaparecer a su madre.

¿Y acaso no había sido una interpretación soberbia? Lottie había permanecido inmóvil en la acera viendo cómo le prendía fuego a…, a todo. La mecedora estaba ardiendo. Los dos segmentos que formaban el catre del niño yacían sobre las cenizas de lo que había sido la mesa de la cocina y también ardían, e incluso el televisor estaba consumiéndose, aunque tener encima el colchón de Lottie impedía que ardiese tan bien como habría podido hacerlo sin ese obstáculo. Todo el apartamento de los Hanson ardía. «¡La fuerza de voluntad! —pensó Lottie—. La fuerza de voluntad que se necesita para hacer algo semejante…»

Pero aun así no estaba segura de que «fuerza de voluntad» fueran las palabras más adecuadas. ¿Por qué? ¿Acaso no era el equivalente a ceder y rendirse? ¿Qué era lo que había dicho Agnes Vargas hacía ya tantos años cuando trabajaban en Importaciones Afra? «Lo más difícil no es hacer el trabajo. Lo más difícil es aprender cómo hacerlo.» Oh, sí, Agnes no se había roto la cabeza, desde luego, pero Lottie quedó tan impresionada que aún le parecía oírla.

¿Y había aprendido a hacerlo?

Lo hermoso era que hubiera sido tan increíble, tan aparatoso.

Verlos muebles esparcidos por la acera ya había sido todo un espectáculo. ¡Pero cuando ardieron…!

El sillón tapizado con la tela de flores sólo había estado echando humo, pero de repente todo él quedó envuelto en llamas y todo su significado quedó expresado en una columna de fuego anaranjado. ¡Magnífico!

¿Podría…?

Bueno, por lo menos podía intentar aproximarse.

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