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Cuerpos » 4

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La nube blanca eternamente suspendida sobre el horizonte del dolor se había oscurecido y espesado hasta convertirse en un nubarrón de tormenta. Estaba acostado dentro de una unidad averiada en el anexo de Emergencias y no podía dormir. Había clavado los ojos en la bombillita roja colocada encima de la puerta e intentaba alejar el dolor a fuerza de voluntad, pero el dolor seguía allí e iba creciendo, no sólo en su hombro sino a veces incluso en sus dedos o en sus rodillas, y no era tanto un dolor como la comprensión de que el dolor era posible, un cosquilleo tan lejano e insistente como el de las llamadas telefónicas que ascendían hasta su cabeza procedentes de un increíble continente perdido, toda una Sudamérica repleta de noticias espantosamente malas.

Contar con alguna explicación le ayudaba un poco, por lo que acabó decidiendo que todo era culpa de la falta de sueño. Si hubiera tenido algo con lo que llenar su cabeza aparte de sus propios pensamientos incluso aquella vigilia implacable habría podido ser tolerada. Un programa, una partida de damas, una charla, el trabajo…, lo que fuera, pero algo.

¿El trabajo? Ya faltaba poco para la hora de fichar. Acababa de fijarse un objetivo, y ahora bastaba con que se obligara a ponerse en movimiento hasta llegar a él. Levantarse. Sí, podía hacerlo. Caminar hasta la puerta, claro, y eso era posible a pesar de que no estaba muy seguro de si sus piernas conseguirían mantener el ritmo necesario. Abrir la puerta. La abrió.

Las luces intensas y brillantes de Emergencia ribetearon todo aquel recinto tan familiar impartiéndole una repentina y horrible nitidez, como si estuviera contemplando el mundo desnudo después de que le hubieran arrancado la piel para mostrar las venas y los músculos. Sintió un deseo casi incontenible de regresar a la oscuridad y volver a cruzar el umbral que daba acceso a esa cotidianeidad hija del promedio y lo habitual que tan bien recordaba.

Había recorrido la mitad de la distancia que le separaba de la próxima puerta cuando tuvo que hacer un rodeo para esquivar a dos tipos que habían ingresado cadáveres, dos bultos anónimos y neutros ocultos debajo de sus sábanas. Emergencias recibía más cuerpos que auténticos pacientes, naturalmente, y todos los horrores de la gran ciudad acababan allí. El recuerdo de los muertos duraba más o menos el mismo tiempo que una camisa de buena calidad, como aquellas que se compraba antes de ir a la cárcel.

Un dolor se formó en la base de su espalda, subió por el ascensor de su columna vertebral y empezó a pasear. Chapel se apoyó en el marco de la puerta (el sudor se fue acumulando sobre su cuero cabelludo hasta formar gotas que bajaron haciendo zigzags a lo largo de su cuello) y esperó a que el dolor volviera, pero ahora ya no había nada salvo aquel cosquilleo lejano, el ding-ding-ding de la llamada que no estaba dispuesto a responder.

Apretó el paso para llegar a la sala de guardia antes de que ocurriera algo más. Después de fichar se sintió un poco más protegido, y llegó hasta el extremo de hacer girar su brazo izquierdo poniendo a prueba la articulación del hombro como si quisiera invocar al demonio de su dolor habitual.

Steinberg alzó la cabeza y dejó de contemplar su crucigrama.

—¿Te encuentras bien?

Chapel se quedó helado. Steinberg nunca dirigía la palabra a los que se encontraban por debajo de ella salvo para obsequiarles con el repertorio de groserías y rudezas diarias que exige el ocupar una posición de autoridad. Steinberg solía decir que se portaba así porque era muy tímida.

—No tienes buen aspecto.

Chapel observó la parrilla aún desprovista de palabras del crucigrama y repitió su explicación, aunque no en voz alta. No había dormido, eso era todo. Un minúsculo insecto hecho de ira salió de su huevo y empezó a zumbar dentro de su cabeza dirigiendo su odio hacia la mujer que le contemplaba sin tener ningún derecho a hacerlo porque, después de todo, no era su jefa. ¿Seguía mirándole? No pensaba alzar la vista para averiguarlo.

Sus pies estaban encima de las baldosas, tensos y aprisionados por los zapatos de seis dólares, deformados, inertes. Chapel recordó que en una ocasión había ido a la playa con una mujer y que había caminado descalzo sobre aquel polvo iridiscente recalentado por el sol. Los pies de la mujer eran tan feos como los suyos, pero… Juntó las rodillas y se las tapó con las manos intentando borrar el recuerdo de…

Pero el recuerdo volvía una y otra vez emergiendo de sus escondites, rezumando lentamente en un sinfín de gotitas minúsculas que eran otras tantas premoniciones del dolor.

Steinberg le alargó una tira de papel. Alguien de «M» tenía que ser trasladado a Cirugía del 5.

—Y deprisa —añadió contemplando la espalda de Chapel.

Una vez que se había colocado detrás de su camilla ya no era consciente de la velocidad con que avanzaba, y no tenía ni idea de si iba deprisa o despacio. Lo que más le preocupaba era que primero un músculo y luego otro se tensara y le opusiera resistencia, el temblor que se adueñaba primero del muslo derecho y luego del izquierdo, y cómo los pies atrapados en aquellos zapatones de suela tan gruesa se posaban sobre la dureza del suelo con una rigidez y una ausencia de flexiones tan espantosas como si se hubieran convertido en dos cuchillas de patín.

Había sentido el deseo de cortarle la cabeza. Lo había visto hacer muchas veces en la televisión. Se acostaba junto a ella noche tras noche, los dos insomnes pero sin intercambiar ni una sola palabra, y él se dedicaba a pensar en la gigantesca hoja de acero cayendo desde aquella altura magnífica para separar la cabeza del cuerpo hasta que aquel trayecto incesantemente imaginado se confundía con el repetido zom-zim-zom de los coches que desfilaban por la autopista que había debajo, hasta que acababa quedándose dormido.

El chico de la Sala «M» no necesitó ayuda para instalarse sobre la camilla. Tenía la piel de un negro oscurísimo, y parecía ser todo músculo, energía y terror nervioso que le impulsaba a hablar continuamente. Chapel había acabado desarrollando una rutina para tratar con los pacientes de ese tipo.

—Eres muy alto —dijo, aunque no era él quien hablaba sino la rutina.

—No, te equivocas. Lo que pasa es que tu camilla es muy corta.

—Bueno, ¿cuánto mides? ¿Metro noventa?

—Metro noventa y cinco.

Ya faltaba muy poco para el momento del chiste, y Chapel dejó escapar una carcajada.

—¡Ja, ja! Oye, ¿por qué no me prestas quince centímetros? No me irían nada mal.

Chapel medía metro sesenta y cinco con los zapatos puestos, y lo habitual era que el paciente se riera, pero aquél era un listillo y ya tenía preparada una réplica.

—Bueno, pues díselo a los de arriba y quizá puedan hacer algo al respecto.

—¿Qué?

—Los cirujanos… Ellos son los únicos que pueden resolver tu problema.

El chico se echó a reír de lo que ahora había pasado a ser su chiste, y Chapel se hundió en un silencio levemente ofendido.

—Arnold Chapel —dijo una voz por el sistema de megafonía—, tenga la bondad de ir por el pasillo «K» hasta los ascensores del nivel «K». Arnold Chapel, tenga la bondad de ir por el pasillo «K» hasta los ascensores del nivel «K».

Chapel hizo girar obedientemente la camilla y fue hacia los ascensores del nivel «K». Su identificación había activado el sistema de control de tráfico. Habían pasado años desde la última ocasión en que el ordenador tuvo que hacerle una advertencia verbal porque iba en una dirección equivocada.

Metió la camilla en el ascensor. Una vez dentro el chico repitió su chiste de los quince centímetros a una estudiante de enfermería.

—Cinco —dijo el ascensor.

Chapel sacó la camilla. Bien, y ahora… ¿Izquierda o derecha? No podía recordarlo.

No podía respirar.

—Eh, ¿qué te ocurre? —preguntó el chico.

—Necesito…

Chapel alzó su mano izquierda y fue moviéndola hacia sus labios. Todo lo que veía parecía estar colocado en ángulo recto con todo lo demás, como si estuviera contemplando las entrañas de una máquina gigantesca. Retrocedió lentamente alejándose de la camilla.

—¿Te encuentras bien?

El chico ya estaba poniendo los pies en el suelo.

Chapel echó a correr por el pasillo. Iba en dirección a Cirugía —la misma que debía seguir la camilla—, y el sistema de control de tráfico permaneció en silencio. Cada vez que tragaba aire sentía como si centenares de minúsculas agujas hipodérmicas le atravesaran el pecho y le perforaran los pulmones.

—¡Eh! —gritó un médico—. ¡Eh!

Otro pasillo, y allí —tan providencialmente como si le hubieran programado la trayectoria que acabaría llevándole hasta su puerta—, un lavabo reservado al personal hospitalario. La habitación estaba bañada por una suave y relajante luz azulada.

Entró en un retrete y cerró la vieja puerta de madera oscura detrás de él. Se arrodilló delante de la taza de porcelana blanca y la piel de agua que temblaba dentro de ella trazando nerviosos dibujos eléctricos. Metió la mano en la taza, curvó los dedos formando una copa y se mojó la frente con agua fresca. Todo se fue esfumando. La ira, el dolor, la compasión…, todos los sentimientos y emociones de los que había oído hablar o que había visto fingir en la pantalla desaparecieron. Siempre había creído en una retribución eventual, una revelación que llegaría al final de ese larguísimo pasillo blanco que era el estar vivo presentándose con la brusquedad de un escopetazo, y había estado más o menos preparado para enfrentarse a ella. Saber que se equivocaba hizo que sintiera un inmenso alivio.

El médico —o quizá fuera el chico que debía llevar a cirugía— había entrado en el lavabo y estaba golpeando la puerta de madera con los nudillos. Chapel vomitó nada más oír el primer golpe, como si fuera un actor y hubiera estado esperando aquella señal para empezar a representar su papel. La comida convertida en pulpa salió de sus labios acompañada por hilillos de sangre.

Se irguió, se subió la cremallera y abrió la puerta. Era el chico, no el médico.

—Ya estoy mejor —dijo.

—¿Seguro?

—Me encuentro estupendamente.

El chico volvió a instalarse en la camilla que había empujado toda aquella distancia sin ayuda de nadie, y Chapel le hizo doblar la esquina y le llevó por el pasillo que terminaba en Cirugía.

Ab lo había sentido en sus manos y en sus brazos. Era el poder de la suerte, y cuando se había inclinado hacia adelante para dar la vuelta a las cartas lo hizo estando totalmente seguro de que sus dedos habían adquirido la capacidad de ver a través del plástico y averiguar lo que ocultaba, como si pudieran saber cuál de ellas era el as que necesitaba para hacer su gran jugada final.

¿Ésta? No.

¿Ésta? No.

¿Ésta? No.

Acabó descubriendo que se había equivocado, y Martínez ganó la partida.

Ab había perdido todo el dinero que podía permitirse el lujo de perder, y no le quedó más remedio que convertirse en espectador. Asistió a las siguientes partidas masticando galletitas y charlando con el ornamento más atractivo del local, que también ejercía las funciones de croupier. Los rumores decían que era propietaria de una tercera parte del local, pero Ab siempre había pensado que era demasiado estúpida para que eso fuese cierto. Decía que sí a todo y dijo que sí a todo lo que salió de la boca de Ab, pero tenía unos pechos preciosos, siempre un poco húmedos y pegados a la tela de la blusa.

Martínez se retiró después de que le hubieran dado la tercera carta y se reunió con Ab en el bar.

—¿Qué tal va todo, hombre afortunado? —le preguntó con voz burlona.

—Anda y que te jodan. Al principio no lo hice tan mal, ¿verdad?

—Creo que esa historia me resulta familiar.

—¿Qué te preocupa? ¿Piensas que no te voy a devolver el dinero o qué?

—No estoy preocupado, no estoy preocupado.

Martínez dejó caer un billete de cinco sobre la barra y pidió sangría, una para el gran triunfador, una para el gran derrotado y una para la mujer de negocios más hermosa y con más éxito de todo el oeste de Houston, y después volvieron al calor y la pestilencia.

—¿Un polvo? —propuso Martínez.

Ab quiso saber con qué iba a pagarlo.

—Yo invito —dijo Martínez—. Si hubiera perdido tanto como tú me harías ese pequeño favor, ¿no?

Eso resultaba doblemente irritante, en primer lugar porque Martínez era un jugador muy cauteloso que sufría ataques ocasionales de faroleo enloquecido y sus ganancias siempre acababan siendo prácticamente iguales a sus pérdidas, y en segundo lugar porque Ab no le habría hecho esa clase de favor ni a él ni a nadie. Por otra parte, Ab tenía muchas ganas de catar algo más de lo que encontraría dentro de la nevera si volvía a casa.

—Claro. Por supuesto.

—¿Vamos a pie?

Las siete de la tarde, el último miércoles del mes de mayo. Martínez tenía el día libre, pero Ab se limitaba a soltar un poco de vapor entre la hora de salida y la hora de entrada con la bondadosa ayuda de unas cuantas pildoritas verdes.

Cada vez que cruzaban una de las calles transversales que cortaban el eje longitudinal de la ciudad (y que por aquella zona tenían nombre en vez de número) el rojizo ojo redondo del sol se había hundido un poquito más en el horizonte y estaba más cerca del manchón borroso que era Jersey. Hicieron una parada en la galería del metro que había debajo del canal para tomarse una cerveza. La molesta irritación de las pérdidas del día se fue desvaneciendo, y la luna de la próxima vez empezó a subir por el cielo. Cuando salieron de la galería el mundo se había vuelto de ese color violeta pálido que precede a la noche, y la auténtica luna estaba allí para saludarles. ¿Cuál era la población actual que había allí arriba? ¿Setenta y cinco?

Un reactor pasó sobre sus cabezas iniciando el descenso hacia Central Park. Su cola y la punta de sus alas emitían un tembloroso ritmo de destellos rojos, rojos, verdes y rojos. Ab se preguntó si Milly iría a bordo del reactor. ¿Estaba de servicio aquella noche?

—Aún estás pagando la suerte del mes pasado, Ab —dijo Martínez—. Si lo enfocas así no te dolerá tanto.

Ab no sabía de qué le estaba hablando. Hizo un considerable esfuerzo mental que no dio ningún resultado, y acabó decidiendo preguntarle a qué se refería.

—¿Qué es eso de la suerte del mes pasado?

—El cambalache. Jesús, la mierda nos llegó hasta el cuello, ¿no te parece? Las cosas se pusieron tan feas que aún no entiendo cómo conseguimos salir enteros de aquel lío.

—Oh, eso… —Ab se fue aproximando cautelosamente al recuerdo. Aún no estaba muy seguro de que el tejido cicatricial fuera lo bastante sólido para soportar el contacto—. Sí, nos fue por un pelo, no cabe duda. —Dejó escapar una risita no muy convincente, pero la herida ya estaba curada y decidió seguir hablando—. Pero te confieso que al final hubo un momento en el que creí que había metido la pata hasta el fondo. Verás, tenía la banda de identificación del primer cuerpo, la como se llamara. Era lo único que conseguí recuperar cuando fui a ver al gilipollas de White…

—El mierda de White —murmuró Martínez.

—Sí. Pero después del problema que tuve en la escalera estaba tan aterrorizado que se me olvidó cambiar las bandas, y envié el cuerpo de la Schaap tal y como estaba.

—¡Santa María Madre de Dios, eso sí que habría sido una cagada de primera categoría!

—Me acordé antes de que el conductor se lo llevara. Fui corriendo con la banda de la Newman en la mano y me inventé una historia. Le dije que imprimimos bandas distintas dependiendo de si el cuerpo va a las neveras o al horno.

—¿Y se lo creyó?

Ab se encogió de hombros.

—Por lo menos no me puso ninguna pega.

—¿Crees que ha llegado a imaginarse lo que ocurrió aquel día?

—¿Quién, ese tipo? Vamos, pero si es casi tan idiota como Chapel.

—Ah, sí, no nos olvidemos de Chapel…

Martínez seguía estando convencido de que ése era el mayor de todos los riesgos que había corrido Ab.

—¿Qué pasa con Chapel?

—Me dijiste que pensabas darle algo de dinero para que no se fuera de la lengua. ¿Lo hiciste?

Ab movió la lengua dentro de su boca intentando encontrar un poco de saliva.

—Pues claro. —La saliva parecía haberse esfumado misteriosamente—. Cristo, claro que le pagué…

Martínez esperó a que siguiera hablando.

—Le ofrecí cien dólares. Cien pavos contantes y sonantes, ¿entiendes? ¿Y sabes qué era lo que quería ese bastardo gilipollas?

—¿Quinientos dólares?

—¡Nada! Nada en absoluto. Pero si incluso se enfadó conmigo… Supongo que no quería ensuciarse las manos. Mi dinero no era lo bastante bueno para él, ¿comprendes?

—¿Y qué hiciste?

—Acabamos llegando a un compromiso. Le di cincuenta dólares —dijo Ab haciendo una mueca burlona.

Martínez se echó a reír.

—Bueno, Ab, no sé qué decir aparte de que tuviste muchísima suerte. Sí, fuiste condenadamente afortunado, créeme.

Estaban pasando por delante de la antigua comisaría de policía, y ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Las píldoras verdes no podían hacer milagros, y Ab ya estaba empezando a sentir el comienzo del bajón, pero sabía que la euforia se desvanecería muy poco a poco y de forma gradual. Su mente decidió dar un paseo por entre las nubes rosadas de la filosofía.

—Eh, Martínez, ¿has pensado alguna vez en esas cosas? Me refiero a la congelación y todo lo demás…

—Pues claro que he pensado en eso, y creo que no es más que un montón de estupideces.

—Entonces, ¿crees que no hay ninguna posibilidad de que les descongelen y les devuelvan a la vida?

—Claro que no. ¿No viste ese documental de la NBC? Se pusieron tan nerviosos que les llevaron a los tribunales… No, la congelación no detiene lo que les esté ocurriendo. Lo único que consiguen es hacer que vaya mucho más despacio, y al final acabarán convertidos en otros tantos cubitos de hielo. ¿Devolverles a la vida? Es tan imposible como recomponer un cuerpo después de que el horno lo haya convertido en humo.

—Pero si la ciencia consiguiera encontrar una forma de… Oh, no sé. Es terriblemente complicado, ¿no te parece?

—Oye, Ab, ¿estás pensando en tirar el dinero contratando una de esas malditas pólizas? Por el amor de Cristo, no te creía tan idiota. Hace unos días mi esposa… —Martínez retrocedió un paso—. Mi ex esposa intentó convencerme de que contratara una póliza, y la cantidad de dinero que piden es… —Martínez puso los ojos en blanco—. Créeme, eso no está a nuestro alcance.

—No estaba pensando en eso.

—Ah, ¿no? Bueno, ¿en qué pensabas? Te recuerdo que no sé leer la mente.

—Me estaba preguntando si lograrán encontrar alguna forma de devolverles a la vida, y si descubren una forma de curar el lupus entonces… Bueno, ¿y si la devolvieran a la vida?

—¿Estás hablando de la Schaap?

—Sí. Sería increíble, ¿verdad? Una auténtica locura… ¿Cómo crees que reaccionaría?

—Sí, menuda broma.

—No, hablo en serio.

—Pues no entiendo dónde quieres ir a parar, y yo también hablo en serio.

Ab intentó explicárselo, pero ni él mismo estaba muy seguro de a qué se refería. Podía imaginarse la escena tan claramente como si la tuviera delante de los ojos, eso sí. La chica —su piel volvía a estar intacta—, yacía sobre una losa de piedra blanca y respiraba, pero con tanta lentitud y haciendo tan poco ruido que sólo el médico inclinado encima de ella podía estar seguro de que lo hiciera. La mano del médico le acariciaría la cara, la chica abriría los ojos y el asombro que habría en ellos sería tan inmenso, tan imposible de expresar con palabras…

—En lo que a mí concierne todo eso no es más que otra religión —dijo Martínez.

Estaba un poco irritado. Nunca se había llevado demasiado bien con las personas que creían en algo que a él le resultaba imposible creer.

Ab podía recordar que le había dicho prácticamente lo mismo a Leda, y no le quedó más remedio que asentir. Ya sólo faltaban un par de manzanas para llegar a los baños y su proximidad les sugirió que había usos mucho mejores que dar a su imaginación, pero antes de que la última nube rosada se desvaneciera del todo Ab aún tuvo tiempo de permitirse otro devaneo con la filosofía.

—La vida sigue de una forma o de otra, Martínez. Tú puedes decir lo que te dé la gana, pero la vida sigue.

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