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La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano » 1

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Las tres siluetas sentadas en la bahía contemplaban cómo el sol iba descendiendo hacia la tierra húmeda de los campos llenos de melones. El trío estaba compuesto por Alexa, su vecino Arcadio y la hermosa joven hebrea que se había traído de Tebas y con la que estaba prometido. Arcadio acababa de embarcarse en una nueva descripción de la misteriosa experiencia que había tenido recientemente en Egipto. Nada menos que el inmortal Platón se había dirigido al anciano no en latín sino en un dialecto griego, y le había mostrado varios signos no muy convincentes y algunos prodigios de pacotilla que empezaron con un fénix, naturalmente; continuaron con un coro de niños ciegos que profetizaron el holocausto que devastaría la Tierra cantándolo en un contrapunto impecable de estrofas y antistrofas y terminaron (Arcadio sacó aquel milagro de su bolsillo y lo colocó sobre el reloj de sol) con un trozo de madera que se metamorfoseó en piedra.

Alexa lo cogió. Un trozo de madera petrificada similar pero bastante más grande adornaba la mesa de trabajo de G. en el Centro. Las estriaciones rojizas se iban desvaneciendo y se convertían en remolinos nebulosos de color malva, amarillo y cinabrio. El trozo de madera petrificada había sido comprado en una tienda de antigüedades de la calle Este 8, un local diminuto de atmósfera bastante melancólica que había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Su primer aniversario…

Alexa dejó caer la piedra en la palma del anciano.

—Es hermosa.

No dijo nada más.

Los dedos de Arcadio se curvaron alrededor de la piedra. Las venas oscuras serpenteaban sobre la blancura de la carne. Alexa desvió la mirada (las nubes más bajas ya habían adquirido el color que debería estar reservado a la carne), pero no antes de que se hubiera imaginado a Arcadio muerto y recubierto de gusanos.

No, la Alexa histórica no se habría imaginado nada tan patentemente medieval. ¿Cenizas? Sí, como mucho.

El anciano arrojó la piedra hacia el campo y la neblina húmeda que brotaba de él.

Merriam se puso en pie extendiendo un brazo en un gesto de protesta. ¿Quién era esta joven tan extraña, esta futura esposa que apenas parecía tener sustancia? Quizá sólo fuese un nuevo reflejo de ella misma, tal y como Alexa habría deseado. ¿O representaba algo más abstracto? Sus ojos se encontraron. En los de Merriam había reproche; en los de Alexa una reacción de culpabilidad que luchaba con el escepticismo de cada día. En el fondo todo se reducía a algo tan sencillo como que Arcadio —y Merriam también, aunque de una forma bastante más sutil—, quería que aceptara aquel trocito de roca como prueba de que en Siria unos cuantos lunáticos habían muerto y habían salido de sus tumbas.

Una situación imposible, evidentemente.

—Está empezando a hacer frío —anunció Alexa, aunque se trataba de una ficción tan clara como cualquiera de las que Arcadio se había traído consigo al volver de Egipto.

El sendero que llevaba a la casa iba bajando hasta casi tocar el estanque inacabado. Un diminuto sapo de color marrón estaba encogido sobre el apuesto luchador que Gargilio había hecho traer en barco desde el sur. El luchador llevaba dos años esperando entre el polvo y el barro a que el estanque estuviera terminado y hubiera un pedestal sobre el que instalarlo. El mármol ya estaba empezando a decolorarse.

—¡Oh, mirad! —exclamó Merriam.

El sapo se dio a la fuga. («¿He visto un sapo vivo alguna vez, o mi experiencia con los sapos se reduce a las fotos de El mundo de la naturaleza? ¿Había sapos ese verano en Augusta? ¿Y en las Bermudas? ¿Y en España?») Una especie de eructo entrecortado brotó de la hierba. Otra vez.

¿El reloj del horno?

No. Echó un vistazo a su reloj, y descubrió que aún faltaba un cuarto de hora para que pudiese sacar las tartaletas de Willa y meter su estofado.

Merriam fue volviéndose borrosa y acabó convirtiéndose en un hueco de ausencia. Los tablones de madera de arce llenos de arañazos y manchas sustituyeron el complicado tapiz de la hierba mojada, y el sapo…

Era el timbre de la basura. ¿Se había acordado? Se puso en pie, dobló la esquina del pasillo y entró en la cocina con el tiempo justo de ver cómo la plataforma iba bajando por el conducto. Las bolsas del 7 y el 8 se precipitaron ruidosamente hacia el vacío y acabaron en el triturado con un último impacto ahogado que parecía venir de muy lejos. Pero su basura aún no estaba clasificada y seguía dentro del cubo esperando el momento de ser distribuida en bolsas.

«Que se quede donde está», pensó. Cerró los ojos e intentó volver a la villa aferrándose con todas sus fuerzas a la imagen talismánica que la llevaría hasta allí. Una cuña de sol, una ventana, el cielo, la suave ondulación de los pinos…

Alexa estaba reclinada sobre la cama de matrimonio. Timarco estaba arrodillado delante de su señora con la cabeza inclinada (llevaba muy poco a su servicio, había nacido en Sarmacia y era bastante tímido), ofreciéndole una bandeja de porcelana sobre la que había un pastelito cubierto de agujas de pino. (Alexa tenía mucha hambre.) «Pero no voy a tocarlo», se dijo.

—Muchacho —dijo mirando a Timarco—, cuando el intendente pueda prescindir de ti, ve al estanque con un trapo y limpia las manchas de la estatua. Con muchísima delicadeza, ¿entiendes? Frótala con tanta suavidad como si la piedra fuera piel. Tardarás días, pero…

Se dio cuenta de que había algo raro en el muchacho.

Una sonrisa.

—¿Timarco?

Timarco respondió alzando la cabeza. La piel aceitunada formaba dos pequeños huecos lisos allí donde habrían tenido que estar los ojos.

No saldría bien. A esas alturas ya tendría que saber que cualquier intento de regresar después de haber perdido el contacto estaba condenado al fracaso. El resultado inevitable siempre era el mismo, pesadillas y absurdos.

De todas formas ya faltaba poco para que fuesen las tres, por lo que se puso a trabajar. Colocó una página del Times sobre el mostrador y vació el cubo de la basura encima de ella. Un artículo de la segunda columna atrajo su atención: alguien había robado un avión en la Feria Militar de Highland Falls. Al parecer el avión había despegado, y ahora nadie sabía dónde se encontraba. Pero ¿por qué? Descubrirlo le habría exigido apartar la confusión de cáscaras de huevo, mondas, papeles, pelusas y los excrementos y peladuras que se habían ido acumulando dentro de la jaula de Emily a lo largo de la semana. Su curiosidad no era tan intensa. Fue empaquetando la basura con mucha delicadeza moviendo las manos a los lados y por debajo de ella, la única habilidad que había sobrevivido del breve flirteo con el arte de hacer origamis que tuvo hacía ya veinte años. Su instructor japonés —con el que también había flirteado— tuvo que permitir que le hicieran la vasectomía como condición ineludible para obtener el permiso de entrada en los Estados Unidos. La operación dejó una cicatriz tan diminuta que apenas se podía ver. Se llamaba Sebastian… Sebastian… Ya había olvidado su apellido.

Colocó el paquete de basura encima de la plataforma.

Se detuvo en el umbral para ir desatando hebra por hebra el nudo de músculos que se habían tensado en su frente y que bajaba hasta sus hombros. Después tragó cuatro hondas bocanadas de aire. Los ruidos fueron filtrándose en aquel breve intervalo de silencio. La nevera, el ronroneo estridente del filtro y el chirrido intermitente que nunca había logrado entender… Parecía proceder del apartamento de arriba, pero nunca se acordaba de preguntar qué podía causarlo.

¿Había algún sitio al que se suponía que tenía que ir?

Esta vez no cabía duda. El reloj del horno acababa de sonar. Las tartaletas de Willa tenían un aspecto magnífico. Alexa había utilizado uno de sus huevos (reales) para reforzar las cortezas, una cortesía que probablemente pasaría desapercibida a los ojos de Willa. Willa sólo era capaz de captar las distinciones gastronómicas más aparatosas, como por ejemplo la que separa el buey del helado. El estofado fue colocado junto al pudding de arroz que estaba preparando para Larry y Tom, quienes carecían de horno y pagaban el tiempo de utilización del de Alexa con entradas para la ópera obtenidas mediante su abono. El contrato que les unía era tan informal como inflexible, y ya llevaba muchos años en vigor. Cerró la puerta del horno, programó el reloj y sacó la cinta de instrucciones.

Y, dejando aparte el correo, ya había terminado con las tareas del día.

La llave estaba en el platito de las monedas y el ascensor —bendito fuese— no sólo funcionaba sino que se encontraba a sólo un piso de distancia. Fue leyendo las pintadas durante el trayecto de bajada mientras pensaba que al subir evitaría verlas mediante el recurso de leer su correo. El repertorio incluía muchas obscenidades, nombres de políticos y por todas partes (incluso el techo) la palabra «amor» que algún cínico dotado de inmensa paciencia se tomaba la molestia de convertir en «mamar» estuviera donde estuviese. El superintendente tenía la teoría de que las pintadas eran obra del lumpen proletariado de repartidores que abastecían el edificio. El superintendente opinaba que los residentes eran gente lo suficientemente educada e inteligente para no perder el tiempo ensuciando sus propias paredes, pero Alexa tenía ciertas dudas al respecto, quizá porque cuando volvió de la fiesta navideña de su sección el año pasado estaba un poco borracha y había añadido un «mierda» minúsculo al mural. Allí estaba, justo debajo del plástico cada vez más opaco que protegía el Certificado de Inspección. El paso del tiempo había conseguido que su aportación se volviera tan poco elocuente y desprovista de humor como el resto de las pintadas. Las puertas del ascensor se abrieron, se atascaron y lograron acabar abriéndose del todo.

El cartero estaba empezando a meter la correspondencia en los buzones. Alexa le saludó con un rápido «Hola, señor Phillips» y le hizo un par de preguntas corteses extraídas de su repertorio compuesto por los tres temas básicos de la familia, la televisión y el clima. Después salió a la calle y tragó un poco de aire para averiguar qué tal estaba hoy. La atmósfera parecía limpia y respirable, pero aparte de eso había otra cosa, algo que le hizo sentir la impresión de que todo iba maravillosamente bien.

Un cielo de nubes que parecían volutas de nata, una brisa que hacía aletear el toldo. El espíritu pasa de un espacio pequeño a uno más grande y responde con una repentina expansión. El suelo de cemento ha sido barrido y está muy limpio. ¿Y?

No comprendió la naturaleza del prodigio hasta que éste no le fue arrebatado. Una mujer precedida por un cochecito de niño acababa de salir del tercer edificio de ladrillos marrones de la hilera alineada al otro lado de la calle. Durante unos momentos Alexa había estado sola.

El cochecito se posó sobre el pavimento con una sacudida cuidadosamente controlada y empezó a ser empujado inexorablemente siguiendo un rumbo que lo llevaría hasta Alexa.

La mujer (su sombrero tenía el mismo color marrón feo y vagamente inquietante con que estaban pintadas las paredes del ascensor) abrió la boca.

—Hola, señora Miller.

Alexa sonrió.

Hablaron de bebés. El señor Phillips terminó de repartir la correspondencia, salió a la calle y les contó las últimas precocidades de los dos miembros más jóvenes de su familia.

—Les pregunté qué cuernos era aquello, que si era un cedazo defectuoso o…

Alexa recordó de repente dónde se suponía que había de estar en aquellos momentos. Loretta la había telefoneado anoche cuando estaba medio dormida y no había anotado el recado. (El primer apellido de Loretta era Dickens[1], y Loretta estaba convencida de que un complejo misterio genealógico la convertía en descendiente más o menos directa del escritor.) La cita había sido fijada para la una y la Escuela Lowen estaba al otro extremo de la ciudad. Alexa sintió una creciente oleada de pánico. «Es imposible», se dijo, y el pánico se fue esfumando poco a poco.

—¿Y saben qué resultó ser? —preguntó el señor Phillips.

—No. ¿Qué?

—Un planetario.

Alexa intentó extraer algún sentido a la respuesta y, naturalmente, no lo consiguió.

—Es asombroso —dijo, y la mujer que la había llamado por su apellido asintió con la cabeza.

—Eso es justo lo que le dije a mi esposa después… Era asombroso.

—Un planetario —murmuró Alexa mientras iniciaba la lenta retirada que terminaría llevándola hasta los buzones—. Vaya, vaya.

El número de invierno de la Revista de los clásicos —con una estación de retraso, cierto, pero por fin había llegado—; una carta con matasellos de Burley, Idaho (de su hermana Ruth); dos cartas para G., una de la Corporación de Conservación que probablemente sería una apelación a su generosidad (como probablemente haría también Ruth en su carta) y la carta crucial, la de la Escuela Secundaria Stuyvesant.

Tank había sido aceptado. No le habían concedido una beca, pero dados los ingresos de G. eso era de esperar.

Su primera reacción fue de abatimiento y desilusión. Había deseado no tener que cargar con el peso de aquella decisión, y ahora volvía a tenerla delante esperando pacientemente a que la tomara. Un instante después Alexa comprendió que había estado esperando que le rechazaran, y sintió una dolorosa punzada de culpabilidad.

Pudo oír los timbrazos del teléfono cuando aún no había salido del ascensor. Sabía que era Loretta Couplard, y que querría saber por qué no había acudido a la cita. Estaba tan nerviosa que intentó abrir el cerrojo de arriba con una llave que no era. «Mi casa se ha incendiado y mis niños arden», pensó. (Y, como una especie de apéndice a aquel pensamiento, se preguntó si había visto una mariquita viva en todo lo que llevaba de vida, o si sólo había visto dibujos en las cintas de cuentos y canciones infantiles.)

Era alguien que se había equivocado de número.

Cogió la Revista de los clásicos —que, como todas las publicaciones y libros, había tenido que prescindir del papel de calidad y ahora se imprimía en una especie de papel cebolla hecho con basuras recicladas— y se instaló en un sillón. Un artículo sobre la Sibila en el Satiricón; un compendio de las referencias que aparecían en la Poética de Aristóteles; un nuevo método para fechar las cartas de Cicerón… Nada que tuviera una utilidad terapéutica.

Dejó la revista, se preparó para resistir las tortuosas y siempre sutiles exigencias de su hermana con una flexión mental de hombros y empezó a leer su carta.

29 de marzo de 2025

Querida Alexa:

Muchas gracias y bendita seas por el montón de cosas útiles y maravillosas que me has enviado, están prácticamente nuevas, así que supongo que también habría de dar gracias a Tancred por su amabilidad, ¡gracias, Tank! Remus y los otros críos están bien, pero nunca les va mal un poco de ropa, esp. ahora que hemos tenido el peor invierno de todos los que recuerdo, y me han dicho que no habían tenido un invierno tan malo desde 23 años antes de que llegáramos nosotros, pero estamos bastante bien instalados y no nos va mal.

¿Quieres noticias mías? ¡Bueno, desde la última vez que te escribí me he aficionado a hacer cestas!, por lo menos eso resuelve el problema de qué hacer durante las largas noches de invierno. Harvey, que es nuestro gran experto en casi todo, tiene 84 años, ¿puedes creerlo?, nos enseñó a mí y a Budget, aunque ella ha decidido volver a la querida Sodoma y Gonorrea (¿chiste?), eso ocurrió justo en el peor momento del Gran Frío, pero ahora la savia ya vuelve a correr y los pájaros cantan y a lo mejor cambia de opinión. Todo esto es tan hermoso, Alexa, me gustaría que estuvieras aquí para poder compartirlo conmigo, a veces cuando estoy sentada delante de mi montón de mimbres me pongo muy nerviosa, pero parece que estoy condenada a seguir haciendo cestas porque ya hemos vendido todas las conservas y las cestas son nuestra mayor fuente de ingresos por el momento. (¿Recibiste las dos jarras con fruta que te envié por Navidad?) Me gustaría escribirte más a menudo, sobre todo por lo bien que te salen las cartas, siempre me alegra tanto saber algo de ti, Alexa, esp. lo que le ha estado ocurriendo a ese otro yo romano tuyo, a veces pienso que me gustaría volver al siglo tercero o cuando sea eso, y si estuviera allí tendría largas conversaciones con tu otro «tú» y trataría de inculcarle algo de sentido común. Ella parece mucho más receptiva y abierta, aunque supongo que todos vivimos dentro de nuestras cabezas, y lo difícil es conseguir que esos sentimientos lleguen al exterior, ¿verdad? pero no permitas que te sermonee, ¿de acuerdo? ése siempre ha sido mi peor defecto, ¡incluso aquí! vuelvo a repetiros que tú y Tank estáis invitados a visitarnos y que podéis quedaros todo lo que os apetezca, también invitaría a Gene si hubiera alguna posibilidad de que viniese, pero ya sé lo que opina de la Aldea…

Intenté leer el libro que me enviaste con el paquete de ropas, el de ese Santo. El título me hizo pensar que sería bastante guarro/interesante, pero no conseguí pasar de la página diez. Se lo dejé al viejo Warren y me ha dicho que te diga que es un libro estupendo, pero la verdad es que no le gustó nada. Le gustaría conocerte y conversar de las primeras comunidades cristianas, ahora me siento tan comprometida con nuestra forma de Vida que creo que no regresaré nunca al este, así que si no visitas la Aldea puede que nunca volvamos a vernos, te agradezco la oferta de pagar el billete de avión para que yo y Remus vayamos a veros, pero los ancianos no me permitirían aceptar dinero para un propósito tan frívolo cuando tenemos que prescindir de tantas cosas que son mucho más importantes. Te quiero —supongo que ya lo sabes—, y siempre rezo por ti y por Tancred y por Gene también.

Tú hermana, Ruth

PS. por favor, Alexa, ¡Stuyvesant no! me resulta difícil explicar por qué estoy tan en contra de eso sin que te sientas ofendida, pero creo que no hace falta que te lo explique, ¿verdad? ¡Deja que mi sobrino tenga alguna posibilidad de llevar una existencia normal!

La depresión cayó sobre ella envolviéndola como una nube de polución del mes de agosto, una espesa masa negra que laceraba la piel y hacía que los ojos se llenaran de lágrimas. Había momentos en los que el entusiasmo utópico de Ruth le parecía ridículo o vagamente siniestro, pero siempre conseguía que Alexa pensara que su vida era fútil, agotadora e indigna de ser vivida. ¿Qué podía mostrar como resultado de todos sus esfuerzos? Había redactado ese inventario mental tan a menudo que ahora hacerlo le resultaba tan fácil como rellenar el formulario semanal D-97 para el departamento de Washington. Tenía un esposo, un hijo, un periquito, un psicoterapeuta, un fondo de pensiones que le aseguraba el 64 por ciento de su salario cuando se jubilara y una exquisita sensación de pérdida.

Expresado así el resumen no resultaba demasiado justo, naturalmente. Alexa amaba a G. con el triste y complejo amor de una mujer que ha cumplido los cuarenta y cuatro años de edad, el amor que sentía hacia Tancred era igualmente fuerte e innegable e incluso amaba a Emily Dickinson, aunque en ese caso el amor casi rozaba el sentimentalismo. No era justo y no era razonable que las cartas de Ruth le produjeran un efecto semejante, pero discutir con sus propios estados de ánimo no serviría de nada.

El consejo que le había dado Bernie cuando le preguntó cómo podía enfrentarse a esos pequeños desastres se había reducido a decirle que siguiera disfrutando de la agonía a toda máquina mientras trataba de mantenerse en un estado de inacción lo más decidido posible. Viajar al pasado era, en el mejor de los casos, puro escapismo y podía acabar provocando un caso de dicronatismo muy desagradable. Alexa se dejó caer sobre la desgastada tapicería del sofá escondido en el recodo del pasillo y empezó a examinar concienzudamente todos los aspectos desagradables y lo que le había salido mal en la vida hasta que Willa se presentó a las cuatro y cuarto para recoger sus tartaletas.

El esposo de Willa era ingeniero de recuperación térmica —igual que el de Alexa—, una especialización que seguía siendo lo bastante rara para haber hecho inevitable que entre los dos acabara surgiendo algo parecido a una amistad a pesar de la reluctancia natural a mantener cualquier clase de relaciones más o menos íntimas con alguien de tu mismo edificio que el crecer en la gran ciudad termina inculcando en todos los neoyorquinos. La recuperación térmica —aunque fuese a una escala tan diminuta como la de compartir el horno— también era prácticamente el único cimiento de la relación existente entre Alexa y Willa, pero no les proporcionaba tantos temas de conversación como a sus esposos. Willa afirmaba haber obtenido la prodigiosa cifra de 167 puntos en su prueba de coeficiente intelectual, y era un espécimen puro de la Nueva Mujer Francesa tan ensalzada en las películas de hacía veinte años y, de hecho, en todas las películas francesas de todos los tiempos. No hacía nada, no había nada que le importara o que le preocupase y sabía desplegar los diminutos más de color verde y los igualmente diminutos menos de color rosa ocultos en las píldoras fabricadas por los laboratorios Pfizer con una inmensa destreza y una soberbia comprensión de las matemáticas involucradas en el proceso para que los indicadores de su alma no se alejaran jamás del cero. No cejar en ese ímprobo esfuerzo ni un solo instante le había permitido acabar siendo tan hermosa como un Chevrolet y tan insensible como una coliflor. Cinco minutos de charla con ella bastaron para que Alexa recuperase hasta el último fragmento de su autoestima habitual.

Después de la llegada de Willa la tarde fue rodando cuesta abajo con una relajante y nada amenazadora predecibilidad hasta terminar convirtiéndose en el anochecer, previa una parada en cada estación del trayecto. El estofado emergió del horno con un aspecto tan soberbio y apetecible como el que ofrecía en la última foto de la receta. Loretta telefoneó y fijó una nueva cita para el martes. Tancred llegó a casa con una hora de retraso porque se había estado paseando por el parque. Alexa lo sabía y Tancred sabía que ella lo sabía, pero una parte de su educación moral exigía que Tank se inventara una mentira imposible de detectar que no resultara ofensiva, y que resultó ser una partida de ajedrez con Dicky Myers. Alexa sacó el pudding de arroz del horno a las cinco y media, y descubrió que se había vuelto de color amarronado y que tenía una apariencia francamente extraña. Y entonces, justo antes de que empezaran a dar las noticias, la oficina telefoneó y le robó el sábado, lo cual era una pequeña desilusión tan frecuente como la lluvia o el perder una moneda engullida por la ranura de un teléfono público.

G. llegó con sólo media hora de retraso.

El estofado fue una auténtica experiencia religiosa.

—¿Es real? —preguntó G.—. No estoy seguro.

—La carne no era carne, pero utilicé auténtica grasa de cerdo.

—Increíble.

—Sí.

—¿Queda más? —preguntó G.

Alexa le sirvió la última ración (Tank se quedó con la salsa) y observó con la indulgencia inmemorial típica de las mujeres cómo su esposo y su hijo engullían lo que habría debido ser su almuerzo de mañana.

Después de cenar G. se apoderó de la bañera y se dedicó a meditar. Alexa entró en el cuarto de baño cuando ya estaba absorto en sus ritmos alfa, se quedó inmóvil junto al retrete y le observó. (Su esposo no soportaba que le observaran, y en una ocasión estuvo a punto de dar una paliza a un chico que no paraba de mirarle en el parque.) El cuerpo excesivamente velludo, las complejas circunvoluciones de los lóbulos y la estructura de los músculos del cuello, curva y contracurva y los mil colores de la carne teñida por las sombras hicieron que experimentara la misma mezcla de admiración y perplejidad que Eco debió de sentir mientras contemplaba a Narciso. Su esposo le iba resultando más extraño e incomprensible a cada año de matrimonio que transcurría. Había momentos —y eran precisamente aquellos durante los que más le amaba—, en los que apenas si parecía humano. Alexa seguía siendo capaz de percibir sus defectos, claro está (su esposo tenía montones de defectos. ¿Quién no los tiene?), pero a pesar de ellos seguía estando convencida de que el núcleo más secreto de su ser jamás había conocido el miedo, la angustia y la duda…, ni tan siquiera un dolor demasiado intenso. G. poseía una serenidad interior que los hechos de su vida no justificaban y que (aquí estaba la espina en la que nunca podía resistir la tentación de hincar el dedo) casi parecía excluirla, pero justo cuando su autosuficiencia parecía ser más completa y cruel G. giraba sobre sí mismo y hacía algo tan incongruentemente tierno y vulnerable que la obligaba a preguntarse si lo que les mantenía tan lejos el uno del otro durante veinticinco días al mes no sería un producto más de la frialdad y la maligna dureza que Alexa creía llevar prisionera dentro de su seno.

Alexa se dio cuenta de que G. estaba teniendo dificultades para mantener la concentración (¿habría hecho algún ruido, se habría apoyado en la pileta sin darse cuenta?) y vio cómo ésta acababa desvaneciéndose. Su esposo alzó los ojos hacia ella, sonrió y Eco le devolvió la sonrisa.

—¿En qué estás pensando, A.?

—Estaba pensando… —Alexa hizo una breve pausa antes de seguir hablando—. Pensaba en lo maravillosos que son los ordenadores.

—Cierto, son maravillosos. ¿Hay alguna razón determinada para que estuvieras pensando en ellos?

—Bueno, contraje mi primer matrimonio fiándome única y exclusivamente en la convicción de que había sabido escoger a la persona adecuada. La segunda vez, en cambio…

G. se echó a reír.

—Venga, confiesa que lo que realmente quieres es expulsarme de la bañera para poder lavar los platos.

—Te equivocas.

(Pero antes de que hubiera terminado de pronunciar aquellas palabras Alexa ya se había dado cuenta de que llevaba la botella de desinfectante en la mano.)

—De todas formas ya he terminado. No, no, olvídate del sifón y de la vajilla. Hemos hecho un trato, ¿recuerdas?

Se acostaron en la cama el uno al lado del otro compartiendo su calor pero sin tocarse, y Alexa no tardó en hallarse perdida dentro de un paisaje que era mitad pesadilla y mitad ensueño controlado. El mobiliario de la villa había desaparecido. El aire estaba impregnado por el olor apremiante del humo y el continuo ching-ching de los címbalos. Los sicofantes esperaban que los llevara hasta la ciudad. Bajaron con paso tambaleante por Broadway dejando atrás los montones de coches convertidos en chatarra y empezaron a entonar el cántico de alabanza a los dioses con sus voces estridentes y aterrorizadas, primero Alexa, luego el portador del dios y el que llevaba el cisto, el pastor y el guardián de la gruta, y luego toda la cohorte de bacantes y mudos. «Woo-woo-woo, ¡a-woo-woo-woo!» La piel de ciervo se le metía entre las piernas a cada paso y amenazaba con hacerla caer. En la calle Noventa y tres primero y en la Ochenta y siete después los bebés que nadie había querido cuidar se pudrían sobre los montones de basura y excrementos. «Otro de los escándalos de la administración actual», pensó Alexa. ¿Cómo eran capaces de permitir que aquellos cadáveres diminutos se fueran descomponiendo allí donde cualquier persona podía verlos?

Acabaron llegando al Metropolitano (con lo que estaba claro que no podían haber bajado por Broadway), y Alexa empezó a subir la escalinata moviéndose con gran dignidad. Una inmensa multitud se había congregado allí esperando asistir al gran acontecimiento, y muchos de sus integrantes eran los mismos cristianos que habían gritado pidiendo la destrucción del templo y de sus ídolos. Una vez dentro el ruido y la pestilencia desaparecieron tan deprisa como si un criado diligente se hubiese apresurado a quitar una capa empapada de lluvia de sus hombros. Alexa avanzó por la semioscuridad de la Gran Sala y acabó sentándose junto a su favorita de siempre, una bombonera romana de la última época encontrada en un sarcófago de Tarso (el primer regalo recibido por el Museo en su ya larga historia). Las guirnaldas de piedra brotaban de las paredes de aquella cabaña minúscula desprovista de puertas, y debajo de los aleros había niños alados —erotes—, que representaban la pantomima de una cacería. La parte de atrás y la tapa no estaban terminadas, y la tablilla para la inscripción era un espacio vacío. (Alexa siempre la había llenado con su nombre y un epitafio que había pedido prestado a Sinesio, quien alabó a la mujer de Aureliano con estas palabras: «La mayor virtud de que puede enorgullecerse una mujer es que ni su cuerpo ni su nombre hayan cruzado jamás el umbral».)

Los otros sacerdotes habían escapado de la ciudad al primer rumor de que los bárbaros estaban cerca, y Alexa se había quedado sola con su pandereta y unas cuantas cintas de seda. Todo se estaba derrumbando —civilizaciones, ciudades, mentes—, y ella tenía que esperar el fin dentro de aquella tumba lúgubre y espantosa (pues la triste verdad es que el Museo Metropolitano recuerda mucho más a un osario que a un templo), sin amigos y sin fe, fingiendo en beneficio de quienes esperaban fuera, dispuesta a realizar el sacrificio que su terror pudiera exigirle…

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