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Emancipación: Una historia de amor de los tiempos venideros » 1

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Las mañanas de verano el balcón quedaba inundado por auténticos rayos de sol, y Boz desplegaba la tumbona y se recostaba en ella tan lánguidamente como un reptil de los trópicos para disfrutar del pequeño estanque de aire privado y radiación ultravioleta que se creaba a quince pisos sobre el nivel de la entrada. Lo único que hacía era dormitar y contemplar las vagas geometrías de las estelas de los reactores que se formaban y desaparecían para volver a formarse y volver a desaparecer en la calina de un tono entre cerúleo y blanquecino. A veces podía oír cómo los pequeños del parvulario entonaban sus cancioncillas con sus voces estridentes un poco enronquecidas por los sedantes.

El Boeing que viene del oeste

trae a mi amor y me salva de la muerte,

pero el Boeing que viene del este…

Tonterías, claro, pero servían para que aprendieran lo que eran las direcciones y dónde estaban los puntos cardinales. Boz nunca se había llevado demasiado bien con la Ciencia, y siempre confundía el norte con el sur. Uno quedaba arriba de la ciudad, y el otro quedaba abajo, ¿no? Bueno, ¿pues entonces por qué diablos no podían decir «arriba» y «abajo»? De las dos zonas Boz siempre había preferido la de arriba. Después de todo, ¿quién quiere ser un MOD? Aunque no era nada de lo que debieras avergonzarte, claro. Su propia madre, por ejemplo… La dignidad humana es algo más que un número de código, o eso dicen.

Gatota —que adoraba el sol y el poder salir del apartamento tanto o más que Boz— se paseaba por la cornisa de cemento pretensado llegando hasta el potus y volvía sobre sus pasos hasta llegar a los geranios, y ese continuo ir y venir que se prolongaba toda la mañana acababa resultando francamente siniestro. De vez en cuando Boz alargaba la mano para acariciar el suave vello de su garganta —tan brillante, tan sexy—, y en alguna ocasión pensaba en Milly mientras lo hacía. Boz estaba convencido de que las mañanas eran el mejor momento del día.

Pero por la tarde el balcón quedaba sumido en la sombra que proyectaba el edificio contiguo y aunque seguía casi igual de caliente ya no podía hacer nada para mantener su bronceado, así que por la tarde Boz tenía que encontrar otra distracción.

Durante una temporada decidió aprender a cocinar viendo la televisión, pero uno de los resultados fue que la factura de los comestibles casi llegó a doblarse. Aparte de eso, a Milly no parecía importarle demasiado que su tortilla a las finas hierbas hubiera sido preparada por Boz o por Betty Crocker, la Reina de la Haute Cuisine televisiva, y el mismo Boz tuvo que acabar admitiendo que realmente no había tanta diferencia entre lo que comían antes y lo que comían ahora. Aun así no podía negar que el estante para las especias y las dos sartenes con fondo de cobre que se había regalado a sí mismo por Navidad contribuían de una forma bastante poco habitual al efecto decorativo global. Ah, sí, las especias tienen nombres tan bonitos —albahaca, tomillo, jengibre, canela—, que te recuerdan a las hadas en un ballet, esas criaturas que parecen estar hechas de alas de gasa y zapatillas de raso en vez de carne y huesos. Boz casi podía ver a su sobrinita Amparo Martínez en el papel de Reina Orégano de los Duendes, y él sería Romero, un enamorado melancólico y siempre cabizbajo condenado a la infelicidad por un destino cruel y caprichoso. Bien, por lo menos el estante de las especias había servido para algo, ¿no?

Y, naturalmente, siempre le quedaba el recurso de leer un libro. Boz adoraba los libros. Su escritor favorito era Norman Mailer, y después venía Gene Stratton Poner. Había leído todo lo que habían escrito, pero últimamente cuando leía más de unos minutos acababa padeciendo dolores de cabeza de proporciones realmente épicas y se ponía de tan mal humor que cuando Milly llegaba a casa del trabajo —lo que ella llamaba trabajo, claro—, la trataba como un auténtico tirano.

También estaban las películas de arte y ensayo a las cuatro en el Canal 5. A veces usaba el aparato de electromasaje, y a veces se corría sin más ayuda que las manos. Un suplemento dominical le había informado de que si todo el semen de los espectadores del Canal 5 que vivían en el área metropolitana acabara acumulándose en el mismo sitio podría llenar una piscina olímpica. ¿Fantástico? ¡Bueno, pues eso no era nada comparado con imaginarse lo que sentirías al nadar en ella!

Cuando terminaba de masturbarse, Boz se quedaba despatarrado en el sofá que intentaba imitar al modelo gigante de la gama Bolsa mientras su pequeña contribución a la piscina municipal se iba deslizando sobre el plástico. «Algo va mal —pensaba lúgubremente—. Me falta algo, no sé el qué…»

Su matrimonio había perdido toda la pasión y el romanticismo de los primeros tiempos, y eso era lo que iba mal. Las emociones se habían ido disipando tan lentamente como el aire que escapa de un sillón Bolsa si le clavas un alfiler, y cualquier día Milly se encararía con él y lo de pedir el divorcio iría en serio y no sólo para hacerle enfadar como hasta ahora, o Boz se hartaría de aguantar que le mantuviese despierto durante horas y más horas discutiendo e insultándole y la mataría con las manos desnudas o con el aparato de electromasaje, o… Bueno, Boz no estaba muy seguro de en qué podía consistir, pero sabía que si continuaban así acabaría ocurriendo algo horrible.

Algo realmente horrible…

Era de noche y estaban en la cama, y los pechos de Milly colgaban sobre él balanceándose de un lado a otro. Había momentos en los que sólo su olor bastaba para hacerle enloquecer. Boz alzó los muslos y los pegó a la parte posterior de las piernas de Milly sintiendo el contacto de la carne sudada. Las rodillas ejercieron presión sobre las nalgas. Un pecho le rozó la frente seguido rápidamente por su compañero. Boz arqueó el cuello para depositar un beso en cada uno.

—Mmm —dijo Milly—. Sigue.

Boz deslizó obedientemente los brazos por entre sus piernas y tiró de ella obligándola a inclinarse hacia adelante. Se retorció sobre las sábanas empapadas de tal forma que sus piernas dejaron atrás el borde del colchón y los dedos de sus pies rozaron la braga de antrón, un charco de frescor perdido en la alfombra color beige desierto.

El olor del cuerpo de Milly, la mezcla de lo dulzón con lo levemente podrido —como un pastel de carne que lleva demasiado tiempo metido en una nevera y se ha echado a perder—, aquella aura de jungla cálida que la envolvía seguían teniendo el poder de excitarle como nada le había excitado jamás, y allá abajo, a un continente de distancia de todos aquellos acontecimientos, su polla se fue hinchando y empezó a curvarse junto al borde del colchón. «Espera tu turno», le dijo, y empezó a frotar una mejilla ya algo barbuda contra los muslos de Milly mientras ella gemía y dejaba escapar balbuceos incomprensibles. Si las pollas fueran narices. O si las narices…

El olor de su cuerpo, el vello húmedo de su valle africano insinuándose dentro de sus fosas nasales y rozándole los labios y, de repente, la primera punzada de su sabor, y luego la segunda, pero sobre todo el olor, ah, sí, Boz se dejó llevar a la deriva flotando encima del olor y entró en sus oscuridades más maduras y fecundas, el blando e interminable pasillo de coño puro que esperaba recibir su polen, Milly, o África, o Tristán e Isolda en el magnetofón, dos cuerpos revolcándose sobre los rosales.

Sus dientes encontraron un mechón de vello, se engancharon y estuvieron a punto de rechinar, pero su lengua siguió presionando hacia adentro y Milly trató de apartarse no porque no le gustara lo que estaba haciendo sino precisamente porque le gustaba demasiado.

—¡Oh, Birdie! —exclamó—. ¡No hagas eso!

Y él se quedó muy quieto.

—Oh, mierda —dijo.

La erección se fue deshinchando con una rapidez que no tenía nada que envidiar al veloz alejamiento de la imagen cuando apagas el televisor. Boz se contorsionó saliendo de debajo de ella y se incorporó sobre las sábanas húmedas sin apartar los ojos de aquel trasero sudoroso que se alzaba delante de él.

Milly giró sobre sí misma y se apartó el cabello que le había caído encima de los ojos.

—Oh, Birdie. No quería…

—Y una mierda que no… Jack.

Milly dejó escapar un suave resoplido de diversión.

—Bueno, no seas tan duro conmigo, ¿de acuerdo?

Boz agitó la fláccida masa de su órgano delante de ella como si no supiera muy bien qué hacía allí.

—Me encantaría poder serlo.

—Vamos, Boz, la primera vez fue un… Te aseguro que no quería decirlo. Se me escapó, nada más.

—Desde luego que se te escapó. Pero… ¿se supone que eso debe hacer que me sienta mejor de lo que me siento?

Empezó a vestirse. Sus zapatos estaban del revés.

—Por el amor del cielo, hace años que no pienso en Birdie Ludd. De veras, no exagero. Por lo que sé puede que esté muerto.

—¿Es la nueva moda para hacer más agradables los trabajos prácticos?

—Veo que tienes ganas de hacerte el amargado, ¿eh?

—Sí, tengo ganas de hacerme el amargado.

—¡Bueno, pues que te jodan! Me largo.

Milly empezó a examinar la alfombra buscando su túnica.

—Quizá consigas que tu padre té caliente alguno de los fiambres que tiene en el depósito. Quizá tiene bien guardadito a Birdie dentro de un cajón con montones de hielo.

—A veces puedes ser tan terriblemente sarcástico… Y además estás encima de mi túnica. Muchas gracias. ¿Adónde vas ahora?

—Voy al otro lado del separador para echar un vistazo al otro extremo de la habitación.

Boz fue al otro lado del separador, echó un vistazo al otro extremo de la habitación y acabó sentándose junto a la repisa para comer.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó Milly mientras se ponía las bragas.

—Un poema. No sé en qué pensabas tú todo este rato, pero yo pensaba en mi poema.

—Mierda.

Milly acababa de descubrir que se había abotonado mal la blusa.

—¿Qué pasa?

Boz dejó el bolígrafo sobre la repisa.

—Nada, un problema con mis botones. Déjame ver tu poema.

—¿Por qué tienes esa jodida obsesión con los botones? No son nada prácticos.

Boz le alargó el poema.

Narices son las pollas.

Los coños son rosas.

Mira cómo caen los hermosos pétalos.

—Es bonito —dijo Milly—. Tendrías que enviarlo a la revista Time.

Time no publica poesía.

—Bueno, pues entonces envíalo a alguna revista que publique poesía. Es bonito. El vocabulario de Milly contaba con tres superlativos básicos: —Estoy cansado. Salúdales de mi parte y dales muchos besitos. Milly se encogió de hombros y se marchó. Boz salió al balcón y vio cómo cruzaba el puente que salvaba el foso eléctrico y se alejaba por la calle Cuarenta y ocho hasta llegar a la esquina de la Nueve. Milly no alzó la cabeza hacia el balcón ni una sola vez.

Y lo peor de todo era que realmente le quería. Y él también la quería. Así pues, ¿por qué acababan siempre así, por qué cada vez que estaban juntos un rato al final siempre había gritos, bufidos, rechinar de dientes y un alejarse cada uno por su lado?

Preguntas, preguntas… Cómo odiaba las preguntas. Fue al cuarto de baño y se tragó tres Oralinas, sólo una de más, y después se echó en el sofá y se distrajo contemplando a todas las cositas redondas con bordes multicolores que se deslizaban por un interminable pasillo de neones, zum zim zam, naves espaciales y satélites que nunca dejaban de moverse. El pasillo olía mitad a hospital y mitad a paraíso, y Boz empezó a llorar, bonito, gracioso y majo. Boz se preguntó si estaría dispuesta a hacer las paces, o si le estaba tendiendo una trampa.

—¿Sabes cuánto cuesta una docena de cosas bonitas? Diez centavos, eso es lo que cuesta. Si vas a la tienda te dan doce cosas bonitas por sólo diez centavos.

—Oye, gilipollas, sólo estoy intentando ser agradable, ¿entendido?

—Pues a ver si aprendes. ¿Adónde vas?

—Fuera. —Milly se detuvo delante de la puerta y frunció el ceño—. Te quiero, ¿sabes?

—Claro. Y yo también te quiero.

—¿Te apetece venir conmigo?

Los Hanson, Boz y Milly, llevaban felizmente infelizmente casados un año y medio. Boz tenía veintiún años y Milly veintiséis. Habían crecido en el mismo edificio del programa MODICUM cada uno a un extremo de un larguísimo pasillo de baldosas verdes y luces indirectas, pero la diferencia de edad que les separaba había hecho que ninguno de los dos se percatara de la existencia del otro hasta hacía tres años. Pero en cuanto se enteraron de que el otro estaba allí… Ah, entonces fue amor a primera vista, pues no cabe duda de que tanto Boz como Milly pertenecían a ese nada frecuente tipo físico que puede enamorar incluso visto con el rabillo del ojo. Carne modelada con esa opulencia clásica ideal e iluminada con esos tonos porcelana entre apastelados y rosáceos que podemos admirar en el divino Guido —y ellos los admiraban, eso está claro—; ojos color avellana tachonados con marchitas doradas; cabellera castaño rojiza que cae rizándose suavemente hasta posarse sobre la redondez de los hombros y, finalmente, la costumbre adquirida por ambos cuando eran tan jóvenes que casi se la podía llamar natural de adoptar posturas elocuentemente superfluas, como por ejemplo cuando Boz se sentaba a cenar y echaba hacia atrás la cabeza, revoloteo de cabellos castaño rojizos con sus labios carnosos ligeramente separados, como un santo (otra vez Guido) en pleno éxtasis —Teresa, Francisco, Ganimedes—, o, y era prácticamente lo mismo, como un cantante cantando:

Yo soy tú

y tú eres yo

y somos dos

caras

de la misma moneda.

Ya habían pasado tres años y Boz seguía estando tan loco por Milly como aquella primera mañana (el mes era marzo, pero parecía más bien abril o mayo) en que jodieron, y si eso no era amor entonces Boz no tenía ni la más mínima idea de qué podía ser.

Y, naturalmente, era algo más que sexo porque para Milly el sexo era una parte de su trabajo y eso hacía que no le pareciera tan importante como a Boz. También estaban unidos por una relación espiritual muy intensa. Boz era una persona básicamente espiritual. La puntuación de su perfil C-P en el Skinner-Waxman estaba muy arriba de la escala, una hazaña que Boz había logrado imaginando ciento treinta y una formas distintas de utilizar un ladrillo en sólo diez minutos. Milly no era tan creativa como Boz —si había que creer al test Skinner-Waxman, claro—, pero su coeficiente intelectual no tenía nada que envidiar al suyo (Milly, 136; Boz, 134), y también tenía un gran potencial de liderazgo en tanto que Boz se conformaba con ser un seguidor, al menos mientras los acontecimientos fueran en la dirección que él deseaba. No podrían haber sido más compatibles salvo, quizá, recurriendo a la cirugía cerebral; y todos sus amigos estaban de acuerdo (o lo habían estado hasta hacía muy poco tiempo) en que Boz y Milly, Milly y Boz, formaban una pareja perfecta.

Entonces, ¿qué era? ¿Celos, quizá? Boz no creía que fuera un problema de celos, aunque en esos asuntos nunca se puede estar totalmente seguro. Quizá sentía celos a un nivel subconsciente, pero no puedes estar celoso sólo porque alguien está jodiendo con otra persona siempre que se trate de un acto mecánico y no haya ningún sentimiento amoroso involucrado. Eso sería tan poco razonable como cabrearse porque Milly estaba hablando con otra persona, ¿verdad? Y, de todas formas, él había jodido con otras mujeres y eso nunca había molestado a Milly. No, no era el sexo. Era algo psicológico, lo cual significaba que podía tratarse prácticamente de cualquier cosa. Boz seguía intentando analizarlo y se iba deprimiendo un poquito más a cada día que pasaba. A veces incluso pensaba en el suicidio. Se compró una navaja de barbero y la escondió entre las páginas de Los desnudos y los muertos. Se dejó bigote. Se afeitó el bigote y se hizo cortar el pelo lo más corto posible. Se lo volvió a dejar largo. Estaban en septiembre y de repente ya estaban en marzo. Milly le dijo que quería el divorcio, que su matrimonio no funcionaba y que no podía seguir soportando que le hiciera la vida imposible.

¿Que él le hacía la vida imposible a ella?

—Sí, por la mañana y por la noche porque siempre estás pinchando, pinchando, pinchando.

—Pero si por las mañanas ni tan siquiera estás en casa, y lo normal es que por las noches tampoco estés.

—¡Ya estás volviendo a empezar! Me estás pinchando, ¿vale? Y cuando no lo haces de una forma abierta lo haces sin abrir la boca. Desde que cenamos te has estado metiendo conmigo sin decir ni una sola palabra.

—He estado leyendo un libro —Boz alzó el libro y lo agitó delante de ella con expresión acusadora—. Ni tan siquiera he estado pensando en ti. A menos que pueda molestarte por el mero hecho de existir, claro.

Boz había tenido la intención de que sus últimas palabras sonaran lo más patéticas posible.

—Puedes, y lo haces.

Los dos estaban demasiado cansados para mantener una discusión que resultara realmente divertida, y la única forma de conseguir que siguiera siendo interesante era ir subiendo el listón poco a poco. La discusión terminó con Milly gritando y Boz hecho un mar de lágrimas y Boz metiendo sus cosas dentro de un armarito que sacó del apartamento e introdujo en un taxi que le llevó a la Este Once. Su madre estuvo encantada de verle llegar. Se había estado peleando con Lottie, y esperaba que Boz se pusiera de su parte. Boz volvió a ocupar su antigua cama de la sala y Amparo tuvo que dormir con su madre. La atmósfera estaba impregnada por el humo de los cigarrillos de la señora Hanson, y Boz se sentía peor a cada momento que pasaba. Tuvo que hacer un terrible esfuerzo de voluntad para no telefonear a Milly. Gamba no volvió a casa, y Lottie había tomado tanta Oralina que acabó sumida en su acostumbrado sopor inquieto. Los seres humanos no habían sido hechos para llevar una vida semejante.

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