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Emancipación: Una historia de amor de los tiempos venideros » 4

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La consulta de McGonnagall estaba en el 227 de Park Avenue, un edificio del estilo austero y aburrido que había estado de moda en los años sesenta compitiendo con el boom del cristal y el acero; pero las pruebas subterráneas nucleares del noventa y seis y los terremotos que provocaron habían obligado a reforzarlo, y ahora el exterior tenía el mismo aspecto que el chaleco color amarillo sucio de Lanudo Marca Registrada que White se había comprado el año pasado. Eso y el hecho de que McGonnagall fuese un republicano de la vieja escuela (un estilo que seguía inspirando desconfianza en la inmensa mayoría de la gente) hacía que le resultara bastante difícil conseguir aunque sólo fuese el mínimo oficial fijado por el Gremio a cambio de sus servicios. Eso no les importaba demasiado, naturalmente, ya que después de los primeros cincuenta dólares el resto de la factura correría a cargo de la Junta de Educación tal y como ordenaba la cláusula de cordura y salud.

La sala de espera no podía estar amueblada con más sencillez, sólo unos colchones de papel y dos Saroyan con certificado de autenticidad para alegrar un poco la blancura-mediodía de las paredes; un

Alice

y un

o bien

o bien

En lo tocante a la moda de ese día Milly había decidido fingir el pudor propio de una doncella poniéndose su viejo uniforme de la PanAm, que consistía en una chaquetilla muy delgada de color entre azul y gris y un pulcro pijama muy estilo mujer-de-negocios. Boz lucía unos pantalones cortos color crema y un chal de la misma tela de la chaquetilla anudado alrededor de la garganta. Cuando se movía el chal revoloteaba como una sombra que siguiera sus movimientos. Los dos estaban tan guapos que parecían salidos de un cuadro. No hablaron. Se limitaron a esperar en la habitación concebida para ese propósito.

Esperaron durante media maldita hora.

La entrada al despacho de McGonnagall parecía haber surgido de los anales del Museo Metropolitano. La puerta se sublimó convirtiéndose en una llamarada y los dos cruzaron el umbral, una Pamina y un Tamino adecuadamente acompañados por la música de la flauta, el tambor, la sección de cuerda y los clarines. Un hombre bastante gordo que vestía una bata blanca les dio la bienvenida sin abrir la boca acogiéndoles en su templo de la sabiduría adquirida a precio de saldo, y estrechó primero la mano de Pamina y luego la de Tamino. Su conducta dejaba bien claro que el consejero matrimonial pertenecía a la escuela sensibilista.

McGonnagall acercó su rosado y pulcro rostro de hombre de mediana edad al de Boz como si estuviera intentando leer la letra pequeña de un contrato.

—Usted es Boz —dijo en un tono casi reverente—. Y usted es Milly —añadió volviendo la cabeza en su dirección.

—No —dijo Milly con cierta irritación (culpa de la media hora de espera)—. Yo soy Boz y ella es Milly.

—A veces el divorcio es la mejor solución —dijo McGonnagall en lo que parecía un intento de calmarla—. Quiero que los dos comprendan que si ésa acaba siendo mi opinión en su caso no vacilaré en decirlo claramente. Si les ha molestado que les hiciera esperar tanto rato tant pis, ya que les hice esperar por una buena razón. La espera permite que nos libremos del peso de los modales corteses desde el principio. ¿Y qué es lo primero que me dice cuando entran aquí? ¡Que su esposo es una mujer! Bien, Boz, ¿qué ha sentido al enterarse de que a Milly le gustaría cortarle las pelotas y ponérselas entre las piernas?

Boz se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a sufrir, y no pensaba ponerse desagradable por tan poca cosa.

—Me ha hecho gracia.

—Ja —rio McGonnagall—. Le ha parecido gracioso, ¿verdad? Pero… ¿Qué ha sentido? ¿Ha sentido el deseo de golpearla? ¿Se asustó? ¿O… se ha sentido secretamente complacido?

—Más o menos todo eso. Lo ha resumido bastante bien.

El cuerpo de McGonnagall se hundió en un objeto neumático de color azul y quedó flotando allí como un gigantesco calamar blanco que sube y baja sobre la tranquila superficie de un mar calentado por el verano.

—Bien, señora Hanson, hábleme de su vida sexual.

—Nuestra vida sexual es muy agradable… —dijo Milly.

—Y emocionante —dijo Boz tomando el relevo.

—Y bastante ajetreada.

Milly cruzó sus hermosos e impecables brazos delante de sus senos.

—Cuando estamos juntos —añadió Boz.

La átona ironía de la frase estaba adornada por un matiz de auténtica autocompasión. La sesión apenas acababa de empezar, pero Boz ya podía sentir cómo sus entrañas estaban dirigiendo unas cuantas lágrimas hacia las glándulas adecuadas. En cuanto a Milly, unas glándulas muy distintas estaban empezando a manipular las pequeñas afrentas y enfados y se disponían a convertirlas en una soberbia masa de ira amarilla. Era uno de los muchos aspectos en los que Boz y Milly resultaban perfectamente simétricos y que les habían convertido en una pareja perfecta.

—¿Empleos?

—Todo eso está en nuestros perfiles —dijo Milly—. Ha dispuesto de un mes entero para examinarlos. O de media hora, como mínimo…

—Cierto, señora Hanson, pero en su perfil no hay ninguna referencia a esta notable reluctancia suya, a ese regateo con cada palabra… —McGonnagall alzó dos dedos en un gesto francamente ambiguo que conseguía amalgamar la reprimenda y la bendición en un solo movimiento—. Bien, Boz… ¿A qué se dedica?

—Oh, no soy más que un esposó. Milly es la que pone la comida en la mesa.

Los dos volvieron la cabeza hacia Milly.

—Soy monitora sexual y hago demostraciones prácticas en las secundarias —dijo Milly.

—A veces lo que se cree son dificultades maritales tienen su origen en problemas laborales —dijo McGonnagall derramándose hacia un lado de su globo azul (McGonnagall estaba muy gordo, y todos los gordos saben hacerse el Buda) y puso expresión pensativa.

Milly sonrió, una mueca de porcelana perfecta y segura de sí misma.

—La ciudad nos somete a una prueba semestral para averiguar si estamos satisfechos con nuestro trabajo, señor McGonnagall. En mi última prueba saqué una puntuación levemente superior a la normal en la escala de ambición, pero aun así no superé el promedio del personal que ha sido ascendido a puestos administrativos. Boz y yo estamos aquí porque no podemos pasar dos horas juntos sin empezar a discutir. Ya no soy capaz de dormir en la misma cama que él, y cada vez que comemos juntos Boz acaba teniendo ardor de estómago.

—De acuerdo, por el momento supondremos que le gusta su trabajo y que no hay problemas por ese lado. ¿Y usted, Boz? ¿Es feliz siendo meramente un esposo?

Boz acarició el chal anudado alrededor de su garganta.

—Bueno, no… Supongo que no soy del todo feliz, o de lo contrario no estaríamos aquí. A veces me siento… Oh, no sé cómo expresarlo. Me siento inquieto, me pongo nervioso. A veces… Pero sé que un trabajo no haría que me sintiera más feliz. Los trabajos son como el ir a la iglesia. Cantar a coro, comer algo y todo eso resulta agradable cuando sólo lo haces un par de veces al año, pero si no crees que allí dentro realmente está ocurriendo algo sagrado ir cada semana acaba convirtiéndose en una molestia.

—¿Ha tenido algún trabajo…, un verdadero empleo?

—Sí, he tenido un par de empleos, y no lo aguantaba. Creo que la inmensa mayoría de personas debe de odiar su trabajo. Quiero decir que… Bueno, si les gustara trabajar… En fin, ¿qué otra razón puede haber para que te paguen?

—Y, aun así, está claro que algo anda mal, Boz. A su vida le falta algo que debería estar allí.

—Algo… Sí, pero no sé qué es.

Boz puso cara de abatimiento.

McGonnagall extendió un brazo para cogerle la mano. El contacto humano era un factor fundamental en la profesión de McGonnagall.

—¿Niños? —preguntó volviéndose hacia Milly después de haber dado por terminado aquel breve episodio de intimidad y calor humano.

—No podemos permitirnos el lujo de tener niños.

—Pero si creyera que pueden permitírselo… ¿Le gustaría tenerlos?

Milly frunció los labios.

—Oh, sí, mucho.

—¿Montones de niños?

—¡Bueno, tanto como montones…!

—Verá, hay personas que quieren tener montones de niños, personas que de no ser por el sistema de pruebas genéticas tendrían todos los niños posibles.

—Mi madre tuvo cuatro críos —dijo Boz—. Todos nacieron antes del Acta de Pruebas Genéticas, naturalmente, salvo yo, y sólo consiguió el permiso porque Jimmy, el mayor, murió en un disturbio callejero o un baile o algo así cuando tenía catorce años.

—¿Tienen animales domésticos?

El objetivo al que quería llegar McGonnagall cada vez estaba más claro.

—Una gata y una planta —dijo Boz.

—¿Quién de los dos dirían que se ocupa más de la gata?

—Yo, pero eso es porque me paso casi todo el día en casa. Ahora ya no vivo allí, y Milly tiene que cuidar de Gatota. Supongo que debe de sentirse bastante sola… Pobre Gatota.

—¿Algún gatito?

Boz meneó la cabeza.

—No —dijo Milly—. Hice que la esterilizaran.

Boz casi pudo oír el «¡Oh, oh!» mental de McGonnagall. Sabía cuál iba a ser el curso que seguiría la sesión a partir de aquel momento, y también sabía que tanto él como Milly ya habían pasado por lo peor. McGonnagall podía tener razón y podía estar equivocado, pero ya había conseguido meterse una idea entre las mandíbulas y no estaba dispuesto a dejarla escapar. Milly necesitaba un bebé (es la única forma de que una mujer se sienta plenamente realizada) y Boz… Bueno, parecía que Boz iba a ser la madre.

Y, naturalmente, al final de la sesión Milly estaba tumbada sobre la suave blandura blanca del suelo con la espalda arqueada gritando a pleno pulmón («¡Sí, un bebé! ¡Quiero un bebé! ¡Sí, un bebé! ¡Un bebé!»), mientras sufría espasmos de parto excelentemente simulados a base de histeria. Era un espectáculo maravilloso. Milly no había tenido un auténtico ataque de nervios desde hacía mucho tiempo, y en cuanto a llorar… ¿Cuánto hacía que no lloraba? Años. Sí, aquello era hermoso al cien por cien, no cabía duda.

Después decidieron bajar por la escalera, que estaba oscura y llena de polvo y resultaba terriblemente erótica. Hicieron el amor en el rellano del piso 28 y volvieron a hacerlo en el del 12 a pesar de que a los dos les temblaban las piernas. El semen salió disparado del miembro de Boz en una asombrosa serie de eructos gigantes —igual que la leche brotando de un cartón de dos litros, pensó Boz—, y la cantidad… Increíble, realmente increíble. Era como un desayuno en la cama servido por el cielo, un milagro que demostraba su existencia y una promesa que los dos estaban decididos a mantener.

No todo fueron rosas y sonrisas, claro está. Tuvieron que rellenar montañas de papeles, más que todos los Impresos 1040 que habían cumplimentado en toda su existencia; y aparte de los papeles hubo que visitar al consejero de embarazos, ir al hospital para conseguir las recetas de los medicamentos que los dos debían empezar a tomar; luego hubo que reservar una botella incubadora en el Monte Sinaí para después del cuarto mes de Milly (la ciudad correría con todos los gastos para que pudiera seguir trabajando), y por fin llegó ese solemne momento en el despacho de Pruebas Genéticas en el que Milly apuró el primer vaso del líquido amargo que anulaba los efectos del anticonceptivo que se añadía al agua potable. (Estuvo mareada el resto del día, pero ¿se quejó? Sí, claro que se quejó.) Durante las dos semanas siguientes Milly no pudo beber el agua del grifo hasta que, oh día feliz, su prueba matinal dio una lectura positiva.

Decidieron que sería una chica y que se llamaría Loretta, por la hermana de Boz. Después cambiaron de parecer y fueron tomando nuevas decisiones. Afra, Murray, Álgebra, Bufidos (los nombres preferidos de Boz), y Pamela, Grace, Lulú y Maureen (los que prefería Milly)…

Boz empezó a tejer una especie de manta.

Los días se fueron haciendo más largos y las noches más cortas, y luego viceversa. Cacahuete (el nombre con el que se referían a la niña cada vez que no lograban ponerse de acuerdo sobre cómo se llamaría) sería trasladada la Nochebuena del año 2025.

Pero aparte de la microquímica involucrada en el misterio del origen de los bebés lo realmente importante era el problema de la adaptación psicológica a la paternidad, y no resultaba nada fácil de resolver.

McGonnagall se lo explicó de la siguiente forma durante su última sesión de asesoramiento.

—Nuestra forma de trabajar, de hablar, de ver la televisión o de caminar por la calle, incluso de joder o quizá sobre todo la forma de joder…, todo eso forma parte del problema de la identidad. No podemos hacer ninguna de esas cosas con sinceridad e involucrándonos en ellas si no hemos averiguado quiénes somos realmente y somos esa persona tanto por dentro como por fuera en vez de ser la persona que los demás quieren que seamos. Lo normal es que si quieren que seamos algo que no somos acaben utilizándonos como laboratorio para resolver sus propios problemas de identidad.

»Bien, Boz, ya hemos visto cómo se espera que seas, una clase de individuo en las relaciones personales y una clase de individuo totalmente distinta en otros momentos, y sabemos que eso ocurre por lo menos un centenar de veces al día. O, por utilizar tus propias palabras, eres “meramente un esposo…” Esa manera de aserrar a una persona convirtiéndola en dos mitades empezó a utilizarse en el siglo pasado con la llegada de la automatización. Los trabajos se volvieron primero más sencillos y luego más escasos…, sobre todo la clase de trabajos que se agrupaban bajo el epígrafe de “trabajos masculinos”. Los hombres se encontraron trabajando codo a codo con las mujeres. Para algunos hombres la única forma de proyectar una imagen viril era ponerse tejanos los fines de semana y fumar la marca de cigarrillos que ha de fumar un hombre… Marlboro, habitualmente.»

McGonnagall tensó los labios y flexionó delicadamente los dedos sintiendo cómo el deseo volvía a enzarzarse con la fuerza de voluntad librando la vieja e interminable batalla en su boca y en sus pulmones. Era el mismo tipo de gesto que un estilita habría empleado para hablar de las tentaciones de la carne, un ensayo de los viejos placeres cuyo único objetivo era terminar rechazándolos.

—¿Qué significaba todo esto en términos psicológicos? Significaba que los hombres ya podían prescindir de la estructura de carácter rígida y agresiva que habían estado utilizando hasta entonces, de la misma forma que ya no necesitaban los corpulentos y aparatosos físicos estilo luchadores de grecorromana que acompañaban a esa clase de carácter. Esa clase de cuerpo dejó de estar de moda, y ya ni tan siquiera resultaba útil como plumaje sexual. Las chicas empezaron a preferir a los ectomorfos más esbeltos y no tan altos. Las parejas ideales eran aquellas en las que cada miembro parecía una imagen reflejada del otro…, como ocurre en la vuestra, por ejemplo. Era una especie de movimiento hacia adentro que se originaba en los polos de la sexualidad.

»Hoy, por primera vez en la historia humana, los hombres son libres de expresar el componente esencialmente femenino de su personalidad. De hecho es algo que casi se les exige, por lo menos desde el punto de vista económico. No estoy hablando de la homosexualidad, naturalmente… Un hombre puede feminizarse mucho más allá del punto marcado por el travestismo sin perder su preferencia por los coños, una preferencia que es una consecuencia ineludible del hecho de poseer una polla.

McGonnagall hizo una breve pausa para apreciar su desgarradora sinceridad. ¡Era algo tan increíble y encomiable como que un republicano se levantara de su silla para alabar al presidente Kennedy al final de una cena conmemorativa!

—Bueno, supongo que esto es más o menos lo que lleváis oyendo desde los tiempos de la secundaria, pero comprender algo de una forma intelectual es una cosa y sentirlo dentro de vuestro propio cuerpo es otra, y muy distinta. Lo que sintió la gran mayoría de los hombres —los que se dejaron llevar por las tendencias feminizadoras de su época— fue sencillamente una culpabilidad aplastante, horrible y total, una culpabilidad —que el paso del tiempo acabó convirtiendo en una carga mucho más insoportable que la represión anterior. La Revolución Sexual de los Sesenta fue seguida por la horrible Contrarrevolución de los Setenta y los Ochenta, la década en la que crecí. Ya os lo habrán dicho muchas veces, pero permitid que vuelva a repetirlo: fue espantoso. Todos los hombres vestían de negro o de gris, y como mucho los que eran muy osados vestían de marrón oscuro. Llevaban el pelo muy corto y caminaban como los primeros modelos de robots…, podéis verlo en las películas de esa época, recordadlo. Habían hecho tal esfuerzo para negar lo que estaba ocurriendo que de la cintura para abajo eran auténticas masas de hielo. La situación llegó a tales extremos que en un momento dado había cuatro series televisivas protagonizadas por zombis.

»No me habría dedicado a repasar la historia antigua si creyera que los jóvenes de vuestra edad comprendéis la suerte que habéis tenido al no vivir todo ese horror. La existencia cotidiana sigue planteándonos muchos problemas —si no fuera así yo no tendría trabajo, ¿verdad?—, pero por lo menos hoy en día la gente tiene una posibilidad de resolverlos.

»Bien, Boz, volvamos a la decisión con la que os enfrentáis ahora. A comienzos de los años ochenta (en Japón, naturalmente, dado que en los Estados Unidos de aquella época seguramente habría sido ilegal) se llevaron a cabo las investigaciones científicas gracias a las que la feminización acabó siendo algo más que un mero proceso cosmético, pero aun así tuvieron que pasar unos cuantos años antes de que las técnicas se difundieran y pudieran emplearse a gran escala y, realmente, eso es algo que sólo ha ocurrido durante las dos últimas décadas. Antes de nuestra época todos los hombres estaban obligados por sencillas razones biológicas a negar esos instintos maternales que se hallan tan profundamente enraizados en su personalidad. La maternidad es un fenómeno básicamente psicosocial, no sexual. Ya sea varón o hembra cada bebé crece aprendiendo a imitar a su madre. Él o ella juega con muñecas y hace pasteles de barro…, si vive en algún sitio donde haya barro con el que hacerlos, claro. Su madre le instala en el carrito del supermercado y lo lleva por los pasillos como si fuese una cría de canguro. Etcétera, etcétera… Es perfectamente natural que al crecer los hombres deseen ser madres si sus circunstancias sociales y económicas lo permiten…, es decir, si disponen del tiempo necesario, ya que ahora hay formas de resolver el resto de problemas que presenta esa situación.

»En resumen, Milly, Boz necesita más que tu amor o el amor de cualquier otra mujer…, o el de cualquier otro hombre, si a eso vamos. Necesita otra clase de satisfacción y plenitud personal, al igual que te ocurre a ti. Necesita un bebé tanto como lo necesitas tú.

Necesita la experiencia de la maternidad, y la necesita todavía más que tú.

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