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La muerte de Sócrates » 5

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Frances bajó a buscar el correo mientras Birdie se quedaba en la cama limpiándose las uñas de los pies. Birdie había estado tan absorto en la redacción del trabajo que su cuarto había acabado volviéndose prácticamente inhabitable, y ahora podía decirse que vivía con Frances salvo cuando ésta tenía algún cliente. No se trataba de una relación sexual, aunque en un par de ocasiones Frances se había ofrecido a chupársela y Birdie había aceptado, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho con ello y todo había quedado reducido a un gesto de buena voluntad, algo así como preparar una taza de Kafé.

Lo que les unía —aparte del compartir un cuarto de baño—, era el hecho tan lamentable como imposible de alterar de que Frances había sacado un 20 en las pruebas. ¿Por qué? Porque estaba enferma, por eso. Dejando aparte a un chico de la Escuela Comunal 141 que era enano y prácticamente retrasado mental, Frances era la primera persona con una puntuación inferior a la suya con la que Birdie había mantenido alguna clase de relación prolongada. Frances no parecía muy afectada por su mísera puntuación o quizá era lo bastante orgullosa para ocultarlo, pero durante los dos meses largos que Birdie pasó trabajando en «Problemas de la Creatividad» escuchó atentamente todas las versiones sucesivas de cada párrafo. Si no hubiera contado con sus constantes elogios, los ánimos que le daba y el tenerla al lado cada vez que se deprimía y perdía la esperanza Birdie jamás habría conseguido terminar el trabajo. Birdie había logrado salir del túnel y el hecho de que ahora fuese a volver con Milly le parecía vagamente injusto, pero Frances decía que eso tampoco le importaba. Birdie nunca había conocido a una persona tan increíblemente altruista, pero Frances decía que no se trataba de eso. Ayudarle había sido una forma de luchar contra el sistema.

—¿Y bien? —le preguntó cuándo Frances volvió a entrar en el cuarto.

—Nada. Sólo esto.

Arrojó una postal sobre la cama. Un crepúsculo con palmeras en alguna parte. La postal era para ella.

—Creía que esos tipos no sabían escribir.

—¿Jock? Oh, no para de enviarme postales y cosas. Esto, por ejemplo… —Frances curvó los dedos de una mano sobre un pliegue del albornoz de tela gruesa e iridiscente que llevaba puesto—. Me lo envió del Japón.

Birdie dejó escapar un bufido ahogado. Había pensado en comprarle un regalo como muestra de agradecimiento, pero ya no le quedaba dinero. Hasta que llegara su carta tendría que vivir de los préstamos que le hacía Frances.

—No tiene mucho que decir sobre qué tal le van las cosas, ¿eh?

—No, supongo que no.

Frances parecía un poco deprimida. Antes de bajar a recoger el correo estaba tan contenta que habrían podido usarla en un anuncio. La postal debía de haberla afectado bastante más de lo que dejaba traslucir. Quizá estaba enamorada del tal Jock, a pesar de que la noche del mes de junio en que se emborracharon lo suficiente para hacerse confidencias Birdie abrió el fuego contándole que estaba enamorado de Milly, y Frances correspondió diciéndole que aún no había conocido al hombre de su vida.

Birdie acabó decidiendo que fuera lo que fuese no permitiría que se le contagiara, y se concentró en la idea de vestirse. Se pondría el mono azul celeste y un pañuelo de cuello verde, y dejaría que sus impolutos pies descalzos le llevaran paseando hasta el río. Después iría en dirección norte, pero no lo bastante lejos para llegar hasta la Calle Once… No, ni soñarlo. De todas formas era martes, y Milly nunca estaba en casa las noches de los martes. No la volvería a ver hasta que pudiera sumergir su hermosa nariz en la increíble historia de su éxito.

—Llegará mañana. Estoy seguro.

—Supongo.

Frances se había sentado en el suelo y estaba peinando la nube de cabellos castaños que flotaba delante de su rostro.

—Ya han pasado dos semanas. Casi…

—¿Birdie?

—Así me llamo.

—Ayer estuve en Ciudad Stuyvesant, en el mercado… Ya sabes. —Frances se encontró la raya del pelo y apartó la mitad del velo a un lado—. Compré dos píldoras.

—Estupendo.

—No me refiero a esa clase de píldoras. Son las que tomas para…, ya sabes, para poder volver a tener bebés. Anulan los efectos de lo que echan en el agua. Pensé que si tú tomabas una y yo tomaba la otra.

—Vamos, Frances, ¿crees que basta con tomar una píldora? Por el amor de Dios… Te obligarían a abortar antes de que tuvieras tiempo de decir «Lucille Mortimer Randolph-Clapp» en voz alta.

Frances lo había inventado y había acabado convirtiéndose en el chiste favorito de los dos, pero esta vez ni tan siquiera sonrió al oírlo.

—¿Y por qué iban a enterarse? Quiero decir… Bueno, ¿por qué iban a enterarse antes de que fuera demasiado tarde?

—Oye, ya sabes lo que hacen con la gente que intenta saltarse las reglas tan descaradamente, ¿verdad? ¿Sabes lo que hacen tanto con el hombre como con la mujer?

—Me da igual lo que hagan.

—Bueno, pues a mí no —dijo Birdie, y decidió poner punto final a la discusión—. Cristo —añadió con voz seca.

Frances se recogió el pelo en la nuca y luchó con un cordoncito amarillo hasta que consiguió hacerle un nudo. Cuando emitió su siguiente sugerencia trató de que sonara lo más espontánea posible.

—Podría ir a México.

—¡México! Dios santo, pero ¿es que nunca has leído nada aparte de los tebeos? —la indignación de Birdie estaba reforzada por el recuerdo de que no hacía mucho tiempo le había hecho más o menos la misma propuesta a Milly—. ¡México! Oh, chico, chico…

Frances puso cara de sentirse ofendida, fue hacia el espejo y empezó a aplicarse la loción. Birdie sabía que era capaz de pasarse medio día rascando, frotando y acicalándose. Todas esas operaciones siempre daban como resultado el mismo rostro de mujer de mediana edad y piel un poco escamosa. Frunces tenía diecisiete años.

Sus ojos se encontraron durante un segundo en el espejo y Frunces se apresuró a desviar la mirada. Birdie comprendió que su carta ya había llegado. Y que Frunces la había leído. Y que lo sabía todo.

Fue hasta ella y agarró los flacos brazos perdidos dentro de las holgadas mangas del albornoz.

—¿Dónde está, Frunces?

—¿Dónde está el qué?

Pero Frunces sabía de qué estaba hablando, oh, sí, lo sabía muy bien.

Birdie le juntó los dos brazos por las muñecas tirando de ellos tan salvajemente como si Frances fuera uno de esos aparatos que servían para ejercitar los bíceps.

—Yo… La… La tiré.

—¡La tiraste! ¿Tiraste una carta que iba dirigida a mí?

—Lo siento. No tendría que haberlo hecho. Quería que no te… Sólo quería disfrutar de otro día como los dos últimos.

—¿Qué decía?

—¡Birdie, para!

—¿Qué coño decía?

—Tres puntos. Conseguiste tres puntos.

Birdie la soltó.

—¿Y eso es todo? ¿No decía nada más?

Frances empezó a frotarse las muñecas.

—Decía que debías sentirte muy orgulloso de lo que habías escrito. Tres puntos es un resultado magnífico. El equipo que se encargó de calificar tu trabajo no sabía lo mucho que necesitabas recuperar tu puntuación anterior. Si no me crees léela tú mismo. Está ahí dentro.

Frances abrió un cajón, y Birdie vio el sobre amarillo con el matasellos de Albany y la antorcha de la que brotaban las llamas del conocimiento en la otra esquina.

—¿No vas a leerla?

—Te creo.

—También dice que si quieres conseguir un punto más puedes alistarte en el ejército.

—Igual que hizo tu Jock, ¿eh?

—Lo siento, Birdie.

—Yo también.

—Ahora quizá quieras cambiar de parecer…

—¿Sobre qué?

—Sobre tomar las píldoras que compré.

—¿Quieres dejar de darme la paliza con esas píldoras de una maldita vez?

—Nunca diré quién es el padre. Te lo prometo. Birdie, mírame… Te lo prometo.

Birdie contempló aquel par de pupilas negras un poco veladas, la piel que se desescamaba, los labios pequeños y tensos que nunca llevaban la sonrisa lo bastante lejos para revelar los dientes que había detrás.

—Prefiero hacerme una paja en el lavabo y echar la leche por la tubería a metértela dentro. ¿Sabes lo que eres? Eres una retrasada mental, eso es lo que eres.

—Insúltame todo lo que quieras, Birdie. No me importa.

—Eres una jodida subnormal.

—Te quiero.

Sabía lo que tenía que hacer. Lo había visto la semana pasada cuando inspeccionó sus cajones. No era un látigo, pero no se le ocurría ningún otro nombre más adecuado. Birdie volvió a encontrarlo en el fondo del cajón de la ropa interior.

—¿Qué has dicho?

Alzó aquella cosa delante del rostro de Frances.

—Te quiero, Birdie. Te quiero, de veras… Y supongo que soy la única persona en todo el mundo que te quiere.

—Bueno, pues voy a dejarte bien claro lo que siento por ti.

Cerró una mano sobre el cuello del albornoz y tiró de él bajándoselo hasta dejarle los hombros al descubierto. Frances nunca había permitido que la viera desnuda, y Birdie enseguida comprendió el porqué. Su cuerpo estaba cubierto de verdugones y morados. Su trasero había recibido tantos golpes que parecía una inmensa herida en carne viva. Los clientes no le daban dinero para joder con ella, sino para esto. Para…

Birdie se la metió embistiéndola con todas sus fuerzas. Siguió moviéndose encima de ella hasta que ya no importó el que se moviera o se quedara quieto, hasta que ya no le quedaron sentimientos o emociones de las que librarse.

Esa misma tarde fue a Times Square —ni tan siquiera se tomó la molestia de emborracharse antes—, y se alistó en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos para ir a defender la democracia en Birmania. El sargento le tomó el juramento al mismo tiempo que a ocho tipos más. Cada uno alzó su brazo derecho, dio un paso hacia adelante y recitó a toda velocidad el Juramento de Fidelidad o lo que fuese. Después el sargento fue hacia él y deslizó la máscara negra del Cuerpo de Marines sobre el rostro ceñudo de Birdie, cogió un rotulador y escribió su nuevo número de identificación sobre la frente con grandes letras blancas —CMEEUU 100-7011-D07—, eso fue todo, y cuando hubo terminado con el último ya eran gorilas.

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