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Cuerpos » 2

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Y el mundo gira, que era bastante más espectacular y ambiciosa y podía permitirse el lujo de ofrecer distintas identidades según los días. Hoy Chapel era Bill Harper y estaba muy preocupado por Moira, su hijastra de catorce años que no paraba de darle problemas. El último de ellos le había caído encima el miércoles pasado durante un enfrentamiento bastante tormentoso producido a la hora del desayuno en el que Moira le había anunciado que era lesbiana. Como si aquello no fuera suficiente, cuando Harper le contó a su esposa lo que le había dicho Moira ésta reaccionó insistiendo en que hacía muchos años ella también había amado a otra mujer; y lo peor de todo era que Harper temía saber quién era esa mujer.

Lo que le atraía de aquella forma tan irresistible no eran las historias sino los rostros de los actores, sus voces, sus gestos y la fluidez de esos movimientos que parecían implicar a todo el cuerpo y que no dejaban nada oculto. Chapel se conformaba con que le convencieran de que sufrían y se agitaban bajo el peso de sus problemas imaginarios. Lo que necesitaba era el espectáculo de las emociones auténticas. Ojos que lloraban, pechos que jadeaban, labios que besaban o se fruncían y se tensaban a causa del nerviosismo, voces preocupadas y temblorosas…

Chapel se sentaba sobre el colchón con un montón de cojines sosteniéndole la espalda, los ojos a metro y medio escaso de la pantalla, y su respiración no tardaba en hacerse rápida y entrecortada y todo su ser se entregaba por completo a los parpadeos y ruidos de la máquina, esos parpadeos y ruidos que —más que cualquiera de sus propias acciones— eran su vida, el hecho central de su conciencia, la única fuente de felicidad que Chapel conocía o era capaz de recordar.

Un aparato de televisión le había enseñado a leer y a reír, un aparato de televisión había adiestrado a los músculos de su rostro dándoles instrucciones sobre cómo debían expresar el dolor, el miedo, la ira y la alegría. El televisor le había explicado qué palabras tenía que utilizar en cada una de las complejas y casi incomprensibles circunstancias de su otra vida, la externa; y aunque Chapel nunca leía, reía, fruncía el ceño, hablaba, caminaba o hacía lo que fuese tan bien como sus avatares de la pantalla no cabía duda de que las instrucciones y los cuidados no habían ido tan desencaminados, pues de lo contrario ahora no estaría aquí renovándose a sí mismo en la fuente de la cual brotaba todo.

Lo que buscaba y lo que encontraba en la pantalla era mucho más que el arte, que había saboreado durante las primeras horas de la programación nocturna y que no le habría servido de mucho. No, era la experiencia de saber que los esfuerzos y penalidades del día habían terminado y de que podía volver una y otra vez a un rostro que era capaz de reconocer o de amar sin importar que fuese el suyo o el de otra persona —¿amar? Quizá no se tratara de eso, pero no cabía duda de que si era otra emoción no tenía nada que envidiarle en cuanto a intensidad— saber con la máxima certeza posible que volvería a sentir lo mismo mañana y al día siguiente, y al otro. En otras épocas la religión se había encargado de prestar ese servicio, y los sacerdotes habían asumido la tarea de contar la historia de sus vidas a los miembros de la congregación y, pasado un tiempo, de contarla otra vez para que no se les olvidara.

En una ocasión una serie de la CBS que Chapel veía cada tarde había bajado tan desastrosamente en el índice de audiencia durante seis meses seguidos que acabó siendo retirada de la programación. Un pagano obligado a abrazar una nueva religión habría experimentado la misma sensación de pérdida y anhelo desesperado (por lo menos hasta que el nuevo dios hubiera aprendido a habitar las formas abandonadas por el dios que había muerto) que Chapel sintió entonces mientras contemplaba los rostros extraños que habitaban la pantalla de su Yamaha durante una hora cada tarde. Era como si se hubiera puesto delante de un espejo y no hubiera logrado encontrar su imagen. Durante el primer mes el dolor de su hombro había alcanzado unas intensidades tan horrorosamente espléndidas que casi le impedía cumplir con sus deberes en Bellevue. Después, poco a poco, Chapel empezó a redescubrir los elementos de su propia identidad en la persona del joven doctor Landry.

Ab empezó a gritar y golpear la puerta de Chapel a las dos cuarenta y cinco durante un anuncio de Huevitos Multicolores. Maud se disponía a visitar al hijo de su cuñada en el centro de observación donde había sido internado por orden del tribunal. Aún no sabía que el caso había sido adjudicado al doctor Landry.

—¡Chapel! —gritó Ab—. ¡Sé que estás ahí dentro, así que abre o tiraré abajo la maldita puerta!

La siguiente escena tenía lugar en el despacho de Landry. El joven médico estaba intentando conseguir que la señora Hanson comprendiera que una gran parte del problema de su hija estaba originado por el egoísmo que había impregnado toda su actitud hacia ella, tal y como se había visto la semana pasada. Pero la señora Hanson era negra y, naturalmente, Chapel tendía a simpatizar con los negros, cuya función dramática era recordar al público la existencia del otro mundo, aquel en el que vivían y donde eran desgraciados.

Maud llamó a la puerta de Landry; un primer plano de sus dedos enguantados golpeando el panel de papel.

Chapel se levantó y dejó entrar a Ab. Faltaban poco para las tres cuando, de bastante mala gana, accedió a ayudarle en su búsqueda de un sustituto para el cuerpo que había extraviado.

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